La I Guerra Mundial – Parte XI: 1916-1917 – El cambio de marea

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La dialéctica explica cómo las cosas pueden cambiar en su contrario tarde o temprano. La Primera Guerra Mundial es un muy buen ejemplo de esto. En el primer período de la guerra era la reacción quien sujetaba las riendas.

La dialéctica explica cómo las cosas pueden cambiar en su contrario tarde o temprano. La Primera Guerra Mundial es un muy buen ejemplo de esto. En el primer período de la guerra era la reacción quien sujetaba las riendas.

En 1914, el estado de ánimo popular estaba teñido de una ola de fiebre patriótica y bélica, alimentada por las noticias optimistas sobre operaciones militares exitosas, que los medios de comunicación controlados por el gobierno transmitían. Pero a medida que se alargaba la guerra y las condiciones empeoraban, se fue instalando un estado de ánimo de desilusión. Todo el mundo pensaba que la guerra terminaría pronto, pero las predicciones optimistas de un avance decisivo se posponían una y otra vez.

El desencanto popular y el cansancio de la guerra se manifestaron a través de la creciente agitación del movimiento obrero y los disturbios ante la escasez de alimentos, que eran cada vez más comunes. En las calles, mercados y fábricas, se hablaba no sólo de la injusticia de la guerra, sino de un sistema económico que ponía todo el peso sobre los hombros de los pobres y de los trabajadores, mientras que los ricos se hacían cada vez más ricos. Decir que todo el mundo estaba haciendo sacrificios sonaba falso para una mujer esperando en la cola del pan, mientras que los ricos bebían champán y se iban de fiesta.

Los esfuerzos de la censura y la propaganda por minimizar o negar las derrotas se veían cada vez con mayor escepticismo o menosprecio. Los soldados de permiso contaban una historia muy diferente, y eran creídos. Las muertes y la creciente dificultad económica iban influyendo en la conciencia popular mucho más que la propaganda oficial.

La vida en las trincheras era dura: una férrea disciplina y castigos brutales, mala alimentación, bajos salarios, condiciones de vida insalubres, armas y uniformes de poca calidad, y pocas oportunidades para la recreación. El peligro a ser sacrificados como ganado por una causa que parecía cada vez más inútil estaba omnipresente. Todas las condiciones estaban dadas para una explosión.

Al principio, la moral se mantenía por un flujo constante de propaganda patriótica. A los soldados de todos los ejércitos se les decía que la guerra terminaría pronto, que el enemigo se desmoronaría y sería derrotado. Más tarde, el mensaje fue que “un último empujón” podría resolver el asunto. Pero el resultado de cada “empujón final” era siempre el mismo: algo de terreno perdido o ganado a costa de miles de muertos y heridos.

La guerra tuvo un enorme costo económico, político y humano. Se movilizaron unos sesenta y cinco millones de hombres; de ellos, murieron más de ocho millones y otros veintiún millones resultaron heridos en los más de cincuenta y dos meses que duró la guerra, entre agosto de 1914 y noviembre de 1918. La vida económica quedó dislocada, se produjo una destrucción de los medios de producción a gran escala y se condenó a millones de personas al hambre y la escasez.

La guerra provocó la disolución de los Imperios otomano, alemán, austríaco y ruso, y culminó con una ola de revoluciones entre 1917 y 1920. Los marinos y soldados se amotinaron, si bien estallaron huelgas masivas en todas partes: desde Berlín a Viena, desde París a Bruselas y Glasgow, extendiéndose a través del Atlántico a Chicago, San Francisco, y Canadá.

La Guerra Mundial preparó el terreno para la revolución mundial.

Verdún

1916 puede verse como un punto de inflexión. La moral entre la población civil fue decayendo por el marcado contraste entre la enorme pérdida de vidas en el frente y los magros resultados obtenidos. Las primeras grietas en la moral de la población aparecieron en Italia, en la Rusia zarista y en el Imperio otomano durante el invierno de 1916-1917. Al mismo tiempo, en Francia y Alemania, la tregua social se encontraba bajo una presión creciente por las noticias desalentadoras que traían los soldados del frente.

Las fuerzas del Frente Occidental se vieron bloqueadas en una guerra de desgaste sin fin al inicio de 1916. En esos momentos, la guerra se caracterizó por un estancamiento particularmente sangriento y brutal. Para romperlo, los alemanes lanzaron una ofensiva en una serie de fuertes alrededor de la ciudad de Verdún. Éste era otro “empujón final” que se suponía iba a apartar a Francia de la guerra, dejando aislada a Gran Bretaña. Resultó ser la batalla más larga de la Primera Guerra Mundial, prolongándose durante nueve meses y caracterizándose por una brutalidad sin precedentes.

Verdún fue el blanco del general Erich von Falkenhayn, jefe del Estado Mayor y principal estratega de Alemania, debido a su posición en la línea aliada y su significado psicológico para el pueblo francés. Convencido en 1916 de que la guerra sólo se podía ganar en el frente occidental, esperaba que los franceses lanzarían enormes recursos para defender la zona, y que serían aniquilados. Entonces podría dirigir su atención hacia los británicos.

El demasiado optimista Falkenhayn creyó que este ataque no requeriría de grandes fuerzas alemanas. El bombardeo inicial sería suficiente para liquidar las defensas francesas. Durante las primeras ocho horas, los alemanes dispararon dos millones de proyectiles. Decenas de millones más se lanzaron en el transcurso de los siguientes trescientos días. Pero, como sucede a menudo en la guerra, los planes de los generales no funcionaron como se esperaba. Verdún resultó ser un hueso duro de roer.

La batalla de Verdún se convirtió en una cuestión de prestigio nacional para el Estado Mayor alemán, pero para los franceses era una cuestión de supervivencia nacional. Viéndose contra las cuerdas y luchando con el valor de la desesperación, el bando francés opuso una inesperada resistencia. La batalla fue, en muchas ocasiones, un feroz combate cuerpo a cuerpo, más parecido a la masacre de los campos de batalla medievales, con hombres desesperados arremetiendo sus bayonetas en los cuerpos de otros hombres. Las bajas alemanas fueron apilándose,  se ganó un pequeño territorio, y Falkenhayn se vio obligado a lanzar muchos más hombres a la “trituradora de carne”.

A medida que el conflicto se estancaba comenzaron a aparecer divisiones en los más altos escalafones del Ejército alemán. El hijo del Káiser, el príncipe heredero Guillermo, quería hacer un alto, mientras que otros pedían a Falkenhayn que siguiera atacando. En julio, Falkenhayn finalmente detuvo la ofensiva y renunció. Fue sustituido por Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff. Se confirmó la decisión de suspender los ataques en Verdún, pero decidieron defender las posiciones que habían ganado. Así, el conflicto se prolongó durante cuatro sangrientos meses más.

París colocó una fuerte presión sobre Rusia para que lanzara un ataque en el frente oriental, para aliviar algo de presión sobre el Ejército francés. El zar, debidamente sumiso a sus acreedores franceses, ordenó una ofensiva bajo el mando del general Aleksei Brusilov, en junio y julio. Pero esta última oferta de sacrificar vidas rusas por el oro francés no detuvo la masacre en Verdún, que duró del 21 de febrero al 19 de diciembre de 1916.

Al final, los alemanes tuvieron que admitir su fracaso. Se estima que la batalla de Verdún se cobró más de 700.000 víctimas –entre muertos, heridos y desaparecidos. Sin embargo, ninguna de las partes obtuvo un gran beneficio por las pérdidas sufridas. La mayor extensión del territorio ganado ascendió a sólo cinco millas. Francia fue declarada vencedora. Pero la palabra “victoria” sonaba hueca cuando Francia había pagado con la flor de su juventud.

La batalla del Somme

A la vez que el Ejército francés se desangraba en Verdún, el Estado Mayor francés exigía a los británicos que lanzaran una nueva ofensiva en las orillas del río Somme. Se quejaban amargamente de que sus aliados estaban dejando a Francia librar todas las batallas. Picado por esa crítica, el general Haig, comandante en jefe británico, decidió que había llegado el momento de luchar hasta la última gota de sangre de sus hombres.

Así comenzó otro de los conflictos más largos y sangrientos de la Primera Guerra Mundial. Se suponía que iba a ser parte de una gran ofensiva conjunta de los Aliados en sus frentes en Francia, Italia y Rusia. Siguiendo la misma idea errónea de sus homólogos alemanes, Haig esperaba poner fin al estancamiento en el frente con “un último empujón.” Estaba convencido de que un bombardeo masivo de artillería silenciaría los cañones alemanes y permitiría a su infantería abrirse camino. Los Aliados utilizaron obuses para destruir las trincheras alemanas con explosivos de gran potencia durante siete días, tras los cuales 100.000 hombres atacarían las líneas alemanas con poca o ninguna resistencia –o eso era lo que se esperaba.

Un bombardeo de tal magnitud nunca se había visto en la guerra moderna. Para las tropas británicas, atrincheradas a la espera del toque de corneta que anunciara el “avance”, parecía que nada podría haber sobrevivido en ese infierno. Lo que no sabían era que las tropas alemanas, enterradas profundamente en refugios subterráneos, habían escapado a la destrucción en su mayoría. La descarga de artillería ni siquiera tuvo éxito en cortar las defensas del alambre de púas, y las tropas británicas tuvieron que cruzar masas de alambre bajo el fuego enemigo para atacar las defensas inexpugnables.

Para empeorar las cosas, la artillería británica –que estaba destinada a cubrir el avance – disparó demasiado lejos y también dejó de disparar demasiado pronto. Esto permitió a los alemanes escapar de sus refugios subterráneos, dispuestos a luchar por sus vidas. Los soldados británicos que avanzaban en tierra de nadie eran un blanco fácil para el fuego de las ametralladoras alemanas. La mayoría de ellos fueron abatidos antes incluso de llegar a las trincheras enemigas.

El 1 de julio de 1916 [primer día de la batalla] fue un desastre para el Ejército británico. Ese día, 720 hombres del 11 batallón del este de Lancashire entraron en acción, de los cuales perecieron 584. Muchas otras unidades sufrieron un destino similar. Al final, murieron casi veinte mil soldados, los británicos sufrieron cerca de sesenta mil bajas –las mayores bajas de la historia del Ejército británico.

La carnicería en los campos embarrados del Somme, como en Verdún, se prolongó durante meses. Finalmente, al tiempo que las lluvias del invierno convertían el campo de batalla en un pantano fangoso, la batalla llegó a su fin oficialmente el 18 de noviembre. Los británicos habían conseguido avanzar sólo siete millas en 141 días. Habían fracasado en romper las defensas alemanas. Y cada metro de terreno conquistado se cobró miles de vidas. En total, la batalla del Somme se cobró más de un millón de muertos, heridos y capturados.

La reacción contra la guerra

Por todos lados iban aflorando los estragos de la guerra. La aguda escasez de mano de obra forzó a los gobiernos de toda Europa a comenzar el despliegue de mujeres para ocupar puestos de trabajo en la industria y la agricultura, que hasta el momento habían sido sólo para hombres. Estallaron huelgas en protesta contra los bajos salarios y la explotación.

Se necesitaba un nuevo suministro de sangre joven para compensar la pérdida colosal de vidas. Se enviaban cada vez más corderos al matadero europeo. Gran Bretaña, el único combatiente importante con un ejército de voluntarios, se vio obligado a introducir el reclutamiento a principios de 1916. Esta fue la chispa que encendió el polvorín en Irlanda, el Alzamiento de Pascua de Dublín, brutalmente reprimido por el Ejército británico.

Así como Gran Bretaña y Francia eran democracias formalmente, Alemania y las demás potencias centrales actuaron como dictaduras abiertas o parcialmente encubiertas. Lo mismo puede decirse de la Rusia zarista. En esos Estados, las contradicciones eran aún más acusadas. Las mismas contradicciones existían en todas partes. Los gobiernos aumentaron la vigilancia sobre la población, temerosos de la agitación popular.

En Alemania, las autoridades preparaban informes secretos mensuales (Monatsberichte) sobre las actitudes civiles (Stimmungsberichte) y la moral (Geist). Se recogía la información a través de un ejército de colaboradores a sueldo, espías, militares  y policías. Los consejos de censura del Imperio austrohúngaro clasificaban el estado de ánimo de la población según la nacionalidad, temiendo con razón que los ciudadanos no alemanes del Imperio no fueran totalmente leales a la monarquía gobernante de los Habsburgo.

En Rusia, las autoridades zaristas compilaban detallados informes a través de espías. El estado de ánimo de la población se clasificaba como “patriótico”, “deprimido”, “indiferente”, etc. Los agentes de la Ojrana [el cuerpo de policía secreta del régimen zarista] penetraron en todos los rincones de la sociedad, infiltrándose en los movimientos políticos (incluidos los bolcheviques), incluso a nivel de la dirección. Italia y Francia también desarrollaron sus propios sistemas de vigilancia, redes de espionaje y consejos de censura. Pero a la hora de la verdad, todas estas medidas demostraron ser totalmente ineficaces.

Sublevación

El descontento en la sociedad se reflejó en los ejércitos, y se expresó en una serie de motines. Los desastres sufridos por el Ejército francés en 1916 produjeron un colapso en la moral, que el comandante en jefe francés, Joseph Joffre, obstinadamente se negó a ver. Puso a Robert Nivelle al mando de los ejércitos del Norte y Noreste de Francia, a pesar del hecho de que tenía sólo seis meses de experiencia como comandante del ejército.

Nivelle, al igual que Joffre, tenía grandes ideas. Planeó una ofensiva masiva aliada para la primavera de 1917. Sin embargo, las tropas francesas se negaron a obedecer la orden de avanzar cuando se ordenó una nueva ofensiva en abril. Esta fue la señal para una ola de motines, que los oficiales franceses prefirieron describir como “actos colectivos de indisciplina.” Los motines se extendieron como un reguero de pólvora llegando a afectar a casi la mitad de las fuerzas de primera línea francesas.

Philippe Pétain, el héroe de Verdún y el futuro jefe del régimen pro-alemán de Vichy en la Segunda Guerra Mundial, fue elegido para reemplazar a Nivelle y restaurar el orden. Los cabecillas de los motines fueron juzgados en consejos de guerra, y se sentenciaron 554 penas de muerte a los soldados franceses, aunque sólo cuarenta y nueve se ejecutaron realmente. Se tomaron medidas para mejorar las condiciones de vida de los hombres, y se logró un retorno gradual al orden.

Al final, los soldados franceses eligieron obedecer órdenes y volver a las trincheras, con el acuerdo tácito de no lanzar más ofensivas inútiles. Temeroso del estado de ánimo de sus hombres, Pétain mantuvo las bajas de sus soldados al mínimo participando sólo en limitadas operaciones. El Ejército francés no llevó a cabo mayores ofensivas en 1917. Hubo motines en el Ejército italiano, que el comandante en jefe, Luigi Cadorna, calificó de “abierta traición”.

La situación se estaba volviendo crítica en Alemania a finales de 1916. Los bloqueos navales de los Aliados en el Mar del Norte y el Adriático causaban escasez de alimentos. Se racionó el pan, la carne, el azúcar, los huevos y la leche. Por primera vez, los signos de malestar interno se hicieron notables. En palabras del comandante Hindenburg al Canciller, “la posición militar no podría ser peor de la que es”.

Un historiador militar británico describió así la situación: “Por todas partes, el miedo a la revolución acechaba a los gobernantes ante el cansancio de la guerra”. Como dijera el ministro de Asuntos Exteriores austríaco, [Ottokar von] Czernin, “El arco se ha tensado demasiado”. Finalmente, la cuerda del arco se quebró en Rusia.

El año 1917

La guerra creó una situación cada vez más insoportable para las masas. Tras la pesadilla de la guerra vinieron los horrores de una profunda crisis económica. La Rusia zarista fue la primera en caer. Las derrotas militares, los conflictos de clase, el agotamiento económico, el hartazgo de la guerra y la cuestión nacional se combinaron para producir un cóctel explosivo. En palabras de Lenin, en Rusia, el capitalismo se rompió por su eslabón más débil.

En diciembre de 1916, Petrogrado se encontraba con treinta y nueve fábricas paralizadas por la falta de combustible,  más otras once debido a los cortes de energía. Los ferrocarriles estaban prácticamente colapsados. No había carne y escaseaba la harina. Las colas de pan pasaron a convertirse en escenario de la vida cotidiana. A todo esto, hay que añadir las noticias constantes de las derrotas militares y los rumores de escándalo que emanaban de la corte, la camarilla de Rasputín, y el gobierno monárquico-terrateniente de las “Centurias Negras”.

Un régimen dominado por ladrones aristocráticos, especuladores y una variedad de corruptos exhibía abiertamente su podredumbre ante un pueblo cada vez más descontento. El jueves 23 de febrero se celebraron mítines para protestar contra la guerra, el alto costo de vida y las malas condiciones de las trabajadoras. Esto, a su vez, dio paso a una nueva ola de huelgas.

Las mujeres jugaron un papel clave. El inicio de la Revolución comenzó el “Día Internacional de la Mujer”. Desesperadas por sus duras condiciones de vida y presas de los tormentos del hambre, las mujeres trabajadoras fueron las primeras en salir a la calle para exigir “pan, libertad y paz”. Se manifestaron en las fábricas, haciendo un llamamiento a los trabajadores para unirse a ellas. Se produjeron manifestaciones masivas en las calles. Aparecieron banderas y pancartas con consignas revolucionarias: “¡Abajo la guerra!”, “¡Abajo el hambre!”, “¡Viva la Revolución!”

Oradores y agitadores callejeros aparecieron como de la nada. Muchos eran bolcheviques, pero otros eran simples trabajadores, tanto hombres como mujeres, que habían descubierto de repente que tenían boca y una mente pensante, después de años de silencio forzado. A los pocos días, del 25 al 27 de febrero, Petrogrado se sumió en una huelga general.

Sobre el papel, el régimen tenía amplias fuerzas a su disposición. Pero, en el momento de la verdad, estas fuerzas simplemente se desvanecieron. Los llamamientos desesperados para obtener refuerzos no obtuvieron respuesta. La confraternización entre los soldados y los huelguistas fue generalizada. Los trabajadores acudieron a los cuarteles para pedir a sus hermanos en uniforme que se unieran a ellos. La mayor parte de la capital estaba en manos de los obreros y soldados tras el 27 de febrero, incluyendo puentes, arsenales, estaciones de ferrocarril, el telégrafo y la oficina de correos.

Los trabajadores tenían el poder en sus manos, pero, como explicaría más adelante Lenin, no eran conscientes ni estaban suficientemente organizados como para llevar la revolución hasta el final. Esta fue la paradoja central de la Revolución de febrero. Se necesitaron otros nueve meses de experiencia, junto con el trabajo incansable de los bolcheviques, bajo la dirección de Lenin y Trotsky, para poner fin a la situación de doble poder, que llegó con la Revolución de Octubre.

El descontento estalló simultáneamente en toda Europa. La guerra exacerbó las tensiones sociales que ya estaban a punto de explotar. Las mismas tendencias se hicieron sentir en Francia, en abril y noviembre y, más aún, en Italia, en la primavera y el verano. Los disturbios culminaron con la insurrección de trabajadores y campesinos en Turín, en agosto de 1917. Las huelgas de trabajadores también sacudieron a los gobiernos francés y británico.

Austria-Hungría

Alexis De Tocqueville escribió una famosa máxima: “el momento más peligroso para un mal gobierno es cuando comienza a hacer reformas”. El 21 de noviembre de 1916, muere el antiguo emperador, Francisco José. Su sucesor, Carlos I, se compromete a realizar reformas, pero sus esfuerzos abren las compuertas al desorden y la disidencia.

El conde István Tisza, primer ministro húngaro, fue un defensor prominente del sistema dual de gobierno austrohúngaro. Se opuso a que se votara la reforma en Hungría y era un partidario leal de la monarquía y su alianza con Alemania. En consecuencia, en la mente de los húngaros, se lo asoció con la continuación de una guerra en la que la mayoría de la gente no tenía esperanzas.

El 1 de mayo de 1917, los socialistas y revolucionarios organizaron manifestaciones masivas en las calles de Budapest, junto con los partidarios de Karolyi. Por temor a la revolución en Hungría, el emperador pidió la renuncia del conde Tisza, lo que hizo el 22 de mayo. Más tarde, fue asesinado por miembros de la Guardia Roja. Tisza fue sucedido por Moritz Esterhazy, quien expresó su deseo de construir “la democracia húngara”, un claro intento de evitar una revolución desde abajo, haciendo reformas por arriba. Pero, para entonces, los acontecimientos se movían con gran rapidez.

El Estado trataba de evitar que los soldados en el campo de batalla se contagiaran del descontento en el frente interno. Se confiscaban las cartas que mencionaban la escasez de alimentos y el hambre, a fin de no “poner en peligro la disciplina de las tropas del frente y afectara negativamente a sus espíritus”. Los censores de prensa trabajaron horas extras. Los periódicos de izquierda a menudo aparecían con grandes “espacios en blanco”. Pero todas estas medidas fueron en vano. El descontento ya se acercaba al punto de ebullición en el frente interno.

La escasez, combinada con el cansancio de la guerra y el descontento político, alimentaron la agitación revolucionaria y nacional en Alemania y Austria-Hungría. Viena sufría una severa escasez de alimentos. Las cartillas de racionamiento introducidas para diversos productos alimenticios estaban previstas originalmente para proveer 1.300 calorías al día, pero en 1917, esa cifra disminuyó a tan sólo 830 calorías. Hacia el final de la guerra, un estudio médico encontró que el 91% de los niños vieneses en edad escolar padecían graves niveles de desnutrición.

Apenas había pasado una semana desde la renuncia del conde Tisza, cuando el primero de una serie de motines estalló en el ejército. El primer motín, liderado por un grupo de eslovenos, fue reprimido, pero luego le siguieron otros, dirigidos por serbios, rutenos y checos.

A principios de 1918, una serie de huelgas de trabajadores estallaron en Austria. Diez mil empleados de la planta de Daimler, en Wiener Neustadt, se pusieron en huelga el 14 de enero, tras el anuncio de la drástica reducción de la ración de harina. Se pusieron en huelga 113.000 trabajadores en Viena, 153.000 en la Baja Austria, y 40.000 en Estiria. Dos oleadas de huelgas en enero y junio amenazaron con paralizar la industria austríaca.

Una circular, enviada al emperador desde el Ministerio del Interior, atribuía el malestar de los trabajadores al insuficiente suministro de alimentos, pero advertía de que se estaba extendiendo al “campo político”. Esta predicción se puso de manifiesto cuando 550.000 trabajadores de todo el país participaron en manifestaciones contra la guerra. Las huelgas fueron principalmente espontáneas, y no necesariamente bien recibidas por los líderes obreros.

Capas nuevas y, hasta entonces no organizadas de la clase obrera, se ponían en acción. Al igual que en Rusia, las mujeres trabajadoras estaban en la vanguardia. En una gran manifestación, los asombrados líderes del Partido Socialista se quejaron de que había elementos “desconocidos para el partido”, constituidos por agitadas “mujeres ávidas de sensaciones”.

Las dificultades causadas por la guerra exacerbaban enormemente las tensiones entre las diferentes nacionalidades en el Imperio Austro-húngaro. La introducción de medidas de racionamiento por parte del gobierno húngaro, en 1915, causó graves disturbios. Un informe de prensa extranjera de febrero de 1915 señalaba: “Los viajeros procedentes de Austria. . . informan de que han sido testigos de disturbios y manifestaciones en Budapest, Praga y otras ciudades más pequeñas de Hungría y de Bohemia, en contra de la continuación de la guerra”.

La inflación de los precios golpeó a los más pobres y a los trabajadores. Entre 1915 y 1916, los salarios de los trabajadores aumentaron en un 50%, pero los precios de los alimentos subieron más de un 100%. Las manifestaciones, revueltas del pan, y las huelgas se hacían cada vez más comunes en Hungría. En el otoño de 1917, una nueva ola de huelgas paralizó el transporte ferroviario durante una semana. La pequeña burguesía se veía atraída al lado de los trabajadores. Hubo informes de que las organizaciones de clase media estaban comenzando a comportarse como los sindicatos, exigiendo mejoras. Artistas e intelectuales de vanguardia también encontraron una causa común con los trabajadores. Este fermento social y nacional generalizado fue sentando las bases para la Revolución húngara de 1918 a 1919.

La situación era similar en la parte de habla checa del Imperio. Para agosto de 1917, las patatas, frutas, y verduras ya no estaban disponibles en Bohemia. La ración semanal de carne, leche y pan tampoco podía ser abastecida totalmente. El 13 de abril, dos días después de comenzado el nuevo racionamiento, una multitud indignada asaltó la casa del alcalde, el depósito de alimentos, restaurantes y hoteles, y muchos más lugares donde pudieran encontrarse alimentos.

Praga estalló en violentas manifestaciones masivas y generalizadas, que la policía fue incapaz de controlar cuando se anunció, en agosto, el nuevo racionamiento de harina. Los disturbios se extendieron rápidamente a las fábricas. Pronto, todas las principales fábricas en la zona de Praga se pusieron en huelga y el sistema de transporte municipal tuvo que cerrar. Hubo casos de sabotaje en los ferrocarriles, ya que los trabajadores comenzaron a destruir el equipo y los trenes.

Intrigas entre ladrones

Cuando Carlos llegó al trono, se comprometió a sacar a Austria-Hungría de la guerra tan pronto como fuera posible. Ante una situación desesperada en casa y en el frente, el nuevo emperador decidió jugárselo todo a una carta. Completamente en secreto (ni siquiera el canciller Czernin fue informado), intentó negociar con los Aliados, con el objetivo de conseguir un acuerdo que permitiera a Austria-Hungría desvincularse de la guerra.

El presidente Poincaré exigió no sólo la restauración de la Alsacia-Lorena a Francia, sino también que Francia debía retomar los territorios alemanes del Saar y de Landau. De hecho, los franceses habían llegado recientemente a un acuerdo secreto con Rusia, desconocido por Gran Bretaña, que les daría no sólo los territorios antes mencionados, sino también la codiciado orilla izquierda del Rin, lo que le proporcionaría a Francia una nueva frontera y una zona neutral contra Alemania en el futuro.

La razón por la que Gran Bretaña no fue informada de este acuerdo residía en que Londres no estaba muy interesada en el fortalecimiento de Francia a costa de Alemania. Lloyd George se mostró incluso ambivalente acerca de la concesión a Francia de Alsacia-Lorena, si bien en público se guardaba para sí sus opiniones. Para complacer a sus amigos de San Petersburgo, Poincaré también exigió que Constantinopla [actualmente, Estambul] debía ser entregada a Rusia –uno de los principales objetivos de la Rusia zarista en la guerra.

Los términos de la oferta eran muy tentadores para los británicos y franceses, que estaban encantados con arrebatar a Austria-Hungría de Alemania. Sintiendo el fuego bajo sus pies, Carlos se mostraba más que satisfecho con casi todos las demandas –casi todas, pero no todas. Había un pequeño problema llamado Italia.

Cuando Italia acordó unirse a la guerra del lado de la Entente, en 1915, lo hizo sobre la base de una serie de promesas contenidas en el Tratado de Londres. Ahora Italia quería su parte del botín. Los hombres de Roma querían el Tirol y otras grandes partes del territorio de Carlos. Los británicos y franceses intentaron en vano persuadir a los italianos para que aceptaran Somalia, a cambio de abandonar su demanda del Trentino, Tirol, e Istria. El ministro de Exteriores italiano, con admirable franqueza, dijo que Italia había entrado en la guerra para destruir a Austria, y no se le podía pedir que se la ayudara.

Al emperador Carlos no le importaba regalar territorio perteneciente a Alemania o al Imperio Otomano. Pero su talante generoso desapareció repentinamente cuando se trataba de regalar las tierras del Imperio austrohúngaro. No estaba dispuesto siquiera a considerar las demandas de Italia. Tampoco estaba dispuesto a declarar la guerra a Alemania, ya que los Aliados lo estaban presionando para hacerlo. Todo el propósito de sus intrigas con los Aliados era salir de la guerra, no iniciar otra, incluso más peligrosa.

El ministro de Asuntos Exteriores de Austria no tenía idea de que el emperador tenía la intención de abandonar a Alemania, y se habría horrorizado de haberlo sabido. Pensó que la idea era negociar una paz general. Pero estaba equivocado. Carlos habría estado dispuesto a sacrificar a su propia abuela para salvar su trono. Estaba dispuesto a sacrificar los intereses de los hombres de Berlín, que además no eran de su agrado. ¿Quiénes se creían esos prusianos advenedizos, de todos modos? Siempre dando órdenes y burlándose de las cualidades de lucha de su ejército.

Apuñalar al káiser alemán por la espalda sería una dulce venganza por todos los insultos y humillaciones que habían sufrido. Pero Carlos tenía un miedo mortal a los hombres que, en secreto, despreciaba y detestaba. Y tenía razón en tener miedo. El Estado Mayor alemán estaba considerando seriamente declarar la guerra a Austria-Hungría en cualquier momento, temiendo que [ésta] estaba a punto de abandonar la guerra o a punto de cambiarse de bando. Eso no fue necesario al final. El plan de paz de Austria se desmoronó, destrozado por la violencia de las rivalidades inter-imperialistas, como un barco con maderas podridas se rompe por las olas.

11 de Mayo de 2016