LA GUERRA DE IRAQ Y EL PRÓXIMO COLAPSO DE LA MONARQUÍA SAUDÍ

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La llamada “transferencia de poder” en Iraq ha dado a la población de este país devastado y ensangrentado -en realidad a los pueblos de todo el mundo- una lección de la sombría realidad que supone la “democracia” imperialista. Igual que su predecesor “interino”, este gobierno títere formado por traidores y criminales tiene la tarea de ayudar al imperialismo estadounidense en el saqueo y la opresión del pueblo iraquí.

Medio Oriente

La llamada “transferencia de poder” en Iraq ha dado a la población de este país devastado y ensangrentado -en realidad a los pueblos de todo el mundo- una lección de la sombría realidad que supone la “democracia” imperialista. Igual que su predecesor “interino”, este gobierno títere formado por traidores y criminales tiene la tarea de ayudar al imperialismo estadounidense en el saqueo y la opresión del pueblo iraquí.

El primer ministro Iyad Allawi ha estado durante años en la nómina de la CIA. El presidente nombrado por la administración estadounidense es Ghazi al Yawer, un rico protegido de la monarquía de Arabia Saudí y jefe de una de las tribus sunnitas más poderosas. Unos doscientos agentes norteamericanos “asesorarán” al gobierno, garantizando que cualquier decisión tomada por los ministros cumpla estrictamente con los intereses del imperialismo estadounidense. ¡Y a esto le llaman “devolución de la soberanía”!

El primer acto de esta camarilla a sueldo fue declarar el estado de excepción, con poderes especiales para disolver organizaciones, realizar registros arbitrarios e imponer el toque de queda. Sin embargo, estas medidas en la práctica no van a marcar una diferencia porque la población iraquí ya está viviendo una dictadura militar directa impuesta por los comandantes del ejército estadounidense desde la caída de Bagdad.

El intento de los medios de comunicación capitalistas de presentar a este nuevo gobierno como un “primer paso” hacia la democracia es un acto totalmente hipócrita. No resuelve nada desde el punto de vista de la población iraquí y menos aún mejorará la situación de los ejércitos ocupantes, que están hundidos en una ciénaga política y militar cada vez más profunda y de la que no tienen salida. A largo plazo, sólo puede llevarlos a la derrota.

Resistencia de masas a la ocupación

La ocupación de Iraq supone una inestabilidad y un empeoramiento permanentes de la situación, por la simple razón de que las fuerzas ocupantes no tienen una base de apoyo dentro del país. Las manifestaciones de masas y las acciones de la resistencia contra la ocupación extranjera ocurren diariamente.

Es verdad que en el norte las fuerzas estadounidenses tienen poca oposición debido a que la población es predominantemente kurda. Allí también la situación es potencialmente explosiva. Turquía ha dejado bastante claro que nunca aceptará la autonomía de los kurdos en el norte de Iraq. La autonomía kurda serviría de impulso a la lucha de los kurdos dentro de la misma Turquía. La administración Bush trata de ganar tiempo intentando complacer tanto a los kurdos iraquíes como al gobierno turco. Pero este doble juego no puede durar para siempre. Al final, la única opción que le quedaría a Washington para evitar una intervención turca sería desarmando a los kurdos, pero esto inevitablemente provocaría un enfrentamiento armado.

Mientras tanto, en el resto del país la población hierve por el odio que siente hacia las fuerzas ocupantes. En un contexto de colapso económico, con un desempleo de masas que alcanza el 40% de la población activa, y con el petróleo y los otros recursos nacionales iraquíes saqueados por las rapaces “empresas” próximas a la administración Bush.

Según las estadísticas sanitarias y las estimaciones de las organizaciones de derechos humanos, las fuerzas ocupantes han asesinado aproximadamente a 20.000 iraquíes y herido a otros 50.000. Los soldados estadounidenses y británicos realizan redadas nocturnas, derriban puertas y aterrorizan a familias enteras, a menudo asesinando a hombres, mujeres y niños. Recorren los barrios y las aldeas, hacen arrestos generalizados que han afectado a miles de iraquíes, muchos de los cuales languidecen durante semanas y meses en minúsculas celdas donde están a la merced de las sádicas “técnicas de interrogación” que ponen en práctica los subcontratistas mercenarios. Los golpes, la violación y la tortura son algo común.

Varias aldeas, sospechosas de albergar a insurgentes, han sido completamente destruidas. Las zonas obreras próximas a los lugares donde se encuentran los helicópteros o las tropas son sometidas a ataques aéreos mortales. Estas tácticas para “desanimar la insurgencia” tienen el efecto contrario al que pretenden y están proporcionando a los movimientos de resistencia nuevas capas de jóvenes y trabajadores. Las organizaciones que participan activamente en la lucha armada cada vez crecen más en número, capacidad militar y audacia. Varias ciudades, como Faluya, Nayaf y Kerbala, junto con muchas zonas que rodean Bagdad, ahora están fuera del control de las fuerzas ocupantes.

La resistencia es particularmente fuerte en las zonas sunnitas donde han surgido varias organizaciones de resistencia. En parte están formadas por soldados y suboficiales del antiguo ejército iraquí. Pero también incorporan cada vez más en sus filas a jóvenes y trabajadores del sector público. El anterior procónsul de Iraq, Paul Bremer, disolvió el ejército iraquí y despidió a todos los trabajadores del sector público que pertenecían al Partido Baath. Esta medida supuso que 450.000 personas perdieran de repente su empleo. Para estas personas, y para millones de iraquíes que intentan desesperadamente escapar de la existencia de caos y escombros que los rodea, la lucha contra la dominación extranjera es una cuestión de vida o muerte. Su propia supervivencia y la de sus familiares está en juego.

La fuerza de la resistencia se puede ver en el hecho de que las fuerzas estadounidenses fueron derrotadas en Faluya, a pesar de la horrorosa campaña de bombardeos que hicieron la aviación y la artillería norteamericanas contra la ciudad. Aparte de breves incursiones en el extrarradio de la ciudad, los generales norteamericanos han tenido que reconocer que es imposible mantener allí una presencia militar permanente. En una lista creciente de ciudades sunnitas, incluida Tikrit, el hostigamiento constante que han realizado las organizaciones insurgentes ha obligado a las fuerzas ocupantes a pasar a la defensiva.

El portavoz de la Casa Blanca dijo que la captura de Sadam Hussein era un paso decisivo hacia la derrota de la resistencia entre los sunnitas. Sin embargo, está claro para todo el mundo que este no ha sido el caso. Todo lo contrario, las autoridades norteamericanas en Iraq reconocen ahora off the record que la captura del anterior dictador si ha conseguido algo es precisamente fortalecer la participación en los movimientos de resistencia.

Los chiítas

Con Sadam Hussein los chiítas, que formaban el 65% de la población iraquí, fueron un sector especialmente oprimido de la sociedad. Las peregrinaciones a sus lugares sagrados en Kerbala (donde Hussein, el nieto de Mahoma, fue enterrado) y a Nayaf (donde se encuentra la tumba de Alí, el yerno y sobrino de Mahoma) estaban prohibidas. Los chiítas fueron sometidos a una represión constante y a toda una serie de masacres. En 1991 las fuerzas invasoras estadounidenses frenaron su ofensiva y abrieron un corredor para que las tropas iraquíes enviadas por Sadam pudieran aplastar la insurrección chiíta. Esto supuso la carnicería de 30.000 personas, hombres, mujeres y niños.

Dentro de la comunidad chiíta la oposición rápidamente se fortaleció. Han surgido varias tendencias, la más importante es la del líder espiritual, el ayatolá Alí al Sistani. A las autoridades norteamericanas les gustaría que Sistani participara en el nuevo gobierno, pero él lo ha denunciado como ilegal y ha dicho que el único gobierno que reconocerían los iraquíes sería un gobierno elegido democráticamente. Aunque es considerado un “moderado”, Sistani insiste en la salida inmediata de los ejércitos extranjeros. Dada la preponderancia de los chiítas en Iraq y el apoyo masivo que tiene al Sistani en el momento actual, sus seguidores conseguirían una mayoría clara si hubiera elecciones libres en Iraq. Un régimen chiíta en Iraq es algo que EEUU quiere evitar a toda costa.

El Ejército Mahdi dirigido por el clérigo chiíta Muqtada al Sadr está llevando a cabo una resistencia armada contra los imperialistas y sus colaboradores iraquíes. Sus fuerzas están formadas por unidades disciplinadas de jóvenes y luchadores valientes. La administración estadounidense ha intentado “negociar” con al Sadr mientras que al mismo tiempo dice que está en la lista de los hombres “buscados vivos o muertos” y que debe ser ejecutado. Sadr cuenta con una base de apoyo poderosa y creciente entre los sectores más radicales de los jóvenes chiítas, pero las fuerzas a su disposición todavía son demasiado débiles para provocar una insurrección general contra la ocupación.

La tendencia de Abdul Aziz al Hakim está apoyada por el régimen de Irán. Él participó en el “consejo de gobierno provisional” colaboracionista. Su hermano, el ayatolá Mohamed Baqir al Hakim, se trasladó a Iraq tras los ejércitos imperialistas y fue asesinado en Nayaf en agosto de 2003. El actual ministro de economía, Adel Abdel Mehdi, es un antiguo comunista que ahora pertenece a la tendencia de al Hakim. Otra tendencia colaboracionista estaba dirigida anteriormente por Abdel Majid al Khoei, que se trasladó a Iraq desde Gran Bretaña en la primera semana de abril de 2003 y fue asesinado inmediatamente en Nayaf. Al Khoei cooperó con los servicios secretos británicos. Su regreso a Nayaf se suponía que iba a ayudar a “restaurar el orden” después de la entrada en la ciudad de las tropas norteamericanas.

Las masas en las zonas chiítas entienden que las elecciones libres y democráticas llevarían a un gobierno chiíta, eliminando así el peligro de renovar la opresión por parte de dirigentes que se basan en la minoría sunnita. Esta es la perspectiva de emancipación “pacífica” que tienen en mente al Sistani y sus seguidores. Sin embargo, el imperialismo norteamericano no puede permitirse ese resultado ya que inmediatamente enfurecería a la población sunnita -que se enfrentaría a la perspectiva de convertirse en una minoría oprimida- y crearía graves dificultades para el régimen de Arabia Saudí. La postura más moderada de Sistani está perdiendo terreno frente a los movimientos radicales que están a favor de la lucha armada, especialmente el de al Sadr. Las fuerzas ocupantes intentan asesinar a al Sadr con la esperanza de cortar este proceso.

Los partidos y sindicatos obreros

La represión antes y durante la dictadura de Sadam Hussein provocó la eliminación de las organizaciones obreras como una fuerza social viable. El Partido Comunista Iraquí (PCI) fue aplastado. Sus militantes fueron encarcelados, asesinados o tuvieron que ocultarse. El movimiento obrero todavía no se ha recuperado de esta derrota y carece de una dirección basada en un programa socialista e internacionalista, esto ha significado que la dirección del movimiento de resistencia haya recaído sobre las manos de los nacionalistas, clérigos fundamentalistas y otros elementos reaccionarios. La tarea más importante ahora en Iraq es construir un movimiento de la clase obrera organizado e independiente.

En Bagdad, Basora y otras ciudades, las asociaciones independientes de trabajadores y estructuras sindicales han comenzado a tomar forma. Sin embargo, el contexto general de colapso económico supone que el surgimiento de organizaciones obreras de masas independientes sea una perspectiva poco probable a corto plazo. La administración estadounidense está intentando cortar cualquier futuro desarrollo de organizaciones obreras independientes o la creación de sindicatos, que ahora están controlados por elementos pro-coalición y están financiados por el Departamento de Estado, utilizando a la OIT como una cobertura. Pero en el futuro esto no impedirá el desarrollo del movimiento.

Con Sadam Hussein, la dirección del PCI estaba en el exilio y, particularmente después de la Operación Tormenta del Desierto de 1991, comenzó a establecer lazos con la administración norteamericana y otros gobiernos imperialistas occidentales. Durante la mayor parte de la década de los noventa los dirigentes “comunistas” apoyaron el embargo contra Iraq. Según la UNICEF este embargo costó la vida a 1.200.000 de iraquíes, de los cuales 500.000 eran niños de corta edad. Después participaron en el “consejo provisional” creado por las autoridades estadounidenses tras la caída de Bagdad y también están en el “gobierno” actual –que en realidad no gobierna nada- donde tienen al ministro de cultura.

La dirección del PCI justifica la participación en el gobierno diciendo que en el mejor de los casos supone acelerar la salida de las tropas de la coalición. Dicen que la lucha armada sólo sirve para prolongar la ocupación, además dicen que los elementos baathistas y fundamentalistas implicados en las organizaciones de resistencia son una prueba del carácter antidemocrático y reaccionario de la resistencia. Ponen el año 2005 como la fecha en que, si todo sigue “de acuerdo con el plan”, se establecerá la democracia y las tropas extranjeras se irán, los dirigentes del PCI se oponen a celebrar en este momento elecciones democráticas debido a la “continua violencia”. Sin embargo, tanto dentro de Iraq como entre los exiliados comunistas, muchos militantes normales del partido repudian esta posición colaboracionista.

Otra organización conocida es el Partido Comunista de los Trabajadores de Iraq (PCTI), su principal base de apoyo está en el Kurdistán iraquí, pero desde la caída de Bagdad este partido se ha convertido en una pequeña fuerza que va en aumento en la capital, donde ha llevado a cabo un trabajo importante en la organización de los desocupados y las mujeres. Publica un periódico regular llamado Al Sharila -Los Trabajadores-. En el momento actual el partido probablemente tiene entre 100 y 200 miembros en Bagdad.

Desmoralización de las fuerzas ocupantes

La ausencia de bases sociales para las fuerzas ocupantes se refleja en su fracaso a la hora de organizar una fuerza militar iraquí fiable para trabajar al lado de las tropas británicas y estadounidenses. La administración norteamericana dice que ha reclutado a 30.000 iraquíes para este propósito. Pero muchos informes sobre el terreno dicen que la cifra real está próxima a los 12.000. Además, sólo una fracción de este número ha completado un entrenamiento serio. Probablemente no más de 5.000 soldados iraquíes pro-coalición podrían ser considerados en el momento actual como fuerzas de combate.

El principal sargento recluta de esta fuerza colaboracionista es la pobreza que no es precisamente la mejor motivación para un ejército cuyo objetivo es realizar acciones de castigo en nombre de una potencia extranjera. Las deserciones son frecuentes y también los actos de insubordinación. La moral es muy baja. En un reciente documental emitido en la cadena franco-alemana Arte, se podía ver una visión interesante de la realidad de las unidades “leales” iraquíes. El documental empieza con un comandante iraquí explicando por qué sus hombres son reticentes a patrullar las calles. “La población nos ve como traidores. Algunos de mis hombres han sido asesinados y sus familias han recibido sumas de dinero irrisorias en compensación. No está suficientemente pagado el riesgo de perder su vida”. Las autoridades norteamericanas al final aceptaron incrementar los salarios. Pero unos días más tarde, cuando cientos de manifestantes exigían la liberación de las mujeres apresadas la noche anterior, los soldados iraquíes seguían sin ser vistos en las calles. La multitud temía que las mujeres pudieran ser violadas o torturadas. El comandante estadounidense localizó finalmente al comandante iraquí. A pesar del aumento salarial sus hombres seguían negándose a intervenir: “Enseñar la cara significaría su muerte”.

Este no es un incidente aislado. Incluso Rumsfeld, citado en Le Monde el 26 de junio de 2004, tuvo que admitir que “nadie esperaba que las fuerzas de seguridad iraquíes estuvieran preparadas para enfrentarse al tipo de combate que tuvimos en Faluya, Nayaf o Kerbala el pasado mes de abril. No es sorprendente que en los combates recientes numerosas unidades militares iraquíes consiguieran resultados pobres”. Claramente Rumsfeld, cuando se trata de mentir descaradamente, tiende a utilizar el amable arte de la subestimación. Los “pobres resultados” de las unidades iraquíes en las ciudades hace referencia a huir para salvar sus vidas o volver sus armas contra las tropas estadounidenses.

Entre los soldados estadounidenses la moral también está bajando. Les dijeron que formaban parte de una “fuerza de liberación” que llevaría la democracia y la prosperidad a Iraq, pero ahora se encuentran rodeados de una población hostil y participando en constantes operaciones de contrainsurgencia. Los efectos en la moral de la tropa se han podido ver en algunas encuestas hechas por el alto mando del ejército norteamericano, y es poco probable que hayan exagerado los problemas. El San Francisco Chronicle publicó los resultados de una encuesta el 27 de marzo pasado. En ella se decía que “el 70% de los encuestados caracterizaban la moral de los soldados como ‘baja o muy baja’”. Los problemas son más pronunciados, continuaba el Chronicle, entre los soldados rasos y los reservistas. “Casi el 75% de los soldados dijeron que la dirección de su batallón eran pobre o mostraba una ausencia de preocupación por los soldados… El estudio fue iniciado por el ejército después de varios suicidios que crearon preocupación por la salud mental de los soldados en Iraq (…) El Pentágono está muy preocupado porque los más que frecuentes y largos viajes de combate inciten a más soldados a salir del ejército que a realistarse, especialmente si la tarea es en Iraq o Afganistán”.

Antes de la guerra en una serie de memorandos del despacho oval, Rumsfeld y Wolfowitz pretendían que la toma y ocupación de Iraq sería un “paseo triunfal” y que las fuerzas norteamericanas serían recibidas con los brazos abiertos, como héroes y libertadores. Hoy, a pesar de las declaraciones optimistas que se hacen en las conferencias de prensa de la Casa Blanca y el Pentágono, los estrategas del imperialismo norteamericano deben estar aterrorizados por el cambio que se ha producido sobre el terreno. El régimen títere instalado en junio, desde el principio está desacreditado. Los recursos financieros y militares del gobierno norteamericano han sobrepasado sus límites y en este aspecto no pueden esperar ayuda significativa de ningún otro país. Cientos de soldados estadounidenses han perdido la vida, miles están mutilados y agonizando, ocultos en hospitales militares en Alemania y otras partes. Los oleoductos son saboteados, los convoyes atacados. La situación está fuera de control. Desde un punto de vista militar, con la extensión de la resistencia popular los problemas a los que se enfrentan las fuerzas ocupantes sólo pueden ir empeorando. Tarde o temprano, en un contexto de incremento de la pobreza y animados por los éxitos de las organizaciones de la resistencia armada, sólo puede estallar en Bagdad una insurrección popular de masas.

El imperialismo estadounidense se encuentra ante un terrible dilema. Si se quedan en Iraq significa una guerra prolongada y costosa, donde cientos de soldados perderán la vida. La oposición a la guerra dentro de EEUU crecerá, esto a su vez actuará como un impulso para el ambiente contra la guerra entre los soldados. Por otro lado, si se van de Iraq supondría una derrota catastrófica, dejaría al imperialismo norteamericano en una posición muy débil en Oriente Medio, algo que ya ocurría antes de la invasión. Mientras que se amontonan las dificultades con relación a Iraq, también hay otros problemas igualmente insuperables en otras zonas de Oriente Medio. En particular, la situación que se está desarrollando en Arabia Saudí y que puede convertir lo que ahora es una situación extremadamente seria en una completa catástrofe desde el punto de vista de las principales potencias.

Declive e inestabilidad en Arabia Saudí

En el momento de la muerte de Ibn Saud, en 1953, Arabia Saudí era el cuarto productor mundial de petróleo. Hoy, con unas reservas de petróleo de 263.000 millones de barriles, produce más que cualquier otro país del mundo. En 2003 Arabia Saudí era el mayor exportador de crudo a EEUU. Para el imperialismo norteamericano la existencia de un régimen fiable en Arabia Saudí es una cuestión de absoluta importancia. La clase dominante norteamericana comprende que cualquier amenaza para la monarquía saudí no sólo representaría un golpe directo y potencialmente devastador para los suministros de petróleo, y por lo tanto para todos los demás intereses financieros e industriales de EEUU, sino que también pondría en cuestión toda la posición estratégica del imperialismo norteamericano tanto en Oriente Medio como a escala mundial.

La preocupación por la estabilidad del régimen de Arabia Saudí fue el factor más importante que había detrás de la invasión de Iraq. Este país, después de Arabia Saudí, cuenta con las reservas de petróleo más grandes de la región (112.000 millones de barriles). Ante la aterradora perspectiva de un posible colapso de la monarquía saudí, los imperialistas estadounidenses querían tener por lo menos aseguradas las reservas de petróleo iraquíes. Si colapsara la monarquía saudí entonces Iraq podría ser utilizado como una base de lanzamiento para una ofensiva terrestre con el objetivo de ocupar todos los pozos, refinerías, oleoductos y terminales exportadoras al este de Riyadh y en el Golfo Pérsico. Esos al menos eran los planes cuando los estrategas del Pentágono estaban preparando su “paseo vespertino” por Iraq. Ahora, dieciséis meses después de la invasión, con 135.000 soldados estacionados en Iraq, con otros 80.000 implicados en otras operaciones relacionadas con la invasión en otras partes de la región, el barril de pólvora de la frontera sur-occidental de Iraq está a punto de explotar.

La economía de Arabia Saudí depende totalmente de la industria petrolera. Los ingresos por la exportación de petróleo equivalen a aproximadamente el 90% de todos los ingresos por exportación saudíes, supone el 75% de los ingresos del estado y casi el 40% del PIB. Durante décadas los ingentes recursos conseguidos con el petróleo dieron un poderoso impulso al crecimiento de la economía nacional y provocó la rápida expansión de las principales ciudades del país. Hasta mediados de los años setenta el nivel de vida de la mayoría de los ciudadanos saudíes subió a un ritmo constante. Sin embargo, a partir de los años ochenta, los niveles de vida se estancaron y después comenzaron a descender. Según algunas estimaciones la tasa de desempleo está ahora en el 25% de la población masculina. Las cifras de paro femenino en Arabia Saudí por supuesto no están disponibles.

Los ingresos per cápita por la exportación petrolera han caído bruscamente durante los últimos veinte años, de 22,2 a 3,4 dólares por persona entre 1980 y 2003. Esto en parte se debe a que el número de jóvenes en Arabia Saudí se ha duplicado desde 1980, mientras que los ingresos conseguidos por el petróleo en términos reales han caído profundamente. La reciente caída del dólar -la moneda en la que se paga el petróleo- también ha llevado a un deterioro de los términos comerciales saudíes. El déficit público y comercial ha aumentado de forma sistemática. EEUU obligó al gobierno saudí a hacer una gran contribución para costear la guerra de 1991 con Iraq, eso hundió el erario público e incluso lo endeudó aún más. El déficit público supera el 100% del PIB saudí.

Los miembros de la familia real consumen una gran proporción de los ingresos nacionales, la mayoría se invierten en el extranjero en toda una serie de industrias lucrativas, proyectos financieros y bienes raíces. La continua salida de capital y el masivo gasto del estado en armamento y seguridad nacional -más de 30.000 guardias armados están estacionados permanentemente en y alrededor de las instalaciones petroleras- han actuado como freno para el desarrollo global de la economía.

El régimen saudí debe su legitimidad como “custodio de La Meca” a su interpretación particularmente rigurosa de la doctrina islámica conocida como wahabismo. Para desarrollar el poder y la autoridad de los líderes religiosos, las mezquitas fueron utilizadas para imponer una sumisión ciega a los edictos reales. Cualquier desafío al régimen o a su interpretación del Islam, que es particularmente opresiva con las mujeres, es castigado severamente. A través de su base de poder religioso y a la represión policial, junto con el uso extendido de espías e informadores, la familia real y los líderes religiosos se han desarraigado y han aplastado despiadadamente cualquier tendencia opositora dentro de la sociedad.

Sin embargo, a partir de los años ochenta, en un contexto de declive económico y creciente desempleo, se han visto claros signos de aumento del descontento con la familia real. La austeridad y el “purismo” sofocante de la doctrina wahabita que pretenden profesar los príncipes, contrastaba profundamente con el despliegue de la ostentosidad de riqueza y poder, la corrupción y el estilo de vida de los príncipes -frecuentando prostitutas de lujo en capitales occidentales, jugando en los casinos, etc.-. Al sentir como se movía la tierra bajo sus pies, la monarquía comenzó a depender cada vez más de los líderes religiosos como una forma de legitimar su dominio y como un instrumento de control social. Y dada la ausencia de otras estructuras organizadas a través de las cuales pudiera expresarse la oposición, fue precisamente en las mezquitas donde la camarilla dominante empezó a organizar la forma extrema del radicalismo wahabita. Cada vez más los imanes wahabitas cuestionaban la legitimidad de la Casa Saud que estaba socavando su propio poder y credibilidad. Para mantener su control sobre la población empezaron a distanciarse de la familia real.

La Operación Tormenta del Desierto de 1991 y la instalación de bases militares estadounidenses en Arabia Saudí marcaron un punto de inflexión empujando a cada vez más personas a la oposición. La revista Stratfor del 30 de enero de 2004 subrayaba la importancia del cambio que se estaba produciendo en ese momento: “El ambiente de la opinión pública cambió después de la guerra, cuando el alcance de la muerte y la destrucción de Iraq fue evidente: la culpa pasó de las fuerzas estadounidenses a la casa Saud que las invitó a entrar. El mantenimiento de las bases militares en el país añadió combustible al fuego de los que se oponían al régimen que utilizaron la presencia estadounidense como un punto de reunión y un ejemplo de la deslealtad y perversión del régimen saudí, los opositores decían que el personal militar estadounidense había mancillado el sagrado suelo de Arabia Saudí”. (Saudí Arabia: A Balancing Act).

Durante los años noventa bajo la superficie de lo que parecía un régimen inquebrantable en realidad el wahabismo cada vez estaba más dividido en dos tendencias, una cerca de la camarilla dominante y la otra que estaban haciendo propaganda político-religiosa para conseguir un cambio de régimen. Este último sector del wahabismo consiguió cada vez más apoyo, no sólo de los jóvenes desocupados y desilusionados, también de las capas medias de la sociedad, como los estudiantes y pequeños empresarios, y también de un sector de la clase capitalista cuyos intereses también estaban amenazados por el declive económico generalizado. Maniobrando de un lado a otro, de la represión a las concesiones y de nuevo a la represión, la familia real ganó tiempo intentando evitar a toda costa que la oposición subterránea que estaba en ebullición estallara finalmente en un conflicto abierto.

Los gobernantes saudíes utilizaron las “guerras santas” en Afganistán y otras partes, junto con el apoyo simbólico a la causa palestina, para amortiguar su posición en el frente interno y desviar las actividades de los militantes fundamentalistas wahabitas hacia la arena internacional. Enviaron fanáticos muyaidines a Afganistán y a otras partes. Financiaron masivamente estas operaciones, no sólo los regímenes de Arabia Saudí y Pakistán, también los gobiernos de EEUU, Gran Bretaña, Francia y otros países occidentales. En el momento de la primera guerra de Afganistán contra el régimen pro-soviético afgano, figuras como Bin Laden y los “luchadores por la libertad” reclutados en las escuelas islámicas e instituciones financiadas por Arabia Saudí y otros estados wahabitas, fueron considerados aliados importantes para el imperialismo estadounidense.

Junto con el régimen saudí, Washington ha impulsado estas redes fundamentalistas -incluidas sus extensiones en Argelia, Dagestán, Chechenia y en otras partes- y las utilizó para sus propios fines. Sin embargo, tanto EEUU como Arabia Saudí después perdieron el control de lo que inicialmente habían entregado a los fundamentalistas. En Afganistán, los líderes del ejército talibán tomaron el poder en 1996 con el apoyo de EEUU, pero después se volvieron contra sus antiguos aliados de Washington. Al Qaeda lanzó una larga serie de atentados terroristas dirigidos contra objetivos estadounidenses, como la bomba que explotó en la embajada norteamericana de Nairobi en agosto de 1998 y el ataque, con un pequeño barco lleno de explosivos, al USS Cole en octubre de 2000. Después llegaron los terroríficos acontecimientos del 11 de septiembre, en esta ocasión en territorio estadounidense.

El papel ambiguo de la casa Saud con relación a estos acontecimientos expresa el dilema en el que se encuentra. La mayoría de los participantes en el 11-S fueron ciudadanos saudíes. Los miembros de la familia real canalizaron fondos hacia al Qaeda a cambio de garantizar que sus actividades irían sólo dirigidas contra objetivos extranjeros. Por un lado, el régimen saudí depende del poder militar y económico del imperialismo estadounidense para poder mantener su posición dentro del país y en Oriente Medio. Por otro lado, para desviar los objetivos de la oposición interna, el reino financió a los terroristas que atacaron los Estados Unidos. Como explicaba el artículo antes mencionado de Stratfor: “Para Riyadh, la presencia de las fuerzas norteamericanas fue tanto un mérito, evitando la agresión externa e interna, como una fuente de peligros, contribuyendo al ascenso de la oposición y militancia internas contra el régimen. La amenaza interna resultante contra el régimen fue sofocada y desviada, con Osama bin Laden -la personificación de la oposición- abandonando el país y enfocando las operaciones militares estadounidenses hacia el extranjero” (Ibíd.)

El auge del extremismo wahabita no es la única expresión del descontento social en Arabia Saudí. La corrupción y el derroche de recursos económicos ahora se denuncian públicamente. Los intelectuales y los estudiantes, desafiando la amenaza de encarcelamiento y tortura, han organizado peticiones ilegales para una reforma democrática y para acabar con la abyecta discriminación que sufren las mujeres. Ha habido manifestaciones públicas para exigir que se permita conducir a las mujeres. Las autoridades respondieron llamándolas “adúlteras”. En Arabia Saudí el adulterio es un crimen castigado con la lapidación hasta la muerte.

La odiada mutawa ahora es desafiada abiertamente y amenazada en las calles por jóvenes y padres furiosos. En las mezquitas y en las calles estas bandas “piadosas” golpean a todo aquel que consideren un trasgresor de las despóticas leyes del Islam wahabita, por ejemplo, castigan a personas que están escuchando música o a mujeres que muestran algún mechón de su pelo. En el pasado la gente temía desafiar a estos bárbaros pero ahora todo ha cambiado. Las protestas finalmente obligaron al gobierno a contener estos ataques, al menos públicamente.

Recientemente, una conocida locutora de televisión fue golpeada por su marido. En lugar de ocultarse hasta que hubieran cicatrizado sus heridas y desaparecido sus marcas, apareció valientemente ante las cámaras de televisión denunciando la brutalidad contra las mujeres. En el contexto de la draconiana dictadura wahabita que existe en Arabia Saudí, estos pequeños incidentes son síntomas de un cambio radical y profundo en la psicología de la población normal. Eso significa que la gente empieza a perder el miedo y esto, a su vez, significa que la Casa Saud está condenada.

En Oriente Medio y a través de África del Norte, la hostilidad hacia el imperialismo norteamericano se ha acumulado durante décadas debido a su apoyo a los impopulares y opresivos regímenes árabes. En particular, el imperialismo estadounidense es odiado porque es visto como un apoyo incondicional de la política exterior reaccionaria de la clase dominante israelí. La manipulación cínica y la traición a los palestinos, que han sido reiteradamente humillados y aplastados por la bota del imperialismo israelí, ha sido uno de los factores principales en la conformación de la psicología de los jóvenes y trabajadores del mundo árabe. La invasión de Afganistán en octubre de 2001, y particularmente la de Iraq en marzo de 2003, ha dado un impulso nuevo y poderoso a la hostilidad popular que existe hacia el imperialismo estadounidense en todos estos países. En Arabia Saudí, esta hostilidad está dirigida más que nunca contra los “aliados” de Washington en los palacios reales. Organizaciones como al Qaeda, que defienden el derrocamiento de la monarquía, han conseguido una significativa base de apoyo entre los sectores más oprimidos de la sociedad.

La monarquía sufre una intensa presión, tanto de estructuras como la de al Qaeda como de amplios sectores de la sociedad que son hostiles a su cooperación con el imperialismo occidental. Al mismo tiempo, el régimen es presionado por Washington. Si se resiste a las exigencias de Washington significa minar su propia posición y precipitar la caída de la monarquía. Pero si continúa colaborando con el imperialismo norteamericano, también resultará ser fatal. Han lanzado operaciones diseñadas para sofocar la oposición interna que sólo son acciones simbólicas que tienen la intención de demostrar que la monarquía se está distanciando del imperialismo, como por ejemplo la decisión en junio de 2004 de boicotear la cumbre del G-8.

Algunas de los gestos desafiantes dirigidos contra intereses norteamericanos han tenido más que un carácter simbólico. En enero pasado Riyadh concedió importantes contratos para la exploración y producción de gas natural a la empresa rusa Lukoil y a la china Sinopec. La española Repsol y la ENI italiana también han conseguido contratos lucrativos. Sin embargo, las empresas británicas y norteamericanas fueron excluidas del acuerdo. Esto tenía la intención clara de demostrar a la población saudí que la monarquía estaba dispuesta a desafiar a EEUU. También daba un poco de margen de maniobra en las relaciones internacionales porque implicaba el apoyo de los países favorecidos -en particular de Rusia y China- esperando que sirva de contrapeso a la intensa presión de EEUU. Pekín y Moscú han conseguido un importante puesto estratégico en Oriente Medio gracias a este acuerdo y por supuesto tienen una obligación ante el régimen saudí.

El Pentágono ha cerrado sus bases militares en Arabia Saudí con la esperanza de aliviar la presión interna que sufre el régimen saudí. Sin embargo EEUU mantiene una presencia militar en el país. Dentro de las fuerzas armadas saudíes, los generales y oficiales están “ensombrecidos” por una estructura paralela formada por “especialistas”, “instructores” y “asesores” estadounidenses. La capacidad militar de las antiguas bases militares norteamericanas en el reino se ha trasladado sólo al otro lado de la frontera, al vecino Qatar. Desde un punto de vista operativo, el cambio de relaciones entre el régimen saudí y el ejército estadounidense es más aparente que real.

Hay síntomas del creciente malestar que existe dentro de las fuerzas armadas saudíes. Por ejemplo, en mayo de este año, cuando un grupo armado lanzó un ataque contra la ciudad industrial de al Khobar en la costa este y fueron rodeados por las fuerzas especiales saudíes, el grupo armado pudo abandonar ileso el edificio antes de que las fuerzas especiales entraran en el edificio. Según decía el periódico en lengua inglesa Arab News, los militantes habían parado un taxi en las afueras de la ciudad más de dos horas antes de que atacaran las fuerzas especiales. Le dijeron al conductor que no eran terroristas sino muyaidines luchando contra el “imperialismo y el sionismo”. Este es un síntoma claro de la falta de confianza que existe en le clase dominante y que se refleja ahora en los mandos del ejército. El régimen saudí está hasta tal punto minado que puede colapsar en cualquier momento.

Como ocurre en los regímenes al borde de su derrocamiento, los gobernantes saudíes están divididos entre los que buscan una salvación recurriendo a la represión y los que optan por las reformas. La administración Bush está presionando para que intensifiquen las medidas represivas contra el fundamentalismo wahabita. En la práctica esto supone eliminar a un sector de la familia real que lleva ahí décadas. Esto explica la actitud de las mandos de las fuerzas especiales en al Khobar.

Al mismo tiempo, Washington presiona para que se hagan reformas “democráticas”. Bush y sus asesores parecen pensar que los gobernantes saudíes pueden eliminar los pilares fundamentalistas sobre los que durante décadas ha descansado su poder, y sustituirlos por nuevos pilares “democráticos”, girando hacia algún tipo de monarquía constitucional. Con “reformas graduales por arriba” esperan evitar una revolución desde abajo. El régimen ha decidido celebrar elecciones municipales en septiembre. Serán las primeras elecciones de cualquier tipo que se celebran desde los años sesenta. Es una pequeña concesión, pero será vista como un gran signo de debilidad. Hasta el momento, el príncipe regente Abdulá ha cedido ante las presiones de los extremistas wahabitas y ha negado a las mujeres el derecho al voto o a presentarse como candidatas. Esto ha desatado una nueva oleada de peticiones protestas en las universidades y las calles. La concesión de las elecciones municipales demostrará ser demasiado poco y muy tarde.

Estos acontecimientos demuestran que en el frente interno y en la arena internacional, el régimen saudí ahora está dando bandazos de un lado a otro, buscando desesperadamente puntos de apoyo. Con presión por todas partes, el régimen se está equilibrando peligrosamente, como un anciano sobre la cuerda floja. Inevitablemente caerá y probablemente más pronto de lo que se piensa.

Es difícil decir que tipo de gobierno sustituirá a la monarquía cuando ésta finalmente caiga. Podría formarse un nuevo gobierno con una fracción de las fuerzas armadas. Algunas zonas podrían caer en manos de los fanáticos fundamentalistas. Una cosa es cierta, cualquiera que sea la forma del nuevo gobierno, necesariamente adoptará una postura hostil tanto hacia el imperialismo norteamericano como el israelí. Cualquier otra política sería fatal. También hay otra cosa cierta. EEUU, a pesar de todas sus dificultades en Iraq y a pesar de la escasez de tropas y dinero, no tendría otra alternativa que iniciar otra guerra en Oriente Medio.

Un artículo publicado por Le Figaró el 2 de junio de 2004 titulado: El régimen saudí lucha por su supervivencia, veía el problema en los siguientes términos: “Consciente de la extrema fragilidad del régimen, los estadounidenses están presionando a la familia real para que introduzca las reformas anunciadas por el príncipe Abdulá. El pasado mes de noviembre George W. Bush citó a Arabia Saudí como uno de esos países que giraría hacia la democracia, diciendo que a los EEUU ‘ya no le interesaba cooperar con líderes antidemocráticos’. Especialmente en el Pentágono hay ciertos ‘halcones’ que creen que el régimen saudí puede durar unos cuantos meses. Creen que el ejército norteamericano podría ‘tomar fácilmente’ el control de las instalaciones de la industria petrolera y protegerlas aislándolas del resto del país, que sin duda se desintegraría o caería en manos de los seguidores de bin Laden. Según un alto funcionario del Departamento de Estado, ‘Si volvemos la espalda a Arabia Saudí, el resultado podría no ser demasiado agradable’. La preservación de la monarquía saudí parece por lo tanto un mal menor”.

El escenario para “tomar fácilmente” el control -¿dónde hemos escuchado antes estas palabras?- que dice el Pentágono podría convertirse en una tarea extremadamente difícil. En primer lugar, el “aislamiento del resto del país” de lo que es la zona más desarrollada de Arabia Saudí no se podría conseguir si primero no se toma el control de la capital, que está al sudoeste de la zona en cuestión. En manos hostiles, Riyadh sería una poderosa base de operaciones contra el invasor. También hay que asegurar los oleoductos, incluido presumiblemente el oleoducto más importante y vital, el que atraviesa el centro del país hasta las terminales de Yanbu y al Monayez en la costa del Mar Rojo. Incluso si tuvieran que sacrificar los oleoductos del oeste, el lanzamiento de una segunda guerra en Oriente Medio requeriría grandes recursos adicionales que van más allá de la capacidad militar y económica de los Estados Unidos.

Parece que como ha ocurrido en Afganistán e Iraq, los “estrategas” del Pentágono no han pensado mucho en la situación que probablemente encontrarían después del ataque inicial. No se debe olvidar que esta agresión iría dirigida contra la Tierra Santa musulmana, la tierra de La Meca y Medina. Tendría un efecto electrizante en los pueblos de todo el mundo musulmán y no lo aceptarían. Literalmente, miles de luchadores musulmanes de todo el mundo acudirían a Arabia Saudí. El régimen pro-estadounidense de Jordania podría enfrentarse a su derrocamiento inmediato en el caso de una invasión de Arabia Saudí. Los regímenes de Líbano y Egipto se desestabilizarían aún más. En Israel también las repercusiones de la crisis provocarían más ataques al nivel de vida de los trabajadores israelíes, obligándolos a entrar en acción contra la clase dominante. Una intervención militar contra la tierra de la Meca generaría un ejército en todo el mundo de jóvenes islámicos dispuestos a sacrificarse, entusiasmados y dispuestos a atacar objetivos norteamericanos allí donde fuera posible.

Cuando todavía no han conseguido extraer el petróleo deseado de Iraq debido al continuo sabotaje de las instalaciones y oleoductos, la invasión de Arabia Saudí supondría la desestabilización de los suministros petroleros a escala internacional. El resultante aumento de los precios del petróleo tendría consecuencias económicas dramáticas en todo el mundo, provocando una serie de levantamientos sociales, políticos y militares. ¡Parece que esta será la próxima etapa del Nuevo Orden Mundial!

En Oriente Medio, las presiones acumuladas durante décadas de declive económico, guerras, desempleo de masas, opresión religiosa y nacional, y todos los demás problemas creados por el capitalismo y el imperialismo, han alcanzado ahora unas proporciones absolutamente insoportables. Esto significa que en el orden del día de la región habrá grandes luchas y acontecimientos revolucionarios, éstos inevitablemente llevarán a una intensificación de la lucha entre las grandes potencias por los mercados y los recursos, con la perspectiva de nuevos conflictos y guerra internacionales. Del caos, inestabilidad, guerras y derramamiento de sangre de nuestra época debe surgir y surgirá una fuerza nueva y poderosa, capaz de proporcionar una solución a todo esto, esa fuerza es el movimiento obrero organizado y la lucha por el socialismo internacional.

15/7/2004