A un año del gobierno de Kirchner parece que estamos llegando a un tiempo de definiciones. La crisis de inseguridad junto a la crisis energética, no sólo han golpeado de alguna manera al gobierno. También han desnudado sus contradicciones, y su granimprovisación escondida hasta aquí detrás de su demagogia.
Editorial de El Militante Nº 7
A un año del gobierno de Kirchner parece que estamos llegando a un tiempo de definiciones. La crisis de inseguridad junto a la crisis energética, no sólo han golpeado de alguna manera al gobierno. También han desnudado sus contradicciones, y su gran improvisación escondida hasta aquí detrás de su demagogia.
¿Cómo es posible que haya crisis energética, si la actividad industrial es igual a la de 2001, y entonces se contaba con menos producción de gas?
¿A quién le puede sorprender el estallido de una crisis de seguridad, si desde el caso Cabezas, los atentados de la Embajada de Israel y la AMIA, pasando por la represión policial de diciembre del 2001 y de Avellaneda en junio del 2002, terminando por el negocio de los secuestros y los desarmaderos, los delitos “por encargo” y el gatillo fácil de todos los días, se sabe que las policías del país son la máscara que utiliza la peor mafia del país? Y eso sin contar que no es novedad que la miseria más espantosa va empujando a multitudes a la marginalidad y la barbarie.
El carácter de clase del gobierno de Kirchner
Tras los acontecimientos revolucionarios del “Argentinazo”, la burguesía argentina sólo podía recomponer la situación política del país para garantizar la continuidad de su dominación con un gobierno que despertara expectativas en la población. Por eso Kirchner comenzó ofreciendo algunos gestos, discursos y actuaciones “radicales”, que aunque no cambiaban el fondo de la realidad le permitieron ampliar su base de apoyo en la sociedad.
Se puso límites al saqueo de los recursos de la nación y se aumentó la recaudación del Estado mediante impuestos a los sectores exportadores (agrícolas, hidrocarburos, etc) para mantener los planes sociales que sirvieran para alejar el fantasma de una nueva rebelión popular. A esto lo ayudó el repunte de la economía (un 8,7% en el 2003) y que se detuviera la sangría de puestos de trabajo destruidos, con un pequeño aumento del empleo. Aunque hubo algunas subas salariales y en las pensiones más bajas, éstas no permitieron recuperar el poder adquisitivo perdido en los últimos años. Para el 45% de los trabajadores en negro y para los estatales no cambió nada.
Se dejó temporalmente el “garrote” (la criminalización de la protesta social), se metió presos a algunos corruptos, y se cumplió alguna histórica reinvindicación en derechos humanos (licenciamiento de una parte de la cúpula militar, anulación de las leyes de impunidad y expropiación del predio de la ESMA). En lo que se refiere a las privatizadas se “amenazó” con quitar concesiones a las empresas que prestan los servicios más sensibles a la opinión de los trabajadores, para que las mismas cumplieran, al menos en parte, con los exiguos contratos que firmaron. Frente al FMI adoptó un discurso duro y desafiante.
Después de 15 años de políticas antisociales y entreguistas con el FMI y el imperialismo, parecía que este gobierno era diferente a los anteriores, lo que creó lógicas y naturales expectativas entre millones de trabajadores y jóvenes.
Esta nueva situación dio confianza a los trabajadores en sí mismos e impulsó una cantidad importante de luchas para obligar a los empresarios y al gobierno a que estas promesas se llevaran a la práctica, particularmente el básico de $200 en los salarios, el blanqueo del empleo y otras demandas. La mayoría de estas luchas terminaron en victoria para los trabajadores o se siguen peleando (Subte, telefónicos, colectiveros, recolectores de residuos, bancarios, ferroviarios y muchas otras empresas y sectores). Estas luchas son vanguardia no sólo por sí mismas, sino por el avance en la conciencia y organización que representan.
Sin embargo, las medidas de fondo del gobierno de Kirchner fueron a favor de los empresarios, los bancos y las multinacionales.
Las antiguas empresas estatales privatizadas no se reestatizaron, aumentaron las tarifas y volvieron a contabilizar jugosas ganancias.
Se firmó el acuerdo con el FMI para reanudar el pago de la deuda externa a los banqueros y especuladores financieros nacionales e internacionales, que se llevarán al menos $12.000 millones del presupuesto cada año. Se pagaron miles de millones de pesos a los bancos en “compensación” por la pesificación. Se subsidia a multitud de empresas nacionales y privatizadas con miles de millones de pesos para garantizarles beneficios millonarios a sus dueños que no rinden en interés de las familias trabajadoras. Y todo eso mientras se mantienen congelados los salarios de los trabajadores estatales y las pensiones de hambre para los jubilados.
En el terreno de los derechos humanos, a pesar de las concesiones mencionadas, apenas se avanzó en el juicio y castigo de los militares genocidas, cuyos procesos se mantienen empantanados y paralizados por la maraña jurídica burguesa. Lo mismo ocurre con los juicios por la responsabilidad de los asesinatos del 19 y 20 de diciembre del 2001 y por la masacre del Puente Pueyrredón en junio del 2002.
Se aprobó una reforma laboral que salva lo fundamental de la ley anterior (reducción de aportes patronales, empleo precario, salarios bajos, etc.).
Se criminalizó al movimiento piquetero combativo para enfrentarlo a los trabajadores ocupados e impedir que éstos buscaran alternativas políticas por fuera del sistema, y para justificar recortes en los planes sociales.
Al chantaje de las petroleras que amenazan con cortes en el suministro de gas y electricidad se responde con aumentos de tarifas.
Desde hace meses se discute qué hacer con la plata “excedente” que se está logrando en el superávit fiscal conseguido en los últimos meses ($ 4.000 millones). El ministro de Economía, Lavagna, ya declaró que este dinero se dedicará fundamentalmente a pagar deuda externa y a eliminar el Impuesto al Cheque (lo que beneficia fundamentalmente a los sectores medios y altos de la población) ¿Cómo es que no se pone esta plata en un plan de obras públicas, cómo no se aumentan los sueldos a los trabajadores estatales, ni los recursos para alimentos, salud y educación? En un país donde el gasto social cayó un 29% desde el 2001 según el Banco Mundial, con el 52% de la población en la pobreza y el 19% en la indigencia, con una desocupación real del 22%, y con los salarios más bajos de Latinoamérica es lo menos que se debería hacer. Como una pequeña concesión vergonzante el gobierno está discutiendo la posibilidad de aumentar de $240 a $280 las jubilaciones más bajas, claramente insuficiente para escapar de la pobreza, y aun así ni siquiera es seguro que lo hagan.
Cuando Kirchner asumió, anunció que gobernaría para todos, sin exclusiones, afirmando que era posible gobernar al mismo tiempo a favor de los patrones y de los trabajadores. Desde El Militante afirmamos desde el principio que esto era imposible. Un gobierno que no cuestiona el capitalismo ni el control de la economía por los grandes empresarios y banqueros necesariamente termina claudicando ante los intereses de estos últimos.
Kirchner, como se preveía, ha elegido gobernar para los empresarios y el FMI aún a sabiendas de que el tiempo, la impaciencia de los trabajadores, la impaciencia de algunos sectores de la patronal y de derecha, y algunos traspiés mediáticos, pueden reavivar “el que se vayan todos”.
Si hasta ahora el gobierno pudo zafar más bien que mal se debió al repunte de la economía. Otra cosa será cuando las familias trabajadoras empiecen a notar el efecto de la suba de tarifas y de los recortes de los gastos estatales como consecuencia del pago de la deuda externa, y especialmente si se produce una caída de la actividad económica.
Vamos llegando a algo así como un cruce de caminos, a la hora de la verdad, y Kirchner va desnudando de qué lado está.