I Guerra Mundial – Parte II: al borde del abismo

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Wilhelm II 1905-th

Los autodenominados filósofos del postmodernismo niegan la posibilidad de encontrar una explicación racional a la historia de la humanidad. Se alega que no hay leyes generales, ni factores objetivos que se escondan detrás de la conducta de los individuos y determinen su psicología y comportamiento.

Desde este punto de vista – el punto de vista de la subjetividad extrema – toda la historia está determinada por individuos que actúan según su propia voluntad. Tratar de encontrar una lógica interna en este mar turbulento y sin ley sería un ejercicio tan inútil como tratar de predecir la fuerza y posición precisas de una partícula subatómica individual.

“Cuando los dirigentes hablan de paz el pueblo sabe que viene la guerra”. (Bertolt Brecht)

El individuo en la historia

A pesar de un cierto atractivo superficial, este enfoque subjetivo de la historia es bastante hueco. Significa abandonar totalmente cualquier intento de descubrir las leyes que han guiado la evolución de la sociedad humana, puesto que se niega la existencia de tales leyes. Es sorprendente. La ciencia moderna nos enseña que todo en el universo, desde las moléculas y átomos más pequeños hasta las galaxias más grandes están regidos por leyes, y es precisamente el descubrimiento de dichas leyes la tarea principal y el contenido de la ciencia.

Podemos explicar con certeza el origen y desarrollo de cada especie – incluyendo la nuestra – por medio de las leyes de la evolución por selección natural descubiertas por Charles Darwin, y ampliamente desarrolladas con los descubrimientos más recientes en el campo de la genética. Podemos entender el desarrollo de la tierra y de los continentes por medio de la tectónica de placas y predecir los movimientos de galaxias distantes. Pero cuando se trata de nuestro propio desarrollo social, de repente se nos dice que no podemos encontrar ninguna explicación racional, ya que los seres humanos son demasiado complejos para ser comprendidos.

Que los seres humanos son complejos tanto a nivel individual como a nivel colectivo se entiende de sobra. Sin embargo, es completamente falso que no se pueda entender la conducta humana. Engels señaló hace mucho tiempo que si bien es imposible predecir cuándo un individuo – hombre o mujer – va a morir, es perfectamente posible hacer una predicción de conjunto, un hecho que le rinde suculentos beneficios a las compañías de seguros. De la misma manera, si bien no es posible determinar con suficiente precisión la posición y la fuerza de una partícula subatómica individual, es posible hacer predicciones muy precisas cuando se trata de cantidades muy grandes de dichas partículas.

Decir que la historia humana es un asunto puramente aleatorio es burlarse de los hechos. Incluso el observador más superficial de la historia verá inmediatamente la existencia de patrones definidos. Algunos procesos se repiten constantemente: el auge y caída de ciertas formaciones socio-económicas, sociedades y civilizaciones; las crisis económicas, las guerras y revoluciones. Al igual que en la evolución, largos períodos de calma son seguidos de explosiones repentinas que pueden impulsar el desarrollo o provocar un retroceso y declive.

El brazo del Kaiser

En toda la cantidad de obras – algunas buenas, muchas malas y algunas francamente absurdas – que han salido a la luz con motivo del aniversario de lo que ha dado en llamarse La Gran Guerra (yo prefiero llamarla, La Gran Matanza), los intentos de explicar las causas de la guerra rozan el cómic. Algunos historiadores, adentrándose en las oscuras profundidades del subconsciente, en su esfuerzo por encontrar una explicación convenientemente subjetiva (es decir, mística), creen que todo fue debido a los efectos de la mente traumatizada del Kaiser Guillermo, como consecuencia de un accidente de nacimiento que le rompió el brazo izquierdo.

Tenemos que creernos que el dañado brazo izquierdo del Kaiser, que trató de ocultar ingeniosamente con el uso de capas militares y otros trucos, y que tan marcado quedó en la psique de Guillermo, lo convirtió en un psicópata deformado y agresivo. Otros historiadores señalan que el pobre hombre tuvo una infancia muy difícil. Ninguno de sus primos reales de Inglaterra, Dinamarca o Rusia quería jugar con el niño hosco y resentido. Como resultado, se convirtió en un matón, decidido a vengarse de quienes lo habían humillado en sus años tiernos, dando lugar al estallido de la guerra. He aquí sólo un ejemplo de este tipo de “historia”:

“Creía en la fuerza y la “supervivencia del más apto” tanto en la política interior como en la extranjera… Guillermo no era falto de inteligencia, sino de estabilidad, disfrazaba sus profundas inseguridades bajo la fanfarronería y su hablar rudo. Con frecuencia cayó en la histeria y la depresión. La inestabilidad personal de Guillermo se reflejó en las vacilaciones políticas. Sus acciones en casa, como en el extranjero, carecían de dirección y, por lo tanto, a menudo dejaban perplejo o enfurecían a la opinión pública. Más que obtener objetivos específicos, como había sido el caso con Bismarck, le importaba imponer su voluntad. Este rasgo del dirigente de la principal potencia continental fue una de las principales causas del temor reinante en Europa a principios de siglo”. (Langer, Guillermo L.; et al (1968), Western Civilization, p. 528)

Sin duda debe admitirse que los rasgos del carácter individual y de personalidad de los actores de la historia desempeñan un papel en la forma en la que se dan los acontecimientos e, incluso, son determinantes. Pero sólo pueden hacerlo en la medida en que se corresponden de alguna manera con las exigencias de la situación. Sin duda, la personalidad del Kaiser alemán era difícil y esto fue en parte el resultado de los factores antes mencionados. Pero el resentimiento del Kaiser, sus tendencias agresivas e intimidación y su temperamento explosivo no pueden ser la causa de millones de muertos y la devastación de un continente entero. Ésta debe buscarse en las poderosas tendencias objetivas, sin las cuales los defectos de la personalidad de Guillermo se habrían quedado meramente en una fuente de irritación para sus amigos y familiares.

¿Es posible relacionar el carácter de los individuos con un cuadro histórico más amplio? Es sorprendente cómo condiciones sociales similares producen clases similares de individuos. Una comparación entre los personajes de Carlos I de Inglaterra, Luis XVI de Francia y el zar Nicolás II proporcionaría mucha reflexión a sociólogos y psicólogos, así como también el estudio comparativo de Cromwell, Robespierre y Lenin. Si comparamos las revoluciones inglesa, francesa y rusa se revelarán algunas diferencias importantes, puesto que el carácter de clase de estos grandes acontecimientos históricos fue diferente. Pero también revelará similitudes muy llamativas.

Incluso sería posible extraer tres gráficos que muestran que, en esencia, las tres revoluciones siguieron una trayectoria muy similar – tanto en su período de ascenso como de descenso. Y cada etapa de la revolución requirió individuos cuyo carácter correspondió más o menos estrechamente a las exigencias de la época. Llegando a este punto, yo estoy lejos de negar la importancia del papel del individuo en la historia. Por el contrario, en un determinado encadenamiento de circunstancias, las acciones de un grupo relativamente pequeño, o incluso de una sola persona, pueden ser de una importancia decisiva. Marx dijo: “El hombre hace su propia historia”, pero agregó que los hombres y mujeres que hacen historia no lo hacen como agentes completamente libres, sino que están limitados por las condiciones objetivas que los crearon y que imponen límites estrictos a su campo de acción.

En muchos sentidos, el carácter y psicología del Kaiser se adecuaron admirablemente a los intereses de la camarilla gobernante alemana de aquel momento. Guillermo era un reaccionario y tenía una mentalidad prusiana militarista. Creía en el nacionalismo, la dominación militar y el derecho divino de los reyes. Para compensar su discapacidad se salió de su camino y adoptó la postura del militarismo prusiano y parecer lo más poderoso y agresivo posible.

Guillermo sólo parecía estar cómodo en compañía de sus oficiales del ejército y asistiendo a los desfiles militares; vistiendo el uniforme y saliendo de maniobras. En “En la Guardia”, dijo, “encontré realmente a mi familia, a mis amigos, y mis intereses… todo lo que hasta ese momento tuve que hacer solo”. Vestido con el elegante uniforme de oficial prusiano, empezó a pavonearse y hablar en tono autoritario que no toleraba ninguna contradicción. Sobrino de la reina Victoria, la actitud de Guillermo hacia el vasto imperio británico era una mezcla contradictoria de admiración y envidia. Quería que Alemania tuviera colonias y una poderosa Armada como la de Gran Bretaña.

Se ha afirmado que Alemania había estado planeando activamente una guerra agresiva. Algunos historiadores creen que el momento decisivo no fue julio de 1914, sino diciembre de 1912, cuando el Kaiser celebró una reunión en la que, presuntamente, decidió entrar en guerra en aproximadamente 18 meses. La actitud agresiva de Guillermo y de algunos de sus generales añade peso a este argumento, aunque siempre hubo un elemento de engaño en la conducta arrogante del Kaiser, que vaciló continuamente sobre la cuestión de la guerra, para desesperación de sus ministros y, en particular, de sus generales, que se mostraban impacientes y frustrados en su indecisión.

A pesar de toda su actuación, Guillermo nunca libró una guerra real hasta 1914 y, aun así, irritó a sus generales cambiando constantemente de planes. El Estado Mayor miraba al Kaiser con una mezcla de deferencia disciplinada hacia el rango imperial y desprecio por el hombre que lo ostentaba. En sus memorias, el ex Canciller federal de Alemania, von Bulow, dice del Kaiser que : “… nunca dirigió un ejército en el campo de batalla… Era consciente de ser neurasténico, sin capacidad real como general, y aún menos capaz, a pesar de su afición naval, para dirigir un escuadrón o incluso capitanear una nave”.

Causas materiales de la guerra

Con el debido respeto a estos psicólogos aficionados, debemos mirar un poco más allá de las neurosis del Kaiser para encontrar las causas de uno de los conflictos más trascendentales de los tiempos modernos. Los conflictos entre las grandes potencias durante las cuatro décadas anteriores esconden muchos factores, todos ellos estrechamente relacionados con intereses materiales. Los Estados más poderosos de Europa estaban comprometidos en una lucha por los mercados y las colonias. A finales del siglo XIX, dichas potencias se dividieron el mundo. Gran Bretaña, donde el capitalismo se desarrolló más rápidamente y arraigó más que en cualquier otro país, había conquistado la parte del león. Francia había establecido un imperio colonial en el norte de África y partes de Asia. La que más tarde fue conocida como la “pobrecita Bélgica”, había esclavizado y saqueado brutalmente al pueblo del Congo y los holandeses se habían apoderado de las riquezas de Java.

Por el contrario, Alemania, que sólo había conseguido su unificación cincuenta años antes, llegó demasiado tarde y sólo se quedó con algunas de las colonias africanas más pobres. Pero mostró su poderío militar al infligir una humillante derrota a Francia en la guerra franco-prusiana de 1870-71, y la anexión de dos provincias francesas con una población en parte germanófona: Alsacia y Lorena. Este solo hecho proporcionó suficientes motivos para una futura guerra entre Francia y Alemania.

Llevados por el auge de su poder industrial y militar, el Kaiser y los industriales y políticos alemanes, se inclinaban cada vez más hacia una política expansionista agresiva. Vieron en la creación de la Mitteleuropa, una unión aduanera dominada por Alemania, un primer paso para lograr la hegemonía económica alemana en Europa. Pondría fin al poder francés, Bélgica quedaría reducida a la posición de un estado vasallo alemán y se establecería un imperio colonial alemán en África y el Oriente. Más tarde, en 1917-18, tras derrotar a Rusia, Alemania comenzó, en realidad, a diseñar un imperio sobre las ruinas del imperio zarista: en los Estados bálticos y Ucrania.

En 1898, Alemania empezó a construir su Armada; algo que no podía dejar de alertar a Londres. A diferencia de otras potencias en el continente europeo, la condición de Gran Bretaña de nación insular supuso no tener que mantener un gran ejército permanente. Sus costas estaban protegidas por el mar, militarmente se basaba en la fuerza de su Armada. La nación marítima más poderosa del mundo tenía una política según la cual su Armada siempre debía ser más fuerte que las flotas combinadas de las dos naciones más poderosas, por ejemplo, Francia y Alemania.

Londres vio el desarrollo de la flota alemana como una importante amenaza para la seguridad de Gran Bretaña. La “Entente Cordiale” (tratado de no agresión) significó un cambio importante en la política británica hacia Europa. Anteriormente, el elemento clave en esta política había sido el mantenimiento del equilibrio de poder, cuyo objetivo era impedir que ninguna nación lograra una dominación que pusiera en peligro su posición. Mientras evitaba cuidadosamente enredos con las potencias continentales, Gran Bretaña enfrentaba hábilmente a unas contra otras. Pero el aumento del poder alemán obligó a la clase dirigente británica a firmar una serie de acuerdos, aunque de carácter limitado, con sus dos principales rivales coloniales, Francia y Rusia.

La contradicción entre las potencias imperialistas rivales fue expresada por la formación de bloques militares y alianzas. Cuando el Kaiser Guillermo II decidió no renovar un tratado con Rusia, inevitablemente empujó a Alemania a entablar una alianza con el Imperio Austro-Húngaro en declive, su viejo monarca, sus modales anticuados y sus problemas en los Balcanes. A esta alianza se unió más tarde Italia, que también estaba ansiosa por adquirir territorio y colonias. En respuesta a este movimiento en 1894, Francia y Rusia, que confinaron a Alemania al este y oeste, formaron una alianza basada en el miedo a las ambiciones expansionistas de Berlín.

En el caso de Francia, este miedo se combinó con un amargo resentimiento tras sufrir una humillación nacional en la guerra franco-prusiana de 1870-71, cuando Alemania tomó dos provincias francesas (con una parte de la población de habla alemana), Alsacia y Lorena. Los franceses se quedaron con un espíritu de venganza y el deseo de recuperar los territorios perdidos y la retirada de las tropas alemanas del territorio francés. Era el objetivo inmediato, pero además el Estado Mayor estaba decidido a aplastar el poder alemán. Pretendieron anexionar la Renania con el pretexto de fortalecer sus defensas. Las intenciones voraces de la clase dirigente francesa posteriormente se revelaron en el depredador Tratado de Versalles.

Sin embargo, a principios de 1914, las perspectivas de una guerra de toda Europa parecía una posibilidad remota. Todos los líderes de las grandes potencias hablaban de paz, de su aborrecimiento de la guerra y de la violencia. Incluso a finales de junio de ese año, las relaciones entre Gran Bretaña y Alemania parecían lo suficientemente cordiales como para que la Armada Real le regalara una visita de cortesía a la flota alemana en el puerto de Kiel. El gobierno de Londres estaba mucho más preocupado por el problema irlandés, que amenazaba con convertirse en guerra civil, que por los asuntos en los Balcanes.

En Rusia, el gobierno estaba preocupado por el aumento de las huelgas y manifestaciones de los trabajadores, que fue una de las razones por las que el Kaiser alemán pensó que sería poco probable que Rusia entrara en guerra por la invasión de Serbia. Todos los gobiernos juraron solemnemente lealtad a los sagrados principios del derecho internacional. Pero fue sólo en la superficie. Como dijo ciertamente Solón de Atenas: “Las leyes son semejantes a las telas de araña: contienen lo débil y lo ligero, y son deshechas y traspasadas por lo fuerte y lo poderoso”.

No todo el mundo fue tomado por sorpresa. Los Estados Mayores de los principales países beligerantes habían pronosticado desde hacía mucho tiempo la inevitabilidad de dicho conflicto – algunos con expectación, otros con temor e intranquilidad. Pero sus predicciones fatalistas generalmente eran ignoradas por los políticos y diplomáticos, que sabían muy bien que estaba en los intereses de la élite militar exagerar el peligro de guerra como un medio conveniente de extraer grandes sumas de dinero del gobierno.

Aunque los políticos pronunciaban discursos sobre la paz, sus gobiernos estaban ocupados construyendo máquinas de guerra cada vez más formidables. El período de preparación hasta 1914 fue testigo de una carrera armamentista europea sin precedentes hasta el momento. Alemania y Gran Bretaña competían entre sí para ver quién podía construir barcos más grandes y mejores. Los franceses gastaban enormes sumas de dinero en las defensas de la frontera que resultaron ser tan inútiles en 1914 como lo fueron en 1940. Incluso los Estados más pequeños en los Balcanes se armaban hasta los dientes. La asombrosa velocidad con la cual se desarrollaron los acontecimientos tras el asesinato en Sarajevo reveló la falsedad del relajante espejismo de serenidad y paz. En cinco semanas, Europa estaba en guerra.

“Mediación”

A principios de agosto hubo un frenesí de actividad diplomática, causada principalmente por la ansiedad de los británicos por evitar una guerra europea. La clase dominante en Gran Bretaña no tenía ningún interés en una guerra debido a que ya era el país más rico con un imperio que abarcaba la mitad del mundo. Esto explica la adhesión ferviente a la paz de Sir Edward Grey, quien propuso al embajador alemán que si Austria y Rusia se movilizaban, los otros poderes (Gran Bretaña, Alemania, Francia e Italia) deberían tratar de negociar, antes de traspasar las fronteras de alguno de ellos.

Grey, cada vez más alarmado, solicitó una reunión urgente con el embajador alemán. Indicando que Gran Bretaña no tomaría un papel neutral en una guerra entre Alemania y Francia, advirtió al embajador alemán de la necesidad urgente de mediación para impedir una guerra europea y urgió a Alemania a presionar a Austria para que aceptara la respuesta Serbia al ultimátum y la contuviera de “proseguir una política imprudente” de aplastar a Serbia, que de forma segura se intensificaría en un conflicto Austro-Ruso. Para hacer énfasis en ello, el gobierno de Londres autorizó los fondos necesarios para la inmediata movilización de su flota.

El canciller alemán intentó calmar los nervios en Londres prometiendo a Gran Bretaña que en una guerra general, Alemania no se anexionaría ningún territorio francés en Europa si Gran Bretaña se mantenía neutral en el conflicto inminente. Pero rechazó asegurar el respeto hacia la neutralidad de Bélgica (lo cual era una de las principales preocupaciones de Gran Bretaña), señalando que debería someterse a “necesidades militares”, y como ya sabemos, la necesidad no conoce de leyes. Esta y todas las demás cuestiones, se decidirían no a través de la diplomacia y de tratados, sino del Estado Mayor, en concordancia con el Plan (de guerra) de Schlieffen. Esto fue correctamente interpretado por Gran Bretaña como una “intención de facto de violar la neutralidad belga”.

Por su parte, el Estado Mayor alemán no se hacía ilusiones sobre las implicaciones catastróficas de la guerra. El jefe del Estado Mayor, el general Von Moltke, sobrino del gran general prusiano que condujo a Alemania a la victoria sobre Francia en 1870, alertó que una ofensiva austríaca contra Serbia significaría guerra con Rusia, y que Alemania se vería implicada con consecuencias fatales. Esto significaría una guerra europea que “aniquilará la civilización del conjunto de Europa por las décadas venideras”. Esto no se alejaba de la verdad. Pero cómo esta guerra iba a ser evitada es algo que el general no se atrevió a explicar. De hecho, a pesar de que Von Molke y su camarilla de generales temían la guerra, concluyeron que ésta era inevitable y por lo tanto la mejor opción para Alemania era golpear primero y hacerlo fuerte.

Las preocupaciones sobre el futuro no estaban restringidas a Londres, San Petersburgo y Berlín. Los diplomáticos tenían la esperanza de que la inminente guerra se limitara a una pequeña guerra en los Balcanes, como ya había sucedido en el pasado. Bethmann-Hollweg, canciller alemán, sugirió a los austríacos que reconsideraran las propuestas de los británicos de una mediación entre las cuatro potencias: “Debemos recomendar de forma urgente y enfática la consideración de la mediación por parte del Consejo de Ministros austríaco (es decir, el gobierno)”, escribió.

Los planes de Alemania se vieron afectados tras comprender de forma tardía que Gran Bretaña apoyaría muy probablemente a Rusia y a Francia en una guerra. Por eso, Bethmann-Hollweg sugirió a los austríacos que, en vista a la oposición de Gran Bretaña y a la más que probable falta de apoyo de Italia, sólo debería emprender medidas “mínimas” contra Serbia (la ocupación de Belgrado, quizás) y evitar así una guerra mayor entre las potencias.

La idea de la mediación era bastante atractiva para Berlín, ya que le daría una posición importante en las futuras negociaciones en Europa. Pero los austríacos tenían otras ideas en mente y rechazaron la propuesta de Bethmann-Hollweg. ¡El títere estaba tirando de los hilos y arruinando los planes del amo! El canciller alemán no ocultó su irritación: “Estamos listos (…) para cumplir nuestras obligaciones como aliados, pero debemos rehusar a dejarnos arrastrar (por Austria) hacia una conflagración mundial de forma frívola y haciendo caso omiso a nuestras advertencias.”

El asunto había sufrido un giro brusco, suficiente para que el Káiser interrumpiera su crucero por Escandinavia y volviera a Berlín. La posición de Gran Bretaña era de principal preocupación, a quien Guillermo y su esposa inglesa contaban con mantener fuera del conflicto. Pero el Káiser había sido informado de acontecimientos alarmantes durante su ausencia. Gran Bretaña había decidido concentrar su flota en los puertos base (es decir, listos para la acción). Esto fue suficiente como para causar el pánico en las bolsas alemanas.

Llegado este punto, los nervios de Guillermo experimentaron una rápida transformación. El mismo hombre que alentaba a los austríacos a tomar una acción decisiva contra los serbios y aplastarlos de una vez por todas, ahora empieza a repensarse las cosas, sin duda impulsado por la idea de tener que enfrentarse a la armada más poderosa del mundo. Habiendo leído la respuesta de Serbia al ultimátum austríaco, el Káiser lo interpreta como la capitulación de Serbia a la “actitud totalmente intransigente” de Austria.

El Káiser propuso a Austria que se “plantara en Belgrado”, es decir, que ocupara la capital Serbia como un preliminar a las negociaciones entre Austria y Serbia. Sin embargo, es más que probable que esto sólo fuera un intento de tomarle el pelo a la opinión pública mundial y, en particular, de mantener a Gran Bretaña fuera de la guerra. Hablando por un lado públicamente sobre mediación, por el otro Bethmann-Hollweg urgía a Austria tomar medidas precoces ante la ausencia de plena conformidad de Serbia. Detrás del escenario, el embajador austríaco en Alemania informaba silenciosamente de que el gobierno alemán no apoyaría la idea de la conferencia de mediación de Grey:

“Aquí se da universalmente por sentado que una eventual respuesta negativa de Serbia será seguida por una declaración de guerra (de Austria) (…) Cualquier retraso en el inicio de las operaciones militares es considerado aquí (es decir, por el gobierno alemán) como un gran riesgo de interferencia de las otras potencias. Urgentemente nos aconsejan seguir adelante y enfrentarnos al mundo con hechos consumados (…) El gobierno alemán ofrece plenas garantías (a Austria) de que de ninguna forma se adhiere a las propuestas (de Gran Bretaña de mediación); está incluso en contra de que sean tomadas en consideración y solamente las transfiere para satisfacer la petición de Gran Bretaña.” (Según el Jefe Estado Mayor austríaco, se requerirían 16 días para iniciar las operaciones, pero bajo presión alemana, se decidió declarar la guerra el 28 de julio).

La oveja y el lobo

Al final, los llamamientos urgentes de Londres hacia una solución mediada a la cuestión de los Balcanes fueron rechazados por Berlín. El Káiser señaló: “De nada sirve, no voy a intervenir.” Resulta dudoso saber si tenía la intención de hacerlo en algún momento. El emperador austríaco firmó finalmente la orden para la movilización. La única cosa que hubiera podido evitar el conflicto hubiera sido la capitulación completa de Serbia ante las demandas de Austria. No obstante, sintiéndose arropado por el apoyo de Rusia, Belgrado rehusó rendirse. Incluso si lo hubieran hecho, esto no hubiera impedido la guerra, sino que habría conducido simplemente a nuevas exigencias por parte de Austria, como el pago de los costes de la movilización de las tropas. Estas situaciones son frecuentes siempre que un estado más poderoso busca un pretexto para atacar a la víctima escogida.

Los mecanismos de la diplomacia, quienes siempre tratan de depositar la culpa de la guerra en el otro lado, fueron bien descritas por el viejo Esopo en su fábula La oveja y el lobo:

“Un lobo, encontrándose una oveja extraviada de su rebaño, decidió no poner sus violentas manos sobre ella, sino tratar de encontrar un pretexto para justificar ante la oveja su derecho a comérsela. Así, se dirigió a ella: – Sirrah, el año pasado me insultaste groseramente. – No me digas, baló la oveja con una voz apenada – Por entonces yo no había nacido. – Bien, bien… Dijo el lobo – Entonces estás pastando mis pasturas. – ¡Dios no lo quiera! Respondió la oveja, – No he probado la hierba todavía. A lo que el lobo replicó: -¡Bebes de mi pozo! -No, exclamó la oveja. – No he probado el agua todavía, puesto que por ahora la leche de mi madre es bebida y alimento para mí. Habiendo dicho esto, el lobo la agarró y se la comió, diciendo: ¡Bueno! No me iré sin cenar, por mucho que niegues todas mis acusaciones.”

La moraleja es: el tirano siempre encontrará un pretexto para su tiranía. Y así fue en este caso. Alentada por las promesas de Berlín, el 28 de julio a las 6.00 pm Austria declaró la guerra a Serbia, y el mismo día las divisiones de artillería comenzaron el bombardeo de Belgrado a lo largo del rio Danubio. La guerra se había adelantado de la fecha planeada el 12 de agosto, supuestamente bajo presión de Berlín.

Esto parece confirmar las sospechas de que Bethmann-Hollweg estaba jugando a dos bandas. Pretendiendo por un lado cooperar con Rusia y Gran Bretaña para la mediación y, por el otro, urgiendo a Austria a iniciar los ataques. En este sentido, tal vez no sea accidental el hecho que la propuesta del Káiser no fuera entregada a Viena hasta el día siguiente, tras la declaración de la guerra. En cualquier caso, todas estas idas y vueltas diplomáticas son irrelevantes, puesto que Austria iba a declarar la guerra a Serbia en cualquier caso. Como siempre, el propósito de la diplomacia es hacer responsable al otro de las propias agresiones de uno, las cuales deben parecer ser siempre de carácter defensivo.

Bethmann-Hollweg mostró sus cartas cuando envió la siguiente directriz al embajador alemán en Viena: “Es imprescindible que la responsabilidad de una eventual extensión de la guerra entre aquellas naciones de forma originaria no inmediatamente concernidas, debe, bajo todas circunstancias, recaer sobre Rusia (…) deberá evitar muy cuidadosamente dar lugar a la impresión de que pretendemos contener a Austria. La cuestión es solamente la de cumplir con el objetivo deseado por Austria, el de cortar la cuerda vital de la propaganda Serbia, sin al mismo tiempo causar una guerra mundial, y, si ésta no pudiera ser evitada al final, mejorar las condiciones bajo las cuales tendremos que afrontarla…”

Las fuerzas austro-húngaras enseñaron a los serbios una magnífica lección sobre los valores de la civilización. Dichos héroes masacraron, saquearon y violaron hasta la saciedad, quemando aldeas, ahorcando campesinos y degollando hombres, mujeres y niños sin distinción. Pero no mostraron el mismo heroísmo cuando se encontraron cara a cara con el ejército serbio. Los austríacos pensaron que la invasión de Serbia sería un asunto simple. Pero se equivocaron. Fueron duramente azotados y obligados a retroceder tras la frontera como chusma desorganizada. Pero ya por aquel entonces, los tambores de guerra retumbaban en San Petersburgo y Berlín.

Londres, 4 de julio de 2014