Esta es la primera entrega de nuestro artículo sobre el Poder Obrero, que tendrá dos partes, y tiene como objetivo poner en debate y valorar la estrategia del marxismo revolucionario y las experiencias de la Comuna de París y las revoluciones de 1905 y 1917 en Rusia, así como las enseñanzas que Marx, Engels, Lenin y Trotsky extrajeron de ellas. Nuestra intención es establecer un debate fraterno con el movimiento revolucionario y también con los miles de activistas que buscan una alternativa real al capitalismo. Los comunistas de la Organización Comunista Militante (ICR Argentina) entendemos que debemos forjar un genuino Poder Obrero sobre la base del derrocamiento de la burguesía y su Estado, para transitar la fase inferior del comunismo y avanzar hacia la abolición de las clases sociales.
Una vez más la clase obrera argentina se encuentra en una encrucijada histórica.
Si bien el plan de ajuste del gobierno Milei/Caputo/Sturzenegger tiene elementos de un plan de ajuste fiscal clásico, también comprende, tanto en el terreno teórico como práctico, una agenda de medidas concretas de desregulación de la economía sin precedentes en la historia Argentina e incluso en la región. Más aún, podemos decir que su programa plantea medidas de espíritu monetarista y libertario tal vez sin igual en la historia de esta corriente política reaccionaria, desde la asesoría de los llamados “Chicago Boys” al carnicero Pinochet –guiados por su gurú, Milton Friedman, también gurú espiritual de Milei-.
Para la actual tendencia conservadora y reaccionaria mundial, Milei es un paladín de la reacción frente a la izquierda, el movimiento obrero y todas las tendencias progresistas a las que cataloga como “comunistas” independientemente de las diferencias sustantivas entre las distintas corrientes políticas. Un guerrero en la “santa cruzada” buscando el Santo Grial de la maximización de la ganancia capitalista, sobre la base del desmantelamiento del propio Estado burgués, avanzando contra cualquier tipo de política estatizante, incluso aquellas políticas de estatización que las burguesías se ven obligadas a tomar en circunstancias de crisis. No obstante, como respuesta a estas medidas de austeridad y al avance de la reacción, las masas han mostrado su voluntad de lucha, aunque obturada en gran parte por sus direcciones burocráticas, como hemos visto el 24 de enero, el 8 y el 24 marzo, el 23 de abril y el 9 de mayo.
También en el plano internacional la clase trabajadora y la juventud salen masivamente en varios puntos del planeta, como es el caso de Kenia y antes Sri Lanka y tantas otras luchas revolucionarias en los últimos años en América Latina, Europa o EE.UU
A pesar de que Milei se plantea achicar el Estado capitalista, esto es sólo una verdad parcial. El núcleo y corazón del Estado, el contingente de hombres armados y demás organismos e instrumentos de represión, eso jamás será desmantelado por Milei. Por el contrario, será reforzado para poder mantener a la clase obrera bajo la bota del capital.
Toda nuestra experiencia histórica, y particularmente la de la última década, muestra claramente que el Estado es un instrumento de represión para las masas trabajadoras, aun cuando exista la democracia burguesa. La represión macrista durante el intento de aprobación de la reforma previsional en 2017 y la posterior criminalización de compañeros que enfrentaron en las calles la represión policial; la represión de Morales, Massa/ y los Fernández en Jujuy en 2023; la represión durante los varios intentos de aprobación de la Ley Ómnibus; o los casos de gatillo fácil contra la juventud en las barriadas obreras son, aunque pocos, claros y contundentes ejemplos de ello.
Aspirar a establecer un gobierno de la clase trabajadora, que nos permita ejercer el control y la administración directa sobre la vida pública, sobre la provisión de servicios y de bienes al conjunto de las masas, sin antes entender cabalmente el papel del Estado en la sociedad capitalista, sin entender que debemos destruirlo, y sin debatir ni estudiar cómo podemos destruirlo, significa, en términos estratégicos, lanzarnos desarmados a la arena de la batalla política, al campo de la guerra de clases. Y, como nos ha demostrado la historia una y otra vez, esto ha sido siempre un error mortal para el proletariado.
Es cierto que una capa de vanguardia, que en el país es relativamente numerosa -en relación al contexto de la región-, comprende de forma general la noción del Poder Obrero y del Gobierno de Trabajadores. La consigna de “Gobierno de Trabajadores”, se difunde de manera permanente en la agitación de la izquierda, sobre todo en los contextos de crisis capitalista y crisis del régimen político burgués, como la que se viene viviendo en el país durante el último período.
Sin embargo, al plantearlo al movimiento obrero simplemente como una consigna, se corre el riesgo de que uno de los elementos fundamentales del programa revolucionario termine convertido en una fórmula vacía, en una mera frase de cierre de declaraciones y volantes, y que entonces no represente un verdadero objetivo estratégico ni sirva de guía para el trabajo revolucionario, el partido obrero marxista en construcción.
Un ejemplo de esto que mencionamos está presente en los discursos y artículos de los dirigentes principales del FIT-U que presentan la cuestión del Gobierno de Trabajadores como si la tarea fuese poner en pie un gobierno del FIT-U en el marco de la democracia formal.
Una organización de izquierda revolucionaria que se plantee llevar adelante una práctica política sobre la base del programa marxista clásico -o, si se quiere, en su versión más contemporánea, del programa de transición de Trotsky-, y que se proponga empujar una política anti capitalista, necesita dotarse, inevitablemente, de una perspectiva precisa de la naturaleza del Estado burgués, de la tarea de la destrucción del Estado capitalista y de la construcción de un Estado obrero.
Concretamente, esta tarea se traduce en la vital necesidad de la clase obrera de tener un programa y estrategia concretos, acabados y capaces de establecer el poder obrero.
Sus cuadros necesitan, como el cuerpo necesita oxígeno, estudiar y comprender las experiencias históricas al respecto. La ausencia de ello contribuye a que las organizaciones de izquierda se desvíen en el largo y arduo camino de la construcción de un partido revolucionario, y terminan adaptándose al envoltorio democrático burgués del capitalismo, y más específicamente, al parlamentarismo; o que, por otro lado, subordinen la perspectiva estratégica del poder al mero activismo, luchismo y marchismo.
El Estado como instrumento de opresión de la clase trabajadora
Basándose en su análisis materialista y dialéctico de la historia, Carlos Marx y Federico Engels demostraron que durante todo un largo periodo de la historia humana -previo al desarrollo de la agricultura y la domesticación, o la llamada revolución del neolítico-, no existió el Estado. Es decir, no existió fuerza alguna de coerción administrativa, política, jurídica o militar de las clases trabajadoras, ni instituciones de coerción física o espiritual de las masas por las minorías propietarias.
Antes de la revolución del neolítico, debido al escaso desarrollo de las fuerzas productivas -la humanidad vivía de la caza, la pesca y la recolección-, los seres humanos sólo podían producir lo necesario para subsistir, y no mucho más que eso. En tal contexto, la disputa social por un excedente no tenía base material para existir: las sociedades practicaban lo que se ha dado a conocer como comunismo primitivo. A pesar de las precariedades en las condiciones de vida de la época, no existía la separación de la sociedad en clases sociales, ni la explotación del hombre por el hombre, y la filosofía e ideología predominante en cada grupo social pregonaba el igualitarismo social y el usufructo colectivo de la naturaleza.
El enorme desarrollo productivo que implicó el descubrimiento de la agricultura y la domesticación, sentó las bases materiales para la disolución del viejo régimen social igualitarista y el surgimiento de las clases sociales, el Estado y la explotación. A partir de allí y hasta el día de hoy, el Estado se ha erigido como el instrumento de dominación de las clases oprimidas por las clases opresoras.
No obstante, es cierto que el Estado, al menos en sus particularidades, junto al resto de las instituciones de las sociedades humanas, ha tenido un proceso de desarrollo, transformación y diferenciación a lo largo de la historia. No es exactamente lo mismo la democracia burguesa contemporánea hoy, que la democracia burguesa en sus orígenes, durante la primera Revolución Francesa, o la democracia nobiliaria luego de la independencia en Hispanoamérica; tampoco son estas iguales a la democracia griega, que era una democracia principalmente al servicio de los propietarios de los medios de producción, o sea, las familias dueñas de las tierras y los esclavos.
Pero, dicho esto, debemos hacer énfasis en que los principios esenciales del Estado siguen siendo los mismos aún hoy, porque las sociedades siguen siendo sociedades de clase: el carácter represivo del Estado no ha cambiado.
Aunque para las masas laboriosas campesinas del Medioevo, la conquista de la democracia burguesa con las revoluciones de los siglos XVIII y XIX fue un gran salto adelante; y aunque también fue una conquista fundamental para la clase obrera la derrota de las dictaduras capitalistas del cono Sur en Argentina, Uruguay, Brasil y en Chile, y la reconquista de la democracia burguesa con el abanico de derechos civiles, libertades democráticas y políticas que implica -relativamente, por supuesto-, esto no anula que hoy el Estado siga teniendo el papel de aparato de coerción de las mayorías trabajadoras por las minorías propietarias.
A grosso modo, el Estado moderno está conformado por el parlamento, las instituciones del Poder Ejecutivo, nacional y provinciales, el Poder Judicial, con todo su entramado de tribunales nacionales y provinciales, así como por las instituciones educativas y religiosas, que reproducen su cultura y filosofía, lo que es comúnmente llamado sentido común.
Si bien históricamente las instituciones educativas han devenido en un espacio dentro del ámbito del aparato estatal, en el cual se han desarrollado gérmenes de organización política de la juventud trabajadora y del proletariado docente, no deja de ser ésta una estructura dependiente del Estado, sujeto a la coerción ideológica y del consenso de la clase dominante. Mediante la educación de la juventud, se construye desde allí un consenso en concordancia con las normas del orden que el capital ha impuesto históricamente.
Todas estas instituciones son los tentáculos del Estado a lo largo y ancho de cada nación. Y claro, a ello se suma la fuerza represiva: la policía y las fuerzas armadas, sin olvidar a los grupos parapoliciales.
En relación a los fines del Estado, por un lado, este enorme aparato está diseñado para administrar los negocios de la burguesía sobre el territorio nacional, como bien señalaron Marx y Engels en el manifiesto comunista: ¨El Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa.¨ Por el otro, como ya hemos dicho, para coaccionar por la vía violenta, legal e ideológica al conjunto de la clase trabajadora, con el objeto de evitar su sublevación y contenerla dentro del proceso de producción: que el proletariado se mantenga generando plusvalía para la clase dominante sin oponerse.
Las lecciones de la Comuna de París
Esta última cuestión resulta de la mayor importancia, como explicaba Lenin en El Estado y la Revolución, porque ella determina el necesario carácter violento de la revolución proletaria.
Además, como veremos, la acción de destruir la maquinaria estatal burguesa va aparejada, dialécticamente, del establecimiento del Estado Obrero, del Poder Obrero. La liquidación y muerte de la primera va unida a la acción contraria del nacimiento del segundo. No puede haber destrucción del Estado capitalista sin construcción de un poder de las y los explotados, sin un Estado obrero.
Como explicaba Marx en la en su célebre análisis de la Comuna de París, La Guerra Civil en Francia, a la clase trabajadora no le basta con tomar posesión de la maquinaria del Estado. Hay que destruir esa maquinaria. ¿Pero qué significa, con precisión y rigor científico, destruirla? ¿Cuál es la tarea que debe llevarse adelante en la revolución proletaria entonces, para la conformación y establecimiento de un gobierno de trabajadoras y trabajadores, si la clase obrera no puede sólo conformarse con tomar posesión de la maquinaria del Estado capitalista?
La respuesta concreta a esta interrogante histórica fundamental, no podía ser respondida de manera completa desde la teoría. Jamás iba a poder ser resuelta esta cuestión sólo desde la investigación, desde la especulación teórica, por más profunda que fuese, y ni aún de la mano de geniales pensadores de la talla de Marx y Engels. Se requería que una experiencia práctica concreta señalaráa el camino de cómo resolverla. Y las masas proletarias de París, con su acción heroica durante la experiencia de la Comuna en 1871, fueron quienes dieron la respuesta.
La Comuna de París fue el primer Estado Obrero y el primer gobierno obrero de la historia -a pesar de su muy breve duración-, y su constitución y naturaleza estuvo definida por cuatro principios o condiciones fundamentales, que luego permitieron a Marx, a partir de su brillante análisis sobre esta experiencia, construir la base de la teoría del Estado Obrero que conocemos hoy y que es parte esencial del programa revolucionario.
Luego, la experiencia de los Soviets en la Revolución rusa de 1905 corroboró por segunda vez el análisis y la teorización de Marx sobre la Comuna. A pesar de la derrota de la revolución, Lenin pudo emplear la teoría de Marx como arma programática para preparar al partido bolchevique de cara a la toma del poder en Octubre de 1917, como lo constatan varias de sus obras, entre ellas, las Tesis de Abril y El Estado y la Revolución. El estudio de la experiencia de la Comuna y la revolución de 1905, permitió a Lenin trazar la estrategia para establecer el primer gobierno de trabajadoras y trabajadores y el primer Estado Obrero victorioso en 1917, abriendo así una nueva era en la historia humana.
La destrucción del Estado capitalista y el establecimiento del Poder Obrero
En primer lugar, el cuerpo de hombres armados que sustenta al Estado, la fuerza pública profesional, debe ser destruido.
Como explicamos al principio, la policía y el ejército permanentes, así como los cuerpos de inteligencia y demás organismos represivos, surgieron históricamente para reprimir a las clases productoras y contener cualquier sublevación suya contra las clases dominantes.
¿Podrían las grandes civilizaciones de la historia surgir y desarrollarse si no hubiesen contado con una fuerza pública? No en lo absoluto. Como explica Engels, el Estado, en tanto maquinaria para la represión, es lo que evitó que las civilizaciones basadas en la explotación del trabajo no fueran devoradas por los conflictos y las guerras civiles, que surgen necesariamente a partir de la misma explotación.
Para ilustrar esta idea más claramente, basta pensar un momento en la república y el imperio romanos. ¿Podría Roma haberse sostenido en el tiempo si la masa de esclavos hubiera gozado del derecho a armarse libremente para su autodefensa? No. Ni la república ni el imperio habrían durado siquiera una década. Cualquier régimen basado en la explotación del trabajo demanda la existencia de una fuerza física y espiritual de contención, para que aquellos que son explotados no puedan romper las cadenas que les oprimen.
Lo mismo podemos decir de cualquier otra civilización: de la China antigua, de Grecia, de Persia, de los Mayas e Incas (siendo las dos últimas también sociedades despóticas), o de la sociedad colonial en América. Este último caso resulta muy ilustrativo, además de tener implicaciones casi directas en el tiempo presente de nuestra región. El régimen colonial hispano no habría sobrevivido si los aborígenes y esclavos negros traídos del África hubiesen tenido el derecho a armarse y organizarse en ejércitos libres. No hace falta darle muchas vueltas al asunto para llegar a esta conclusión clara e indubitable. Simétricamente, el régimen colonial en América sólo pudo establecerse a partir de una sangrienta represión física, y de una brutal coerción espiritual, cultural y política de las sociedades que habitaban el continente originalmente, y de la población laburante que surgió del proceso de mestizaje.
De la misma forma, el gobierno Milei/Caputo/Bullrich no podría sostenerse en pie mientras aplica su salvaje y sanguinario paquete de ajuste, sino fuera por la fuerza pública que contiene a punta de sable, palazos y detenciones, a las masas laburantes que lo han confrontado en las calles en lo que va de gobierno.
Esa fuerza, entonces, debe destruirse por completo, y debe ser sustituida por un ejército de obreros y obreras, y jóvenes de los sectores populares. Un ejército consciente que, en lugar de existir para salvaguardar la propiedad privada de los capitalistas, debe servir para la defensa de la apropiación de los grandes medios de producción por toda la clase obrera.
Esa fue, precisamente, la primera medida de la Comuna de París. En palabras de Marx: “…El primer decreto de la Comuna fue… la supresión del ejército permanente para sustituirlo por el pueblo armado…”.
La supresión del ejército oficial y su reemplazo por un ejército democrático de todas las masas laboriosas, tiene pues, por objeto, acabar de una vez por todas con el dominio político que las clases poseedoras ejercen por medio de la violencia.
Desde luego, la supresión del ejército y la policía burguesas no son medidas suficientes para destruir el Estado capitalista y construir el Estado obrero.
El parlamento, tal y como lo conocemos, tribuna que sirve a los distintos partidos capitalistas para dirimir sus diferencias y discutir las líneas generales de la administración de sus negocios en el país, así como los cambios en las medidas de coerción física e ideológica sobre las y los laburantes, debe dar paso a un consejo general de la clase obrera, para debatir democráticamente las líneas generales de la planificación de la economía nacional, y sobre el resto de cuestiones de orden cultural, social y político de relevancia para el conjunto de la sociedad. Las y los diputados a tal consejo pueden ser revocables en cualquier momento, si no cumplen con el mandato que les ha sido dado. Así fue constituida la Comuna, y así funcionaban los Soviets en las revoluciones de 1905 y 1917. La palabra Sóviet, de hecho, significa simplemente consejo.
Por su parte, el poder ejecutivo, que tiene una estructura similar a cualquier corporación capitalista, también debe ser reemplazado por una corporación de trabajo de naturaleza radicalmente distinta. En la actualidad, el poder ejecutivo, con todas sus instituciones y ministerios, está diseñado como si fuera una fábrica capitalista y se erige sobre la división entre el trabajo manual e intelectual. Arriba, el poder está concentrado en manos de unos pocos directivos, quienes toman las decisiones fundamentales, y abajo, están las masas de trabajadoras manuales e intelectuales que realizan el trabajo, pero no pueden tomar parte en el debate ni en la toma de decisiones sobre las cuestiones de importancia fundamental.
Esta estructura debe destruirse y debe ser reemplazada por una corporación de trabajo con funcionarios revocables en todo momento, bajo el control del consejo obrero general.
En la medida en que las condiciones materiales y culturales de la clase obrera mejoren significativamente, los cargos públicos en el Estado Obrero deberán ser no sólo elegibles y revocables en todo momento, sino también rotativos. De esa forma, se previene la burocratización de los individuos con responsabilidades públicas en los cargos del nuevo Estado.
Por último, pero tan importante como la abolición del ejército permanente, está la cuestión del salario y los privilegios de los funcionarios públicos.
Los salarios de los cargos directivos en el Estado capitalista, al igual que ocurre en una fábrica, son siempre altos en relación al salario mínimo, porque a través de esa prebenda la burguesía puede controlar políticamente a quienes juegan un rol dirigente en las instituciones estatales. A ello se añaden los demás privilegios materiales de los que gozan los altos cargos oficiales, garantizados por las leyes burguesas, sin contar el enriquecimiento que pueden obtener a través de sus vínculos con la clase dominante y la corrupción. Todos esos privilegios, como hemos señalado, garantizan a distintas facciones de la burguesía el control político sobre ramas del Estado y de los gobiernos de turno.
En la Comuna, estos privilegios fueron abolidos completamente, y, en cambio, los funcionarios de la Comuna devengaron un salario no superior a un trabajador cualificado. De esta forma, las condiciones de vida de cualquier funcionario del naciente Estado Obrero, del Poder Obrero, no se separaban de las condiciones de vida de sus hermanas y hermanos de clase, ni se colocaban socialmente por encima de las de ellos. Así, materialmente se obligaba a que los funcionarios de la Comuna trabajasen y luchen por mejorar las condiciones de vida de toda la clase obrera y no sólo de sus familias o amistades, como ocurre con las camarillas de poder en el Estado capitalista.
Esta medida, tanto como la abolición de los cuerpos represivos oficiales, es fundamental e imprescindible, para la construcción del Estado Obrero, tal y como señaló Lenin en El Estado y La Revolución.
El Estado Obrero, la perspectiva de una nueva insurrección y el papel de los comunistas
Tarde o temprano, la clase obrera volverá a levantarse. En última instancia “toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases”. A pesar de que en la actualidad está sufriendo los durísimos embates del gobierno Milei, de su ajuste, del hambre, los despidos y el encarecimiento constante de la vida, en algún punto, como ocurre en los fenómenos físicos, la enorme presión social y económica a la que están siendo sometidos las y los laburantes buscará un canal de salida hacia la superficie de la sociedad. En otras palabras, el material inflamable para una insurrección social y política se está acumulando.
Ahora bien, para construir el Poder Obrero no basta con la participación de la vanguardia de la clase obrera, o de una capa limitada de la clase, por el contrario, se necesita de la participación y del involucramiento de un contingente cada vez más numeroso de las masas laburantes.
En tanto no se trata de un organismo para la represión de las mayorías, como lo es el Estado capitalista, su construcción demanda de la participación masiva de las capas más amplias de la clase trabajadora.
Más aún, para poder construir el Estado Obrero, en consecuencia, se necesita de una insurrección general de la clase. Y un evento de tal naturaleza, de tal envergadura y proporciones históricas, no puede ser iniciado a voluntad por una pequeña capa de la clase. El partido revolucionario, aún si ya estuviera organizado y en condiciones de plantearse la cuestión del poder como una tarea concreta, no podría por sí sólo iniciar este proceso.
En gran medida, se trata de un proceso espontáneo de las masas, que depende de las condiciones materiales de la sociedad, así como de su estado de ánimo, su estado psicológico. Trotsky acuñó un concepto extraordinario para describir esto: “el proceso molecular de la revolución”.
Sin embargo, un partido basado en las ideas y el programa del marxismo revolucionario, que se plantee seriamente la transformación socialista de la sociedad, aún teniendo un tamaño muy limitado, y jugando papel limitado o secundario en la lucha de clases, debe llevar adelante, de forma sistemática e implacable, una tarea de propaganda y agitación sobre la cuestión del Poder Obrero. Esta es y será siempre una tarea fundamental para cualquier organización que se digne reivindicarse marxista. Para el Partido Revolucionario una vez formado, y educados sus cuadros en la piedra sólida del marxismo, su tarea es la conquista de las masas como medio para materializar el programa de la revolución en ellas y con ellas.
En la situación actual, en la que la clase obrera enfrenta la peor ofensiva patronal de las últimas dos décadas, no es difícil que la presión de los ataques contra la clase y sus organizaciones sindicales provoque dispersión y desánimo en el movimiento. Hasta cierto punto, es lógico que las tendencias activistas y luchistas se fortalezcan, ganen peso y relevancia en el movimiento. En la medida en que hay una política de guerra contra la clase, es lógico que la presión sobre las organizaciones sindicales de la clase, que deben plantear acciones de defensa y contraataque, derive, hasta cierto punto, en el activismo. Pero todo tiene su tiempo y en la medida que las tendencias luchistas y marchistas no prosperen con relación a sus objetivos trazados de doblegar las medidas reaccionarias del gobierno de Milei, Caputo y el FMI, se establece un campo más propicio para el balance necesario de los métodos de lucha, reafirmando así la necesidad urgente de construir el Poder Obrero.
Ante esa perspectiva, las y los activistas y militantes del movimiento obrero debemos armarnos de estas ideas para construir en la lucha política cotidiana un puente con la tarea histórica de construir el Estado Obrero.
Ahí es donde los marxistas revolucionarios, las y los comunistas, sobre la base del capital político, de los cuadros, tenemos la responsabilidad histórica de jugar un papel.
Este es el método a seguir, que se basa en la filosofía marxista, la dialéctica materialista. Manos a la obra.