Insurrección popular, violencia y represión estatal después del 28 de julio en Venezuela: un debate con el chavismo de base – segunda parte

Marxismo, violencia y represión

El ejemplo que hemos discutido en la sección anterior nos lleva a analizar una tercera cuestión: ¿es siempre la violencia condenable? ¿Hay violencia legítima? ¿Cuándo es esta legítima?

Cabe aclarar que nuestra posición, tanto sobre la cuestión de la violencia como sobre la cuestión de la represión, trata de ser, ante todo, científica y despojada de cualquier romanticismo o idealismo.

Para nosotros, en tanto comunistas, la cuestión central en torno a la violencia es su contenido de clase, su carácter político; si ésta es ejercida por las clases dominantes o por los oprimidos, si su tendencia es revolucionaria o reaccionaria.

Aquello que comúnmente llamamos represión estatal, no es más que la violencia que, mediante el Estado, ejerce la clase dominante contra la clase que explota y oprime.

Siempre que el Estado pertenece a una clase que oprime a otra para extraerle trabajo excedente, la violencia que se ejerce sobre la clase trabajadora a través de aquel es reaccionaria. Toda la historia humana nos muestra que la represión estatal, es decir, la violencia de los opresores, es tan natural y tan necesaria a las sociedades de clase, como lo es la sangre para el cuerpo humano. Y esta ley histórica se cumple igualmente para la sociedad capitalista.

Más aún, ninguna sociedad de clases ha podido sostenerse en el tiempo a menos que fuese por la represión estatal. En última instancia, esta es el arma que permite a los opresores mantener a raya cualquier aspiración de los oprimidos de sacarse de encima las odiosas cadenas que los primeros les imponen.

De ahí se deduce que toda revolución profunda, que haya implicado una verdadera transformación de las relaciones de producción y del resto de la estructura social, ha demandado, en última instancia -aunque muchas veces también en primera instancia-, de medios violentos para poder ser llevada adelante. La lucha de clases es el motor de la historia, dijeron alguna vez los maestros del socialismo científico, y, en cada caso histórico, nunca esta lucha se ha desarrollado hasta su máxima expresión empleando sólo métodos pacíficos. Toda la historia nos ha enseñado que, para derrotar la violencia de los opresores, debemos necesariamente oponerle la violencia organizada de los oprimidos.

Y sin embargo, tampoco se trata de que apoyemos la violencia per sé; ése no es el caso.

Los comunistas somos humanistas en el sentido de que queremos acabar de forma definitiva con la violencia irracional de unos seres humanos sobre y contra otros. Queremos poner fin a las guerras entre hermanos y hermanas de clase, a la represión, la tortura y a toda la barbarie de la violencia capitalista. Pero, para ello hace falta una revolución social a escala planetaria, terminando con la explotación del capital sobre el trabajo, para erradicar de una vez por todas las diferencias de clase en las sociedades humanas.

Mientras tanto, en el contexto de la lucha de clases, la violencia de los oprimidos contra los opresores, en tanto implique allanar el camino para romper sus cadenas, para avanzar hacia la revolución social, es siempre más justificable, incluso moralmente, que la violencia de los opresores contra los oprimidos.

Violencia de masas y represión estatal en el Caracazo, a la luz de los actuales acontecimientos

Hemos dicho que hay similitudes entre los eventos del 29 de julio de 2024 y del 27 de febrero de 1989. La violencia ejercida por el pueblo pobre durante el Caracazo en 1989 fue una expresión del hartazgo de las masas oprimidas contra el hambre y la carestía de la vida, impuesta por las clases dominantes y sus políticos durante varias décadas. Carestía que de un salto se transformó en estrangulamiento, al aprobarse a inicios del año 89 un paquete de medidas de austeridad fiscal que iban a formar de un acuerdo entre Miraflores y el FMI.

Esa violencia, además, puso en jaque al aparato represor de la clase dominante: las policías y cuerpos represivos del Estado. Por tanto, aquella sublevación masiva del pueblo, y aún sus expresiones de violencia contra el Estado, estaban justificadas.

Cabe destacar que, en más de un caso, las expresiones de violencia incluso no mostraron saña evidente contra policías de a pie, que también enfrentaban importantes desmejoras laborales, como pagos atrasados y deudas con el seguro social.

Durante los pocos días en que las masas inclinaron la balanza a su favor, no pudo reunirse, ni una sola vez, el consejo de ministros en Miraflores; el edificio administrativo del Congreso fue abandonado por todo su personal de seguridad; y muchas familias burguesas, despavoridas, huyeron del país en avión: la clase dominante tuvo miedo del poder de las masas sublevadas.

Cuando, al tercer día de la insurrección, la policía ya no pudo parar aquella avalancha humana que arrasaba con todo lo que se le ponía en frente, los estrategas políticos y militares de la burguesía entendieron que hacía falta un salto de calidad en la apuesta represiva. Entonces el gobierno mandó a traer a los batallones de selva del ejército desde las provincias: apuntando sus ametralladoras contra los barrios y bañando con su fuego a las mareas humanas que devoraban la ciudad, acumulando cadáver sobre cadáver, fue que el Estado y la burguesía pudieron ganar la batalla. Empleando aquellos métodos sanguinarios fue que el país volvió a la normalidad, a la paz burguesa del hambre, de la acumulación capitalista, de la dolce vita para los ricos y sus políticos; a la paz de los cementerios atestados de muertos sin nombre y sin voz.

Complementariamente, sobrevino una persecución sistemática por parte de la DISIP (la Dirección de Servicios de Inteligencia y Prevención, policía política de entonces y antecesora del actual Servicio Bolivariano de Inteligencia, o SEBIN) contra el movimiento popular (como la que hoy se está llevando a cabo en las barriadas pobres contra manifestantes) y contra la izquierda (que todavía no ha tenido lugar, salvo ciertas amenazas a dirigentes específicos).

El chavismo, en tanto corriente política histórica, está enraizado en buena medida en aquellos hechos fatídicos. La masacre de 1989, que dejó posiblemente más de 3000 muertos (según el gobierno fueron apenas poco más de 200), fue la señal definitiva de la historia que llamó a Chávez a organizar la sublevación militar de 1992. Esa insurrección militar (que empleó medios violentos), estaba justificada en tanto expresaba la enorme ira de las masas trabajadoras ante el ajuste CAP/FMI iniciado en el 89 y la masacre que fue “necesaria”, para imponerlo. Así nació el fenómeno Chávez y se ratificó el inicio de un nuevo período histórico en el país. Lo demás es historia.

Como vemos, otra cosa muy distinta a la violencia de los oprimidos, es la violencia dirigida por las clases dominantes y ejercida por su aparato de represión. Tanto la violencia carnicera ejercida en 1989 para aplastar la insurrección popular del 27-F, como la que durante más de década y media empleó la burguesía (en la forma de golpes de Estado, guarimbas e insurrecciones armadas) contra el proletariado y el gobierno bolivariano, un gobierno al que las masas trabajadoras veían como suyo, fueron violencias absolutamente reaccionarias.

Hoy, trágicamente, quienes se levantaron en armas contra el gobierno que asesinó a miles de hombres y mujeres de a pie para sostener al sistema capitalista, se han convertido en verdugos y represores de ése mismo pueblo. Mientras blanden las banderas de la Revolución Bolivariana y el socialismo, y mientras se autoproclaman hijos de Chávez, aplastan la protesta legítima del pueblo trabajador con represión estatal, con la violencia propia de las clases dominantes.

El 29-J y las guarimbas de 2014

Otro de los argumentos centrales del gobierno ha consistido en igualar las protestas a las guarimbas, en acusarlas de ser un movimiento de naturaleza igual, sino idéntica. Como señalamos arriba, el gobierno ha despachado el inmenso aluvión de protestas que tuvo lugar hace un mes, tildándolas con el mote absolutamente erróneo de fascismo.

En lugar de ser hombres y mujeres de a pie quienes protestan, trabajadoras y trabajadores jóvenes que alzan su voz ante la injusticia que les azota, se trata de “malandros”, “drogadictos” y “terroristas”. Pero esto es, en la inmensa mayoría de los casos, falso.

Las llamadas guarimbas de 2014, fueron un movimiento insurreccional violento, preparado y planificado por parte de las clases dominantes y sus políticos; en esencia era un movimiento que empleó violencia reaccionaria de los capitalistas contra la clase obrera. Esta acción tuvo por objetivo -al igual que el golpe de 2002 y el paro sabotaje de 2003- derrocar violentamente al gobierno de Nicolás Maduro, que había ganado las elecciones legítimamente en abril de 2013 (y que luego obtuvo un segundo claro espaldarazo por parte de la población en las elecciones municipales de 2013), para luego destruir todas las conquistas sociales de la revolución.

Los barrios acomodados, los núcleos de la pequeña burguesía reaccionaria y las urbanizaciones ricas del país, fueron la base territorial de esta ofensiva reaccionaria, pero, claramente, no tuvo correspondencia en los barrios obreros y populares. En los municipios burgueses, los pequeños cuerpos de combate de la burguesía contaron con el apoyo y protección de las policías municipales -prácticamente todas en manos de gobiernos locales dirigidos por partidos de la derecha tradicional-, para establecer sus bases de operaciones. Desde allí, y emulando a la izquierda venezolana de los 80 y 90, montaron barricadas, esperando que su acción foquista prendiera en el resto del país. Sin embargo, no lo lograron, y no lo habrían logrado, aún y cuando no hubiesen sido contenidas mediante la represión estatal. Para aquel momento, la base de apoyo obrero y popular del chavismo era aún muy fuerte, y, en comparación, la pequeña burguesía y los sectores acomodados de las ciudades han sido siempre, tanto en términos numéricos, como en términos de su capacidad de lucha social y política, actores prácticamente insignificantes en el drama de nuestra historia nacional.

En aquel entonces, desde la antigua CMI explicamos que la manera correcta de derrotar la ofensiva reaccionaria de la derecha, era a través la movilización popular y la conformación de comités de autodefensa de la clase obrera, para combatir la violencia de los grupos de combate que caracterizábamos de pro fascistas (porque tampoco eran propiamente fascistas). El objetivo de estas movilizaciones y de los comités, empero, no podía ser sólo derrotar la sublevación coyuntural de la derecha, sino también exigir avanzar en las políticas de tendencia anticapitalista del período anterior, que debían ser llevadas hasta sus últimas consecuencias.

Asimismo, explicábamos que, si la dirección bolivariana no completaba la revolución, expropiando a los grandes capitalistas y terratenientes y planificando la economía, la combinación de crisis y guerra económica terminaría por mellar completamente la base de apoyo de la revolución (precisamente, eso es lo que ha ocurrido a lo largo de la última década, y determinó el resultado del pasado 28-J).

El Estado, como era lógico, ejerció represión para derrotar la insurrección, aunque a niveles todavía incipientes en comparación con la represión que está teniendo lugar hoy.

La dirección bolivariana, que ya en 2014 venía mostrando una fuerte tendencia hacia la burocratización y hacia la búsqueda de una conciliación con sectores de la clase dominante, utilizaba la movilización de las masas de acuerdo a sus propios intereses, pero no de acuerdo al fin de completar la revolución. Los dirigentes del chavismo trataban la movilización de las masas como quien quiere obtener agua de un grifo. Favorecían la movilización cuando les era necesaria, y la frenaban o descarrilaban cuando podía ir más allá de sus propios intereses como estamento burocrático. Tampoco estaban dispuestos a apoyar el armamento organizado, democrático y autónomo de la clase obrera. Esta es una clara manifestación de bonapartismo gubernamental, que a la postre no haría más que desarrollarse. De esa forma quedaban obligados a echar mano de la espada y la bayoneta para derrotar la ofensiva insurreccional de los hijos de la burguesía.

Las guarimbas de 2017: aumento del descontento popular y violencia pro fascista

En las guarimbas de 2017, comenzó a observarse, sin embargo, un cierto cambio cuantitativo en la situación, que hoy se ha transformado definitivamente en un salto de calidad.

En 2017, el efecto de tres años de crisis económica y aguda espiral inflacionaria, socavó mucho más la base de apoyo del chavismo, más allá de lo que pudo observarse en los resultados de las elecciones parlamentarias de 2015. A diferencia de 2014, en las guarimbas de 2017 comenzaron a darse barricadas en zonas del oeste, sur, centro y suroeste de la ciudad capital, que no han sido bastiones históricos de la derecha, sino del chavismo. Las guarimbas encontraron entonces un mayor apoyo social entre sectores de la clase trabajadora y el pueblo pobre, en relación a la ofensiva anterior.

Estas guarimbas, no obstante, no permanecieron por mucho tiempo en estas zonas, a diferencia de las que se instalaron en zonas acomodadas. Ello tuvo varias razones. La correlación de fuerzas seguía siendo desfavorable a la reacción en dichas barriadas, y el Estado ejerció una fuerte represión para contenerlas, que ya comenzaba a implicar detenciones arbitrarias, torturas y violación al debido proceso. Además, el carácter extremadamente violento, prácticamente delincuencial, que más que atentar contra el Estado atentaba contra los vecinos de las propias comunidades y barrios donde tenían lugar, también cortó el apoyo popular que pudieron tener al principio estas barricadas, y favoreció su aislamiento.

Por otro lado, la pequeña burguesía de las zonas acomodadas decrementó su presencia en las barricadas. Decenas de miles de esos jóvenes había migrado hacia Europa y los EEUU durante los años posteriores a la insurrección de 2014. Para contrarrestar esa debilidad, la burguesía y sus políticos armaron grupos de combate con jóvenes de los barrios pobres, hijos de la clase obrera, que ya estaban sintiendo en la piel el impacto de la crisis, a quienes les pagaron para servir de carne de cañón, en su aventura golpista contra Maduro.

De la misma forma, negociaron con sectores lumpenizados y bandas criminales para iniciar conatos de guerra civil. Así ocurrió en Petare y El Valle, en la capital. En la región andina, contrataron a paramilitares fuertemente armados, que cobraron la vida de decenas de personas. En muchos casos, los delincuentes y paramilitares cobraban vacunas a transeúntes y vecinos. Nuevamente, como en 2014, hubo financiamiento, apertrechamiento, planificación y dirección por parte de la clase dominante. Todo aquello fue, esencialmente, violencia reaccionaria y contrarrevolucionaria, y en su momento la rechazamos totalmente.

Condenamos la violencia contra el pueblo chavista

Por supuesto, dada la experiencia previa de las guarimbas, no puede excluirse que algunos sectores de la derecha que participan de la Plataforma Unitaria Democrática (el conglomerado de partidos que apoyan a EG y MCM), hayan podido apertrechar a manifestantes en algunas protestas. Incluso, han podido pagar a elementos lumpenizados en algunos casos puntuales, pero, la norma general ha sido la protesta espontánea, desorganizada en muchos casos, y violenta, en otros, mas no como una violencia previamente planificada y dirigida por la clase dominante.

En este orden de ideas, sí debemos señalar que ha habido al menos dos casos confirmados de miembros del chavismo fallecidos durante los hechos de violencia del último mes. Uno de los casos ocurrió durante la toma de la sede del PSUV en Carora, estado Lara, donde también funcionaba una radio comunitaria. El otro tuvo lugar en Bolívar. De la misma forma que condenamos la represión estatal, condenamos estos hechos, así como en su momento condenamos la violencia reaccionaria que cobró la vida de revolucionarios, en 2014 y 2017.

No obstante, debemos aclarar que (sin juzgar los referidos hechos, ni ninguno de tal naturaleza), en la medida en que el gobierno Maduro reprime salvajemente la protesta popular legítima y espontánea, y se niega a que las enormes irregularidades que tuvieron lugar en las elecciones sean resueltas de manera transparente, mediante una auditoría pública, está al mismo tiempo alimentando el odio entre hermanos de clase.

Por un lado, hay un pueblo harto, cansado y hambreado por las políticas neoliberales del gobierno y las sanciones yanquis. Un pueblo que salió a las calles a protestar para defender su voto (más allá de que no compartamos la opción política que eligió, constreñido como está, entre dos opciones nefastas). Del otro, sectores del pueblo vinculados a la estructura del PSUV y los Consejos Comunales, participan de la delación de vecinos y conocidos que participan en esas protestas, colaborando así con la represión estatal: el resultado de esta ecuación no puede ser otro que la exacerbación de las tensiones y del odio político en el seno de las barriadas populares y de todas las comunidades del país donde esto ocurra.

Las perspectivas para el movimiento y el papel de los revolucionarios

A un mes de las protestas, podríamos decir que el movimiento ha sido, al menos por ahora, contenido por la represión estatal. En estos momentos estamos atravesando una etapa de reflujo. La represión implacable, que implicó la detención más de cien adolescentes (en los últimos días han sido liberados 86 gracias a la denuncia popular, de la izquierda y las organizaciones de DDHH), y en general, según los números del gobierno, ha derivado en más de 2400 detenidos, logró su objetivo de generar terror entre la población.

Se ha detenido a personas sólo por manifestar su oposición al gobierno en redes sociales, o por estar en la calle cerca de los lugares donde han tenido lugar manifestaciones, sin importar si estas eran violentas o pacíficas.

Cuerpos de hombres armados han ingresado a hogares sin órdenes judiciales, por las noches, para llevarse a testigos de la oposición que estuvieron presentes en determinados centros electorales del país, o a manifestantes y dirigentes sociales y políticos.

Hay cientos de personas desaparecidas, entre ellas, una veintena de estudiantes de la Universidad Nacional de la Seguridad (el instituto universitario policial), quienes se opusieron a ser observados y controlados por sus superiores mientras ejercían el derecho al voto el 28-J, como forma de obligarles a votar por Nicolás Maduro. En principio fueron detenidos 25 estudiantes, y hasta la fecha sólo 4 han sido ubicados por sus familiares y organizaciones de DDHH.

A la vasta mayoría de los detenidos se les efectúan juicios exprés, y se les imponen penas de entre 15 y 30 años, sobre la base del cargo de terrorismo. Desde el Estado se quiere imponer como verdad, única y absoluta, que todo aquel que proteste en las calles, o que efectúe denuncias públicas en redes sociales, es terrorista o fascista.

Según denuncias de familiares, están teniendo lugar torturas y abusos sexuales contra las y los detenidos. En el oriente del país, una adolescente sufrió un colapso nervioso cuando era detenida debido al miedo que la situación le provocó, lo que a su vez derivó en daño cerebral. Mientras le acontecía el colapso nervioso (hasta ahora se desconoce el alcance del daño neurológico) y era ingresada al hospital, la policía, como si nada hubiese ocurrido, le levantaba cargos. Actualmente se encuentra hospitalizada, pero bajo custodia policial. Se desconoce su diagnóstico oficial.

Otra acción represiva para generar miedo entre los empleados públicos, ha sido el despido masivo de decenas y, quizás, cientos de trabajadores de PDVSA, varios ministerios, Venezolana de Televisión, Asamblea Nacional TV y el SENIAT (recaudación tributaria), entre otras instituciones, por opiniones que expresaron en favor del candidato de la derecha, o por haber reconocido públicamente que votaron por él.

Es lógico entonces que haya miedo entre la gente.

De hecho, en este momento ni siquiera se están llevando a cabo cacerolazos en las ciudades desde los que tuvieron lugar el 29-J, y la presencia espontánea de personas en manifestaciones de la oposición de derecha, ha mermado de manera importante.

Pero también es cierto que la cúpula dirigente del gobierno teme al movimiento de masas, y le preocupa un nuevo levantamiento. Por eso su respuesta represiva ha sido tan rápida como brutal.

Ante las dos convocatorias a manifestaciones por parte de la oposición de derecha, la ciudad de Caracas ha sido prácticamente militarizada, con camiones, camionetas y tanquetas de la GNB, PNB y de los cuerpos de inteligencia, acompañados de piquetes de efectivos fuertemente armados, ubicados en las entradas de algunas de las principales barriadas populares de la ciudad. En total, unos 6000 efectivos de la fuerza pública fueron apostados a lo largo y ancho de la capital, pero sobre todo en zonas populares. El Estado quiere mostrarle al pueblo de los barrios pobres de lo que es capaz, si se atreven a desafiar su poder. ¿Podría ser de otra forma? No. Para eso está hecho el Estado, a pesar de que muchos activistas que todavía hoy se reivindican de izquierda o socialistas, lo hayan olvidado, o se hagan de la vista gorda deliberadamente.

Esto no significa, no obstante, que no puedan darse nuevas réplicas del movimiento, o nuevos estallidos, en los meses por venir. Y por eso es que el gobierno ha dado este salto de calidad en su carácter bonapartista. Por eso ha devenido en un régimen policíaco. Por eso, emplea con tanta fuerza y crueldad, la espada y la bayoneta contra las masas trabajadoras.

Ciertamente, el estallido del 29-J marca un cambio de época, el cierre de un período histórico en relación a la consciencia de las masas, y el inicio de uno nuevo. El 29-J podría señalar el inicio de un período de auge de las luchas populares, a pesar de las contradicciones inherentes del movimiento. Nada está dicho de antemano.

No se trata sólo de que sea un movimiento de oposición a la degeneración del legado del chavismo como corriente progresista, o a que esté acaudillado por la derecha reaccionaria. Se trata también de otros factores, como la debilidad histórica de la izquierda y el movimiento obrero, que vienen de atravesar la peor crisis económica en la historia del capitalismo. Hoy por hoy, los sindicatos que no están controlados corporativamente por el Estado y el PSUV, están en manos de sectores arrastrados a la derecha oportunista. Otros sindicatos industriales importantes, por su parte, literalmente desaparecieron en medio de la devastadora crisis económica del período anterior. Sólo un pequeño núcleo de organizaciones sindicales mantiene una posición clasista e independiente de los dos polos burgueses en disputa.

Esa ausencia de organizaciones con fuertes tradiciones obreras o de izquierda en el seno de las masas, merma de manera importante su capacidad de combate.

Por un lado, ello hace que la posibilidad nuevas movilizaciones, dependa, al menos por ahora, del papel que juegue la facción más reaccionaria de la derecha. Una facción que se ha lanzado mil veces por el camino del aventurerismo golpista en el pasado, obteniendo rotundos fracasos en cada oportunidad, y hoy parece no saber qué hacer, salvo esperar una solución mesiánica a manos del imperialismo yanqui y europeo, o a un alzamiento militar en el seno de las FANB. En todo caso, dicha facción, liderada por MCM, teme a una movilización masiva pero espontánea de las masas, que vaya más allá de los límites que esta necesita imponer de cara a la posibilidad de formar gobierno en el futuro, e intentar aplicar su programa económico a lo Milei.

Por el otro lado, esta misma situación implica que el único motor posible, el resorte fundamental de nuevas insurrecciones, de nuevas protestas masivas del pueblo pobre, es la capacidad propia de las masas de volver a estallar espontáneamente. Que el descontento reinante y la ira acumulada les permita superar el miedo natural y legítimo ante la represión estatal, y así puedan volver a volcarse masivamente a las calles. Pero tal fenómeno es esencialmente impredecible, en tanto depende a su vez de otros factores diversos. Todo ello, desde una perspectiva histórica, coloca al movimiento en una situación de gran debilidad. La espontaneidad, que fue la característica central de la movilización del 29-J, ahora, en cierta forma, se torna en su contrario.

En última instancia, la tarea de construir una dirección y un partido, firmemente asentados en las ideas, programa y métodos del socialismo científico, sigue estando a la orden del día. Más allá de todas las contradicciones políticas y de clase que encierra, la insurrección del 29-J no fue más que otra trágica confirmación de la lapidaria y siempre vigente sentencia del Programa de Transición de 1938: “La crisis de la humanidad se reduce a la crisis de la dirección del proletariado”.
La profunda crisis histórica que, con flujos y reflujos atraviesa la sociedad venezolana desde hace décadas (una crisis que el chavismo como corriente histórica fue orgánicamente incapaz de resolver), hunde sus raíces en la ausencia de una dirección revolucionaria para el proletariado. Una dirección que le sirva de palanca para construir su propio Poder en la sociedad, a fin de llevar adelante, y hasta sus últimas consecuencias, las tareas de una verdadera revolución proletaria: la liquidación de las clases, de la propiedad privada y del Estado capitalista.

Debemos seguir explicando, pacientemente, cómo hemos llegado hasta la situación actual, por qué ninguno de los bloques que se disputan el poder constituye una verdadera opción para el pueblo trabajador, y, por lo tanto, por qué debemos construir una genuina alternativa política, que realmente ofrezca una salida a brutal crisis que ha azotado a este país, y que no implique más sufrimiento para la gente que vive de su trabajo.

Los comunistas de la ICR condenamos totalmente la represión contra el pueblo pobre

Como hemos dicho más arriba, para los comunistas, la cuestión del carácter de clase de la violencia que se ejerce es fundamental.

Las acciones violentas de 2014, y aún en 2017, se trataban esencialmente de planes golpistas destinados a derrocar al gobierno Maduro, (electo legítimamente en 2013), para luego destruir todas las conquistas sociales que se lograron durante la Revolución Bolivariana. La base de clase de aquel movimiento era fundamentalmente la pequeña burguesía reaccionaria, y, particularmente en 2017, se contrató a jóvenes de sectores lumpenizados, a bandas criminales y a paramilitares. Fue un movimiento apoyado y apertrechado por el imperialismo yanqui.

La insurrección del 29 de julio, por su parte, fue un movimiento que surgió espontáneamente, a partir del enorme descontento acumulado en el seno del pueblo trabajador y pobre (incluyendo, muy posiblemente, cientos de miles o hasta millones de chavistas que han roto definitivamente con Maduro y el PSUV). No se trató de un movimiento de la pequeña burguesía sifrina, clásicamente reaccionaria y derechista. Fue un movimiento más parecido al Caracazo de 1989, que a las guarimbas.

La falta patente de armaduras y armamento artesanales o profesionales, harto empleadas en 2014 y 2017, es una evidencia de su espontaneidad. En muchos casos, la gran mayoría de los jóvenes que participaron en enfrentamientos con la PNB, GNB, o en otras manifestaciones que implicaron alguna expresión de violencia, apenas contaban con palos, piedras, bates y, como protección de su identidad, la clásica indumentaria de los jóvenes de izquierda que enfrentaban a los gobiernos burgueses de la 4ta república: la capucha.

Hace tiempo que la dirección del chavismo se convirtió en una nueva facción de la burguesía, en una nueva capa social que es parte de la clase dominante venezolana. Haciendo uso del poder político y económico que ofrece el Estado (y sobre todo mediante la corrupción), la dirección bolivariana ha recorrido un proceso de acumulación capitalista, tomando parte tanto en inversiones y negocios petroleros y mineros, como de importación, agropecuarios, comerciales y construcción.

En términos de líneas de clase, ese proceso de acumulación capitalista coloca a la dirigencia del PSUV en la misma acera de los viejos enemigos de las y los trabajadores venezolanos, aquellos que tantas veces intentaron derrocar a Chávez, aplastar a la Revolución y destruir sus conquistas. Al día de hoy, la dirección del PSUV (no sin la colaboración indirecta de la burguesía y del imperialismo yanqui), ha llevado adelante esa tarea hasta sus últimas consecuencias. Se trata de un gobierno que no está dirigido por genuinos herederos de las conquistas y las banderas de lo que fue la Revolución bolivariana, sino por una semi casta oligárquica y termidoriana que, luego de liquidar todas y cada una de las conquistas de la Revolución, ha decidido no abandonar el poder estatal mediante una transición democrático burguesa.

Más aún, en el contexto de profunda crisis capitalista y sanciones económicas, el gobierno de esa facción burguesa ha aplicado un paquete de medidas monetaristas que, en la práctica, han sido peores que el paquete que desató el Caracazo. Así, ha volado de un plumazo salarios, convenciones colectivas, subsidios a la gasolina, transporte y otros servicios públicos, y tantos otros derechos económicos, sociales y políticos de la clase obrera, que los trabajadores habían ganado, peleando en las calles y en los portones de las empresas, incluso antes de Revolución bolivariana.

Y como si faltara más, Maduro ha solicitado una y otra vez apoyo al FMI; de hecho, luego del 28-J señaló que movería cielo y tierra hasta traer al FMI a Venezuela. De cara a un gobierno así, ¿acaso no tienen las masas el derecho legítimo a protestar, a alzarse, tal y como se alzaron en 1989?

Ante la pregunta de si hubo elementos importantes de violencia en la insurrección del 29-J (el argumento principal sobre el cual el Estado justifica la represión), hemos señalado que sí, claro que los hubo, pero fue, mayoritariamente, una violencia de las masas oprimidas, de menor grado y duración en el tiempo que la que tuvo lugar en las guarimbas. Además, tampoco fue una violencia que golpeaba a las propias comunidades pobres, como en 2017.

¿Y con qué ha respondido el Estado? Con represión feroz: cacería de manifestantes, detenciones arbitrarias, torturas, desapariciones, allanamientos de morada, suspensión de facto de las garantías constitucionales, etc.; el Estado ha respondido con la violencia implacable de los opresores, con la misma espada que siempre han empuñado las clases dominantes subyugar a las masas proletarias.

En conclusión, cualquiera que se reivindique revolucionario, o de izquierda, no digamos ya comunista, no puede justificar, de ninguna manera la represión en curso. Por ello, desde la ICR condenamos totalmente la actual avanzada represiva, sin que ello implique otorgar ninguna concesión ni apoyo al bando de la oposición de derecha proyanqui. Seguimos en la lucha, junto al conjunto de la izquierda revolucionaria, junto a la clase trabajadora, por la libertad de todas y todos los detenidos arbitrariamente, por el respeto a todos sus derechos, y por la restitución de todas las garantías constitucionales suspendidas de facto por el Estado.


¡Respeto al debido proceso! ¡Respeto al derecho a la defensa de los acusados!

¡Basta de torturas a los detenidos!

¡Por la restitución de las libertades democráticas del pueblo trabajador!

¡Libertad para los presos por protestar!


Ver también: Insurrección popular, violencia y represión estatal después del 28 de julio en Venezuela: un debate con el chavismo de base – primera parte

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