El mundo patas arriba – un sistema en crisis

Acontecimientos trascendentales están transformando el mundo tal y como lo conocemos. Con Trump causando convulsiones políticas y económicas a nivel mundial, las contradicciones reprimidas de casi dos décadas de crisis y estancamiento capitalista están alcanzando un punto álgido. Desde el genocidio en Gaza a la derrota de Occidente en Ucrania, y desde el aumento de los aranceles a la creciente deuda mundial, los acontecimientos que definen una época están sacudiendo la conciencia de miles de millones de personas.

Para evaluar esta situación, la Internacional Comunista Revolucionaria (ICR) convocará su primer Congreso Mundial en Italia dentro de sólo ocho semanas. Allí, delegados y visitantes debatirán en profundidad el borrador de nuestro documento Perspectivas Mundiales, aprobado por nuestro Comité Ejecutivo Internacional. Para navegar por los vericuetos de la situación mundial, es esencial comprender claramente el periodo actual; sin ello, una organización revolucionaria es como un barco sin brújula.

En los últimos dos años, la ICR ha crecido exponencialmente. Ahora estamos presentes en 70 países de todo el mundo. El Congreso Mundial marcará un paso crucial en la preparación de nuestra Internacional para los titánicos choques, las luchas de clases y las convulsiones revolucionarias que se avecinan.


Estamos viviendo un periodo de giros bruscos y cambios repentinos en la situación mundial. La elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos y sus políticas han introducido una enorme inestabilidad en la política mundial, la economía mundial y las relaciones entre las potencias.

Trump no ha provocado esta turbulencia, que es el resultado de la crisis del capitalismo, pero sus acciones han acelerado enormemente el proceso. Las contradicciones que se habían ido acumulando bajo la superficie durante mucho tiempo han estallado de repente, trastornando toda la situación. El llamado orden mundial liberal, que había existido durante décadas, se está desmoronando ante nuestros ojos.

Para analizar la situación mundial, debemos partir de las cuestiones fundamentales. El capitalismo es un sistema que ha sobrevivido mucho más allá de su papel histórico. En su época de decadencia, produce guerras, crisis y destrucción del medio ambiente, lo que a largo plazo amenaza la propia existencia de la vida en el planeta. El objetivo de este documento es esbozar las principales características de esta crisis e insistir en la necesidad de construir una organización revolucionaria que pueda derrocarlo, la única forma de garantizar un futuro para la humanidad.

En última instancia, la causa de la crisis es la incapacidad del sistema capitalista para desarrollar las fuerzas productivas. La economía está limitada por los límites del Estado-nación y la propiedad privada de los medios de producción. Durante décadas, los capitalistas han utilizado diversos métodos para intentar superar estas limitaciones: aumentando la liquidez, desarrollando el comercio mundial, etc. Todas estas medidas se están convirtiendo ahora en su contrario.

La elección de Trump

La elección de Donald Trump en noviembre de 2024 representó un cambio político significativo y una manifestación de la crisis de legitimidad de la democracia burguesa, que no es exclusiva de Estados Unidos, sino que existe en todos los países. A pesar de los grandes esfuerzos del sector principal de la clase dominante y el establishment estadounidense por impedir su victoria, Trump se aseguró una victoria decisiva.

Este resultado ha sido ampliamente interpretado, sobre todo por los comentaristas liberales, los medios de comunicación dominantes y sectores de la «izquierda», como una prueba de un giro más amplio hacia la derecha en la política estadounidense y mundial.

Estas «explicaciones» son superficiales y engañosas. Además, nos invitan a sacar conclusiones extremadamente peligrosas. Por ejemplo, que Joe Biden y los demócratas representan de alguna manera una alternativa más progresista y «democrática», una afirmación que contradice totalmente los hechos.

La administración Biden fue completamente reaccionaria, un hecho que quedó especialmente claro en el ámbito de la política exterior. Recordemos que «Joe el genocida» dio a Netanyahu un cheque en blanco para proceder a la matanza masiva de palestinos en Gaza. Dirigió una campaña de represión feroz contra los estudiantes y otros que se atrevieron a oponerse a esta política reaccionaria.

Del mismo modo, en el caso de Ucrania, fue responsable de provocar deliberadamente un conflicto que ha dado lugar a una matanza sangrienta, entregando miles de millones de dólares en efectivo y ayuda militar al régimen reaccionario de Kiev, y llevando a cabo una peligrosa política de provocación contra Rusia que llevó a Estados Unidos al borde de la Tercera Guerra Mundial.

En la campaña electoral, Trump se posicionó como el «candidato de la paz», en oposición a las políticas belicistas de la camarilla de Biden. Esta distinción fue especialmente influyente entre los votantes de distritos con una importante población musulmana y árabe.

Si bien es cierto que una capa de elementos reaccionarios contribuyó al apoyo a Trump, estos factores por sí solos no explican la magnitud de su éxito y el hecho de que aumentara su porcentaje de votos en casi todos los grupos demográficos, incluso entre las comunidades obreras negras y latinas. De hecho, en varios estados en los que Trump obtuvo buenos resultados o mejoró su porcentaje de votos, los votantes respaldaron al mismo tiempo iniciativas electorales progresistas, como medidas para proteger el derecho al aborto o aumentar el salario mínimo.

El factor clave de la victoria de Trump radica en su capacidad para aprovechar, articular y movilizar un sentimiento antisistema muy extendido y profundamente arraigado que impregna la sociedad estadounidense.

Un ejemplo llamativo de este fenómeno se puede observar en la reacción pública al asesinato del director ejecutivo de United Healthcare por parte de Luigi Mangione. Si bien el acto en sí fue impactante, la reacción del público, marcada por la simpatía hacia el agresor en lugar de hacia la víctima, fue aún más reveladora. Mangione ha llegado a ser considerado por muchos como una especie de héroe popular. Cabe destacar que esta reacción no se limitó a la izquierda política, sino que también fue compartida por una parte de los conservadores y los votantes republicanos, incluidos los partidarios de Trump.

Esta situación presenta una paradoja. Trump, a pesar de ser multimillonario y rodearse de otros multimillonarios, ha logrado posicionarse como la voz de la ira contra el establishment. Esta contradicción pone de relieve la naturaleza incoherente y distorsionada del estado de ánimo político actual. No obstante, refleja un descontento genuino y generalizado con las instituciones dominantes: con las grandes empresas, con las élites políticas y con el aparato estatal en su conjunto.

La causa fundamental de esta ira contra el establishment se encuentra en la crisis del capitalismo. Esta ha alcanzado proporciones masivas desde la crisis de 2008, de la que el sistema aún no se ha recuperado por completo. El apoyo a la democracia burguesa en los países capitalistas avanzados se construyó durante décadas sobre la idea de que el capitalismo era capaz de satisfacer algunas de las necesidades básicas de la clase trabajadora (sanidad, educación, pensiones…) y la expectativa de que el nivel de vida de cada generación mejoraría, aunque fuera ligeramente, en comparación con el de la generación anterior.

Eso ya no es así. En Estados Unidos, en 1970, más del 90 % de los treintañeros ganaban más que sus padres a la misma edad. Sin embargo, en 2010, este porcentaje se había reducido al 50 %. En 2017, solo el 37 % de los estadounidenses esperaba que sus hijos alcanzaran un nivel de vida mejor que el suyo.

Según la Oficina de Estadísticas Laborales, desde principios de la década de 1980, los salarios reales de los estadounidenses de clase trabajadora se han mantenido iguales o han disminuido, sobre todo debido a la deslocalización de puestos de trabajo a otros países. Del mismo modo, el Instituto de Política Económica informa de que los salarios de los hogares con ingresos bajos y medios han experimentado un crecimiento escaso o nulo desde finales de la década de 1970, mientras que el coste de la vida ha seguido aumentando.

Al mismo tiempo, existe una polarización obscena de la riqueza. Por un lado, un pequeño grupo de multimillonarios aumenta su patrimonio. Por otro lado, un número cada vez mayor de trabajadores tiene más dificultades para llegar a fin de mes. Se enfrentan a recortes de austeridad, a la pérdida del poder adquisitivo de los salarios por la inflación, al aumento de las facturas de energía, a la crisis de la vivienda, etc.

Los medios de comunicación, los políticos, los partidos políticos establecidos, los parlamentos, el poder judicial, todos ellos son considerados, con razón, representantes de los intereses de una pequeña élite privilegiada, que toma decisiones para defender sus propios intereses estrechos y egoístas en lugar de atender las necesidades de la mayoría.

La crisis de 2008 fue seguida de brutales recortes de austeridad en todos los países. Todas las conquistas del pasado fueron atacadas. Las masas vieron cómo se atacaba su nivel de vida mientras se rescataba a los bancos. Esto dio lugar a una enorme ira, a movimientos de protesta masivos y, sobre todo, a una crisis de legitimidad sin precedentes de todas las instituciones burguesas.

En un primer momento, ese estado de ánimo, ejemplificado en los movimientos masivos contra la austeridad alrededor de 2011, encontró su expresión en la izquierda. Hubo un auge de figuras y partidos de izquierda y antisistema en toda Europa y Estados Unidos: Podemos, Syriza, Jeremy Corbyn, Bernie Sanders, entre otros. Sin embargo, cada uno de estos movimientos acabó traicionando las expectativas que había creado. Los límites de la política reformista de sus líderes quedaron al descubierto.

Fue el fracaso estrepitoso de estas figuras de izquierda lo que allanó el camino para el auge de demagogos reaccionarios como Trump.

Los mismos procesos están en marcha en la mayoría de los países capitalistas avanzados: la crisis del capitalismo, los ataques contra la clase trabajadora, la bancarrota de la izquierda y el auge de demagogos de derecha que se suben a la ola del sentimiento antisistema.

¿Peligro de fascismo o bonapartismo?

Incluso antes de que Trump fuera elegido, hubo una ruidosa campaña en los medios burgueses y en la izquierda para denunciarlo como fascista.

El marxismo es una ciencia. Como todas las ciencias, posee una terminología científica. Palabras como «fascismo» tienen, para nosotros, significados precisos. No son meros insultos, ni etiquetas que se pueden pegar convenientemente a cualquier individuo que no cuente con nuestra aprobación.

Comencemos con una definición precisa del fascismo. En el sentido marxista, el fascismo es un movimiento contrarrevolucionario: un movimiento de masas compuesto principalmente por el lumpenproletariado y la pequeña burguesía enfurecida. Es utilizado como ariete para aplastar y atomizar a la clase obrera y establecer un Estado totalitario en el que la burguesía entrega el poder estatal a una burocracia fascista.

La característica principal del Estado fascista es la centralización extrema y el poder estatal absoluto, en el que los bancos y los grandes monopolios están protegidos, pero sometidos a un fuerte control central por parte de una burocracia fascista numerosa y poderosa. En ¿Qué es el nacionalsocialismo?, Trotsky explica:

«El fascismo alemán, al igual que el italiano, se alzó al poder a costa de la pequeña burguesía, a la que convirtió en un ariete contra las organizaciones de la clase obrera y las instituciones democráticas. Pero el fascismo en el poder no es en absoluto el gobierno de la pequeña burguesía. Al contrario, es la dictadura más despiadada del capital monopolista».

Estas son, en términos generales, las principales características del fascismo. ¿Cómo se compara esto con la ideología y el contenido del fenómeno Trump? Ya hemos tenido la experiencia de un gobierno Trump que, según las graves advertencias de los demócratas y de todo el establishment liberal, procedería a abolir la democracia. No hizo tal cosa.

No se tomaron medidas importantes para limitar el derecho a la huelga y a la manifestación, y menos aún para abolir los sindicatos libres. Las elecciones se celebraron con normalidad y, finalmente, aunque en medio de un gran revuelo, Trump fue sucedido por Joe Biden en unas elecciones. Se puede decir lo que se quiera del primer gobierno de Trump, pero no tuvo nada que ver con ningún tipo de fascismo.

Además, el equilibrio de fuerzas entre las clases ha cambiado significativamente desde la década de 1930. En los países capitalistas avanzados, el campesinado, que representaba a una gran parte de la población, se ha reducido a un número muy reducido, y las profesiones que antes se consideraban «de clase media» (funcionarios, médicos, profesores) se han proletarizado, y estos sectores se han afiliado a sindicatos y han salido a la huelga. El peso social de la clase obrera se vio enormemente reforzado por el desarrollo de las fuerzas productivas durante el enorme auge económico que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial.

La ideología del trumpismo, en la medida en que existe, está muy lejos del fascismo. Lejos de desear un Estado fuerte, el ideal de Donald Trump es el del capitalismo de libre mercado, en el que el Estado desempeña un papel mínimo o nulo (a excepción de los aranceles proteccionistas)..

Otros han planteado la idea de que Trump representa un régimen bonapartista. La idea, una vez más, es presentar a Trump como un dictador empeñado en aplastar a la clase obrera. Pero esta forma de etiquetar no explica nada. En realidad, lejos de intentar aplastar a la clase trabajadora, Trump apela a ella de forma demagógica y trata de apaciguarla. Por supuesto, al ser un político burgués, representa intereses que son fundamentalmente opuestos a los de los trabajadores. Pero eso no lo convierte en un dictador.

Es posible señalar este o aquel elemento de la situación actual que pueda considerarse un elemento de bonapartismo. Puede que sea así. Pero se podrían hacer comentarios similares sobre casi cualquier régimen democrático burgués reciente.

El mero hecho de contener ciertos elementos de un fenómeno no significa aún la aparición real de ese fenómeno como tal. Por supuesto, se podría decir que hay elementos de bonapartismo presentes en el trumpismo. Pero eso no es en absoluto lo mismo que decir que existe realmente un régimen bonapartista en Estados Unidos.

El problema es que «bonapartismo» es un término muy elástico. Abarca una amplia gama de cosas, empezando por el concepto clásico de bonapartismo, que es básicamente el gobierno por la espada. No es útil analizar el actual gobierno de Trump en Washington de esta manera, ya que, a pesar de sus muchas peculiaridades, sigue siendo una democracia burguesa. Nuestra tarea no es poner etiquetas a las cosas, sino seguir el proceso a medida que se desarrolla y comprender sus aspectos esenciales.

Cambios tectónicos en las relaciones mundiales

La política exterior de Trump representa un giro importante en las relaciones mundiales y el fin del orden mundial liberal que había existido durante 80 años después de la Segunda Guerra Mundial. Es un reconocimiento del declive relativo del imperialismo estadounidense y de la existencia de potencias imperialistas rivales, Rusia y, en particular, China, su principal rival imperialista en la arena mundial.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos salió enormemente fortalecido. Con Europa y Japón arruinados por la guerra, Estados Unidos representaba el 50 % del PIB mundial y el 60 % de la producción industrial mundial. Su único rival serio en la escena mundial era la Unión Soviética, que había salido fortalecida de la guerra, tras derrotar a la Alemania nazi y avanzar por todo el continente.

La revolución china fortaleció aún más el bloque estalinista. Estados Unidos trabajó para reconstruir Europa occidental y Japón en un esfuerzo por contener el «avance del comunismo». La burocracia soviética no estaba interesada en la revolución mundial y estaba dispuesta a llegar a un modus vivendi con Washington, expresado en la política de «coexistencia pacífica».

Así se inició un período de relativo equilibrio entre Estados Unidos y la URSS, dos potencias nucleares, conocido como la Guerra Fría. Sobre la base del dominio estadounidense, se crearon una serie de instituciones formalmente multilaterales para gestionar las relaciones mundiales (las Naciones Unidas) y la economía mundial (el FMI y el Banco Mundial, creados en la Conferencia de Bretton Woods). Ese equilibrio se vio reforzado por el auge económico de la posguerra, un período de extraordinario desarrollo de las fuerzas productivas y del mercado mundial.

Este período duró hasta el colapso del estalinismo en 1989-1991 y la restauración del capitalismo en Rusia y China. Esto produjo otro giro importante en la situación mundial. Estados Unidos se había convertido en la potencia imperialista dominante, sin que nadie le disputara el liderazgo.

La guerra imperialista de 1991 contra Irak se llevó a cabo bajo los auspicios de la ONU, con el voto a favor de Rusia y la simple abstención de China. Parecía no haber oposición a la dominación del imperialismo estadounidense. Desde el punto de vista económico, Washington impulsó la globalización y el «neoliberalismo»: es decir, la mayor integración del mercado mundial, bajo la dominación del imperialismo estadounidense, y el retroceso del Estado.

Ese período de dominación sin trabas del imperialismo estadounidense se ha ido erosionando lentamente durante los últimos 35 años, hasta el punto de que ahora ha surgido una situación completamente nueva.

Impulsados por su arrogancia suprema, los Estados Unidos lanzaron las invasiones de Irak y Afganistán. Pero aquí la historia comenzó a dar marcha atrás. Los estadounidenses se empantanaron en estas guerras imposibles de ganar durante 15 años, con un gran coste en términos de gasto y pérdida de personal. En agosto de 2021, se vieron obligados a una humillante retirada de Afganistán.

Estas experiencias dejaron al pueblo estadounidense sin apetito por las aventuras militares en el extranjero y a la clase dominante estadounidense muy recelosa de enviar tropas terrestres al extranjero. Junto con el auge de nuevas potencias regionales y mundiales, el equilibrio relativo de fuerzas a nivel mundial estaba cambiando. El imperialismo estadounidense no aprendió nada de estas experiencias. Se negó a admitir el nuevo equilibrio de fuerzas y, en cambio, intentó mantener su dominación, lo que lo llevó a enredarse en toda una serie de conflictos que no podía ganar.

¿Un mundo multipolar?

La situación mundial está dominada por una enorme inestabilidad en las relaciones internacionales. Esto es el resultado de la lucha por la hegemonía mundial entre Estados Unidos, la potencia imperialista más poderosa del mundo, que se encuentra en relativo declive, y China, una potencia imperialista emergente más joven y dinámica. Estamos asistiendo a un cambio tremendo, comparable en magnitud al movimiento de las placas tectónicas de la corteza terrestre. Estos movimientos van acompañados de explosiones de todo tipo. La guerra en Ucrania, donde se está preparando una humillante derrota para Estados Unidos y la OTAN, y el conflicto en Oriente Medio son expresiones de este hecho.

El enfoque de Trump hacia las relaciones internacionales representa un intento de reconocer que Estados Unidos no puede ser el único policía del mundo. En su opinión, y en la de sus colaboradores más cercanos, el intento de Estados Unidos de mantener la hegemonía y la dominación total es extremadamente costoso, poco práctico y perjudicial para sus intereses fundamentales de seguridad nacional.

Eso no significa que Estados Unidos deje de ser una potencia imperialista o que las políticas de Trump beneficien a los pueblos oprimidos del mundo. Nada más lejos de la realidad. La política exterior de Trump representa una delimitación clara de cuáles son y cuáles no son los intereses fundamentales de seguridad nacional de Estados Unidos, empezando por Norteamérica.

Cuando Trump dice que Estados Unidos necesita tener control sobre el Canal de Panamá y Groenlandia, está expresando las necesidades del imperialismo estadounidense. El Canal de Panamá es una ruta comercial crucial, que une el Pacífico con el Golfo de México y transporta el 40 % del tráfico de contenedores de Estados Unidos.

En cuanto a Groenlandia, siempre ha tenido una ubicación geoestratégica importante (por eso Estados Unidos tiene presencia militar en la isla) el calentamiento global ha provocado un aumento del tráfico marítimo entre el Pacífico y el Atlántico a través del Ártico. La reducción del hielo polar facilita el acceso a los fondos marinos, donde se encuentran enormes reservas de minerales raros. La propia isla también cuenta con importantes yacimientos de minerales críticos (tierras raras, uranio), así como de gas y petróleo, que ahora son más accesibles, también como consecuencia del calentamiento global. En este ámbito, Estados Unidos compite con China y Rusia por el control de estas rutas comerciales y recursos.

La política exterior de Trump se basa en el reconocimiento de las limitaciones del poder estadounidense. La consecuencia de ello es un intento de desenredar a Estados Unidos de una serie de costosos conflictos (Ucrania, Oriente Medio) mediante acuerdos, con el fin de reconstruir su poder y concentrarse en su principal rival en la escena mundial, China.

Durante todo el período transcurrido desde el final de la Segunda Guerra Mundial, o quizás incluso antes, el imperialismo estadounidense mantuvo la pretensión de actuar en nombre de los derechos humanos, difundir la democracia y el «orden basado en normas», defender «el principio sagrado de la inviolabilidad de las fronteras nacionales», etc.

Actuaban a través de instituciones internacionales «multilaterales», aparentemente neutrales, en las que todos los países tenían voz: las Naciones Unidas, la OMC, el FMI, etc. En realidad, todo esto no era más que una fachada. Siempre fue una farsa. O los intereses del imperialismo estadounidense se expresaban a través de estas instituciones, o las ignoraban por completo. La diferencia ahora es que a Trump no le importan en absoluto estas pretensiones. Parece decidido a romper todas las reglas y expresar las cosas más abiertamente, tal y como son.

Algunos han argumentado que, ante el poder desenfrenado de Estados Unidos, la idea de un mundo multipolar era algo progresista, que permitiría a los países oprimidos un mayor grado de soberanía, un ideal por el que debíamos luchar. Ahora podemos vislumbrar cómo podría ser un mundo «multipolar»: potencias imperialistas dividiendose el mundo en esferas de influencia, intimidando a los países para que se sometan a una u otra.

El declive relativo del imperialismo estadounidense

Debemos subrayar que cuando hablamos del declive del imperialismo estadounidense, nos referimos a un declive relativo. Es decir, un declive en comparación con su posición anterior frente a otras potencias rivales. Estados Unidos sigue siendo, en todos los aspectos, la fuerza más poderosa y reaccionaria del mundo.

En 1985, Estados Unidos representaba el 36 % del PIB mundial. Ahora ha bajado al 26 % (2024). En el mismo periodo, China ha pasado del 2,5 % del PIB mundial al 18,5 %. Japón, que alcanzó un máximo del 18 % en 1995, se ha desplomado hasta solo el 5,2 %.

Estados Unidos sigue dominando la economía mundial a través de su control de los mercados financieros. Un enorme 58 % de las reservas monetarias mundiales se mantiene en dólares estadounidenses (mientras que solo el 2 % se mantiene en renminbi chino), aunque la cifra ha bajado desde el 73 % en 2001. El dólar también representa el 58 % de la facturación de las exportaciones mundiales. En términos de salida neta de inversión extranjera directa (un indicador de la exportación de capital), Estados Unidos ocupa el primer lugar mundial con 454 billones de dólares, mientras que China (incluido Hong Kong) ocupa el segundo lugar con 287 billones de dólares.

Es el peso económico de un país lo que le confiere poder internacional, pero este debe estar respaldado por el poderío militar. El gasto militar de Estados Unidos representa el 40 % del total mundial, seguido de China, con un 12 %, y Rusia, con un 4,5 %. Estados Unidos gasta más que los diez países siguientes de la clasificación juntos.

Sin embargo, Estados Unidos ya no puede presumir de ser el amo indiscutible del mundo. El colosal poder económico de China y sus consiguientes avances en fuerza militar, junto con la superioridad militar que Rusia ha demostrado en los campos de batalla de Ucrania, le plantean un formidable desafío. Así, por todos lados, las limitaciones del poder global de Estados Unidos están quedando cruelmente al descubierto.

Este declive relativo encuentra su expresión económica en la huida parcial de capitales del dólar, los bonos del Tesoro y las acciones estadounidenses. Dado que los monopolios estadounidenses se enfrentan a una mayor competencia de los rivales internacionales, en particular de China, las acciones estadounidenses ya no son consideradas por los inversores como la apuesta segura que eran antes. Del mismo modo, a medida que crece la montaña de deuda federal de EE.UU. y el gobierno estadounidense recurre a una mayor financiación del déficit, los bonos del Tesoro de EE.UU. (bonos de deuda pública) ya no se consideran el refugio financiero seguro que eran antes. Esto ha provocado un debilitamiento del dólar -a pesar de los aranceles estadounidenses- y de su dominio en el ámbito de las finanzas mundiales.

Esto representa una “corrección del mercado”, que acerca el precio de la moneda, los activos y los bonos estadounidenses a la disminución real de la posición económica del capitalismo estadounidense. Sin embargo, al igual que ocurre con el poder militar estadounidense y el antiguo papel de Estados Unidos como policía mundial, no existe una alternativa viable al dólar en lo que respecta al comercio y las finanzas mundiales. De ahí la creciente alarma entre los estrategas burgueses sobre el caótico impacto que tendría en el sistema financiero global y en la economía mundial el colapso de la confianza en el dólar.

Esta es otra forma en la que el declive relativo del capitalismo estadounidense y la emergente “multipolaridad” contribuirán a una mayor incertidumbre e inestabilidad a escala mundial. Uno a uno, todos los pilares del orden de posguerra se están erosionando y socavando, con consecuencias explosivas, tanto económicas como militares y políticas.

El poderío militar de Rusia

Aunque Rusia no es un coloso económico comparable a China, ha establecido una sólida base económica y tecnológica. Esto le ha permitido resistir con éxito la agresión económica sin precedentes que le ha infligido Occidente bajo la bandera de las «sanciones». Además, lo ha hecho mientras libraba una guerra que ha derrotado todos los sistemas armamentísticos lanzados contra ella por el imperialismo occidental. Ha construido un ejército poderoso que está a la altura de las fuerzas combinadas de los Estados europeos; ha creado una formidable industria de defensa que supera a la de Estados Unidos y Europa en la producción de tanques, artillería, municiones, misiles y drones; y posee el mayor arsenal nuclear del mundo, heredado de la URSS.

Tras el colapso de la Unión Soviética y el saqueo generalizado de la economía planificada, la clase dominante rusa jugó con la idea de ser aceptada en la mesa mundial en igualdad de condiciones. Incluso plantearon la idea de unirse a la OTAN. Esto fue rechazado. Estados Unidos quería ejercer un dominio completo y sin restricciones sobre el mundo y no veía la necesidad de compartir el poder con una Rusia débil y sumida en la crisis. 

La humillación de Rusia quedó claramente de manifiesto, primero cuando Alemania y Estados Unidos orquestaron la desintegración reaccionaria de Yugoslavia, en la esfera de influencia tradicional de Rusia, y luego con el bombardeo de Serbia en 1999. Yeltsin, un borracho bufón y títere del imperialismo estadounidense, era un representante de esa relación de subordinación.

Sin embargo, a medida que Rusia se recuperaba gradualmente de la crisis económica, los círculos dominantes ya no estaban dispuestos a aceptar su humillación en la arena internacional. Esto es lo que estuvo detrás del ascenso de Putin, el astuto bonapartista, que manipuló su camino hacia el poder con todo tipo de maniobras.

Comenzaron a resistir el avance de la OTAN hacia el este, una medida que rompió todas las promesas hechas a los rusos en 1990, cuando se les prometió que no habría expansión de la OTAN hacia el este a cambio de aceptar una Alemania unificada dentro de la alianza. 

En 2008, Rusia libró una guerra breve y eficaz en Georgia, destruyendo el ejército del país, que había sido entrenado y equipado por la OTAN. Ese fue el primer aviso de Rusia, que señaló que ya no aceptaría las intrusiones de Occidente. Siria y Ucrania fueron los siguientes. En cada uno de estos países se puso a prueba la fuerza de Rusia frente al imperialismo estadounidense. Mientras tanto, el relativo declive del imperialismo estadounidense se puso aún más de manifiesto con su humillante retirada de Afganistán en agosto de 2021.

La invasión rusa de Ucrania fue la conclusión lógica de la negativa de Occidente a aceptar las intereses de Rusia en materia de seguridad nacional, expresados en la exigencia de neutralidad para Ucrania y el fin de la expansión de la OTAN hacia el este. Cuando Donald Trump afirma que esta guerra era innecesaria y que, si él hubiera sido presidente, nunca habría tenido lugar, probablemente tiene razón. El imperialismo estadounidense y sus aliados europeos eran muy conscientes de que la adhesión de Ucrania a la OTAN era una línea roja desde el punto de vista de los intereses de seguridad nacional de Rusia. A pesar de ello, decidieron invitar a los ucranianos a solicitar la adhesión a la OTAN en 2008. Se trataba de una provocación flagrante, que lógicamente conduciría a las consecuencias más graves. Fue este paso fatal el que eventualmente condujo a la guerra.

Occidente insistió en el «derecho de Ucrania a unirse a la OTAN», cuando su estatus neutral, la prohibición de bases militares extranjeras y su no participación en bloques militares era algo que se había acordado, e incluso se había incluido en la declaración de independencia ucraniana. El director de la CIA, William J. Burns, había advertido repetidamente contra ello. Pero la camarilla de belicistas que dirigía la política exterior de la administración Biden —y el propio Joe Biden— tenían otras ideas.

Biden pensó que podía utilizar a Ucrania como carne de cañón en una campaña para debilitar a Rusia y paralizar su papel en el mundo. No se podía permitir que un país como Rusia, rival del imperialismo estadounidense, amenazara la hegemonía global de Estados Unidos. En marzo de 2022, Biden, envalentonado por su propia arrogancia, llegó incluso a plantear la idea de un cambio de régimen en Moscú. Junto con los europeos, estaba convencido de que las sanciones económicas y el agotamiento militar llevarían a Rusia al colapso. Subestimaron gravemente el alcance del poder económico y militar de Rusia. Como resultado, el imperialismo estadounidense se ha visto envuelto en una guerra imposible de ganar, que ha supuesto un colosal desangramiento de sus recursos financieros y militares.

Trump insiste ahora en que este desastre no es culpa suya. Dice: «Esta no es mi guerra. Es la guerra de Joe Biden». Y tiene razón. Los estrategas del capital son muy capaces de cometer errores basados en cálculos equivocados. Y este es un caso claro. Cuando Trump dice que la guerra en Ucrania no representa los «intereses fundamentales» de Estados Unidos, tiene toda la razón. Estados Unidos se enfrenta a una amenaza mucho mayor en Asia y el Pacífico con el auge de China, además de otros problemas en Oriente Medio y una crisis económica creciente. Eso explica su prisa por sacar al imperialismo estadounidense del traicionero pantano de Ucrania. Pero los problemas creados por Biden y sus títeres europeos están resultando difíciles de resolver.

Los hombres y mujeres que dirigen el espectáculo en Washington, Londres, París y Berlín sabotearon sistemáticamente todos los intentos de alcanzar una solución pacífica. En abril de 2022, las negociaciones en Turquía entre Ucrania y Rusia estaban bastante avanzadas y podrían haber llevado al fin de la guerra, sobre la base de aceptar una serie de demandas rusas. El imperialismo occidental, en la persona de Boris Johnson, echó por tierra las conversaciones, presionando a Zelensky para que no firmara sobre la base de la promesa de apoyo ilimitado que iba a llevar a la victoria total de Ucrania.

Hoy, Estados Unidos se enfrenta a una humillante derrota en Ucrania. Las sanciones no han tenido el efecto deseado. En lugar de sufrir un colapso económico, Rusia ha disfrutado de unas tasas de crecimiento económico estables, muy superiores a las de Occidente. Lejos de quedar aislada, ha establecido ahora vínculos económicos más estrechos con China y con varios países clave que se supone que están en la esfera de influencia de Estados Unidos. Países como India, Arabia Saudí, Turquía y otros le han ayudado a eludir las sanciones.

China y Rusia se han convertido ahora en aliados mucho más cercanos, unidos por su oposición al dominio estadounidense del mundo, y han reunido a su alrededor a toda una serie de países. Cuando finalmente se produzca la derrota de Estados Unidos en Ucrania, tendrá consecuencias enormes y duraderas para las relaciones mundiales, debilitando aún más el poder del imperialismo estadounidense en todo el mundo.

La derrota de EE. UU. y la OTAN en Ucrania enviará un mensaje contundente. La potencia imperialista más poderosa del mundo no siempre puede imponer su voluntad. Además, Rusia ha salido de ella con un gran ejército, probado en los últimos métodos y técnicas de la guerra moderna, y con un poderoso complejo militar-industrial.

La política de Trump en este sentido representa un giro radical con respecto a la política anterior del imperialismo estadounidense. Ha reconocido que esta guerra contra Rusia no se puede ganar y, por lo tanto, está intentando sacar a Estados Unidos de la misma. También existe el cálculo de que llegar a un acuerdo con Rusia que reconozca sus intereses de seguridad nacional (es decir, los del imperialismo ruso) podría alejarla de su estrecha alianza con China, principal rival del imperialismo estadounidense en la escena mundial.Sin embargo, es poco probable que estos cálculos funcionen, ya que, durante los tres años de guerra, Occidente ha empujado a Rusia demasiado cerca de China, y las recientes declaraciones y acciones de los dirigentes tanto rusos como chinos indican que ambas partes consideran este acercamiento como estratégico.

El auge de China como potencia imperialista

La rápida transformación de China, que ha pasado de un atraso económico extremo a convertirse en un poderoso país capitalista, tiene pocos paralelos en la historia moderna. En un espacio de tiempo sorprendentemente corto, ha alcanzado una posición en la que es capaz de desafiar el poder del poderoso imperialismo estadounidense.

La China actual no tiene absolutamente nada en común con la nación débil, semifeudal y semicolonial que era en 1938. De hecho, en la actualidad, China no solo es un país capitalista, sino que ahora tiene todas las características de una potencia imperialista por derecho propio.

Es imposible explicar esta transformación sin comprender el papel crucial que desempeñó la Revolución China de 1949, que abolió el latifundismo y el capitalismo y sentó las bases de una economía planificada y nacionalizada, condición previa para transformar China de una nación atrasada y semicolonial a su posición actual como gigante económico.

Como recién llegado a la escena internacional, ha tenido que luchar por controlar las fuentes de materias primas y energía para su industria, los campos de inversión para su capital, las rutas comerciales para sus importaciones y exportaciones, y los mercados para sus productos. En todos estos campos ha obtenido notables éxitos.

El auge de China en los últimos 30 años ha sido el resultado de una inversión masiva en los medios de producción y de su dependencia de los mercados mundiales. Inicialmente, aprovechó sus grandes reservas de mano de obra barata para exportar productos como textiles y juguetes al mercado mundial.

Ahora es una economía capitalista tecnológicamente avanzada, que ocupa una posición dominante en una serie de mercados de alta tecnología (vehículos eléctricos y baterías para vehículos eléctricos, células fotovoltaicas, ingredientes para antibióticos, drones comerciales, infraestructura de comunicaciones celulares 5G, centrales nucleares, etc.), no solo en términos de volumen de ventas, sino también en términos de innovación.

China es también líder mundial en el campo de la robótica. Ocupa el tercer lugar en el mundo en densidad de robots industriales, con 470 por cada 10.000 trabajadores manufactureros, a pesar de que su mano de obra manufacturera supera los 37 millones. Esto la sitúa solo por detrás de Corea del Sur (1.012) y Singapur (770), y por delante de Alemania (429) y Japón (419), muy por encima del nivel de Estados Unidos (295). Estas cifras corresponden a 2023, y es probable que la clasificación de China haya mejorado desde entonces, ya que en 2023 representaba el 51 % de todas las nuevas instalaciones de robots industriales en el mundo.

En términos de exportación de capital, China solo es superada por Estados Unidos. En 2023, Estados Unidos representaba el 32,8 % de las salidas de inversión extranjera directa mundial, mientras que China y Hong Kong representaban conjuntamente el 20,1 %. En términos de stock acumulado de IED, Estados Unidos tenía el 15,1 % del total mundial, mientras que China y Hong Kong representaban el 11,3 %.

Como resultado de la forma en que se restauró el capitalismo en China, el Estado desempeña un papel importante en la economía. Ha tenido una política consciente de fomentar y financiar el desarrollo de la tecnología. El plan «Made in China 2025» tenía como objetivo lograr un gran avance en industrias clave y hacer que el país fuera autosuficiente y no dependiente de Occidente. El gasto en investigación y desarrollo de China ha aumentado significativamente y está casi a la par con el de Estados Unidos.

Este éxito no se ha logrado sin crear crecientes contradicciones y conflictos con otras naciones capitalistas, lo que ha llevado finalmente a la actual guerra comercial con Estados Unidos.

Tras el colapso de la Unión Soviética y la apertura de nuevos mercados bajo la política de globalización, el crecimiento de la economía capitalista en China fue visto inicialmente por los economistas e inversores occidentales como una oportunidad de oro.

Los inversores occidentales se apresuraron a establecer fábricas en China, donde podían explotar una oferta aparentemente inagotable de mano de obra barata. Entre 1997 y 2019, el 36 % del crecimiento del stock de capital mundial se produjo en China. La penetración del capital estadounidense en China fue tan grande que las dos economías parecían indisolublemente unidas.

De hecho, el crecimiento de China desempeñó un papel crucial en el desarrollo de la economía mundial durante varias décadas. En 2008, la burguesía occidental incluso esperaba que China ayudara a sacar a la economía mundial de la recesión. Sin embargo, como señalamos en su momento, esto tenía un inconveniente muy grave y amenazador para ellos.

Estas fábricas, que utilizaban tecnología moderna, producían inevitablemente grandes cantidades de productos básicos baratos que tenían que exportarse, ya que la demanda interna en China seguía siendo limitada. En última instancia, esto ha causado graves problemas a Estados Unidos y otras economías occidentales.

Todo se transformó en su contrario. Cada vez se planteaba más la pregunta: ¿quién ayuda a quién? Es cierto que los inversores occidentales obtenían grandes beneficios, pero China estaba desarrollando capacidades de fabricación avanzadas, conocimientos tecnológicos, infraestructuras y una mano de obra cualificada. Esto se consideró cada vez más una amenaza, especialmente en Estados Unidos.

China se ha convertido en un proveedor insustituible para los fabricantes mundiales, ya sea de productos de consumo acabados, como los iPhones, o de bienes y componentes esenciales de capital. China es el principal proveedor del 36 % de las importaciones estadounidenses, satisfaciendo más del 70 % de la demanda estadounidense de esos productos.

China se ha convertido en un rival sistémico de Estados Unidos en la escena mundial. Este es el verdadero significado de la guerra comercial de Trump contra el país. Se trata de una lucha entre dos potencias imperialistas por afirmar su fuerza relativa en el mercado mundial.

Washington ha utilizado las medidas más extremas para lograrlo, prohibiendo la venta de los microchips más avanzados a China, impidiendo la venta de las máquinas de litografía más avanzadas y evitando que empresas como Huawei pujen por contratos de infraestructura 5G en varios países, etc.

Pero los intentos de Estados Unidos de bloquear el desarrollo de China en tecnología de vanguardia han tenido el efecto contrario. En respuesta, China ha acelerado su impulso hacia la autosuficiencia. Aunque todavía se enfrenta a obstáculos, por ejemplo, al no tener acceso a las máquinas de litografía UVE más avanzadas que se utilizan para fabricar los microprocesadores más avanzados, China ha utilizado su ingenio para encontrar soluciones parciales.

Es cierto que, a pesar de sus avances, existen muchas contradicciones en la economía china. La productividad del trabajo en China está creciendo gracias al desarrollo de la ciencia, la industria y la tecnología, mientras que en Europa se ha estancado durante un largo periodo y en Estados Unidos solo ha experimentado un crecimiento modesto en los últimos años. Sin embargo, la productividad laboral china en general sigue estando muy por detrás de la de Estados Unidos. Llevará tiempo cerrar esa brecha.

También es razonable suponer que las tasas de crecimiento sin precedentes que China ha alcanzado en las últimas décadas no se mantendrán. De hecho, la desaceleración ya ha comenzado. En la década de 1990, China creció a un ritmo vertiginoso del 9 % anual, con picos del 14 %. Entre 2012 y 2019 creció entre el 6 % y el 7 %. Ahora se sitúa en torno al 5 %. Sin embargo, también es cierto que la economía china en su conjunto sigue creciendo más rápido que los países capitalistas avanzados de Occidente.

Por supuesto, por el mero hecho de haberse convertido en una economía capitalista y muy integrada en el mercado mundial, China deberá enfrentarse tarde o temprano a todos los problemas que ello conlleva. Ya existen disparidades regionales en el desarrollo económico, así como una enorme desigualdad de ingresos. El desempleo ha aumentado entre los trabajadores migrantes y los jóvenes.

Los enormes paquetes de estímulo económico, medidas keynesianas, han provocado un aumento de la deuda. La deuda pública en relación con el PIB, que en 2000 era solo del 23 %, ha aumentado hasta el 60,5 % en 2024. Se trata de un aumento significativo, pero sigue siendo inferior al de la mayoría de las economías capitalistas avanzadas. Sin embargo, la deuda total (pública, empresarial y familiar) ha alcanzado el 300 % del PIB.

El auge del proteccionismo y la desaceleración del comercio mundial afectarán sin duda a China. La única manera de superar esta crisis será impulsar aún más la descarga de su sobreproducción en el mercado mundial, lo que a su vez aumentará las tensiones a escala mundial y, al mismo tiempo, agravará la crisis del sistema en su conjunto.

En esta titánica lucha entre dos gigantes económicos, la pregunta se plantea sin rodeos: ¿quién prevalecerá? Las columnas de la prensa occidental están llenas de valoraciones negativas y advertencias alarmistas sobre el futuro de la economía china.

La prensa occidental se empeña en presentar una imagen muy negra de la economía china, como hace invariablemente con la economía rusa, que, sin embargo, sigue manteniendo una tasa de crecimiento saludable de entre el 4 y el 5 por ciento anual. Esto no sugiere precisamente una economía al borde del colapso.

China no es inmune a la crisis, pero también cuenta con considerables reservas para hacer frente a este reto y salir de él con muchos menos daños de los que a menudo se anuncian en la prensa occidental. Sobre todo, hay que tener en cuenta que China, aunque es un país capitalista, sigue teniendo muchas peculiaridades.

De hecho, es una economía que aún mantiene elementos muy importantes de control, intervención y planificación estatales. Esto le favorece mucho en comparación con países como Estados Unidos.

También hay importantes factores políticos, culturales y psicológicos que pueden desempeñar un papel decisivo en cualquier conflicto con potencias imperialistas extranjeras. El pueblo chino tiene recuerdos largos y amargos de su pasado de subyugación, explotación y humillación a manos del imperialismo.

Por mucho que puedan detestar a su propia clase dominante, el odio hacia los imperialistas extranjeros es mucho más profundo y puede proporcionar un poderoso apoyo al régimen en su lucha contra Estados Unidos.

Los círculos gobernantes de Estados Unidos han observado el auge de China con pánico creciente. Han adoptado una actitud beligerante, expresada, por un lado, en los escandalosos aumentos de los aranceles de Trump y, por otro, en las constantes provocaciones sobre Taiwán.

Los belicistas de Washington acusan constantemente a China de planear la invasión de lo que los chinos consideran una isla rebelde que es parte de China.

Pero los círculos gobernantes de China están dirigidos por hombres que hace tiempo que han aprendido el arte de la paciencia en la diplomacia. No necesitan invadir Taiwán. Saben que, tarde o temprano, se reunificará con el continente. Esperaron décadas para recuperar el control de Hong Kong de manos de los británicos. Y no ven ninguna razón para buscar una solución militar precipitada al problema.

Solo un grave error de cálculo por parte de los belicistas de Washington o una decisión precipitada de los nacionalistas taiwaneses de proclamar la independencia les provocaría a tomar medidas militares. En tales circunstancias, los hombres de Pekín tendrían todas las cartas en la mano.

Taiwán no podría resistir mucho tiempo frente al poderío del ejército y la marina chinos, que se encuentran a solo unos kilómetros de distancia, mientras que los estadounidenses tendrían que desplazar una gran fuerza para enfrentarse a condiciones difíciles y peligrosas al otro lado del océano.

En cualquier caso, nada indica que el propio Donald Trump busque un conflicto militar con China. Prefiere otros métodos, como la imposición de sanciones devastadoras y aranceles elevados, para obligar a China a someterse. Pero China tampoco tiene intención de someterse, ni en una guerra económica ni en un conflicto militar real.

Hasta hace poco, China proyectaba su poder principalmente a través de medios económicos, pero también está desarrollando su poderío militar. China ha anunciado recientemente un aumento del 7,2 % en el gasto en defensa. Ya cuenta con un ejército terrestre enorme y poderoso y ahora está desarrollando una armada igualmente poderosa y moderna para defender sus intereses en alta mar.

Un artículo reciente de la BBC afirma que ahora posee la marina más grande del mundo, superando a la de Estados Unidos. Tampoco es correcto decir que sus Fuerzas Armadas se basan en tecnología y equipos anticuados. El mismo artículo afirma que:

«China está ahora plenamente comprometida con el desarrollo de la guerra «inteligente», o métodos militares futuros basados en tecnologías disruptivas, especialmente la inteligencia artificial, según el Departamento de Defensa de Estados Unidos».

Y añade que:

«La Academia de Ciencias Militares de China ha recibido el mandato de garantizar que esto se lleve a cabo mediante la «fusión civil-militar», es decir, la unión de las empresas tecnológicas del sector privado chino con las industrias de defensa del país. Los informes sugieren que China ya podría estar utilizando la inteligencia artificial en la robótica militar y los sistemas de guía de misiles, así como en vehículos aéreos no tripulados y buques navales no tripulados».

Además, China tiene uno de los programas espaciales más activos del mundo. Entre otras misiones, tiene planes ambiciosos para construir una estación espacial en la Luna y visitar Marte. Aparte de su interés científico intrínseco, estos planes están claramente relacionados con un programa de rearme muy ambicioso.

El desarrollo de las fuerzas productivas en China es ahora un hecho consumado. No tiene sentido negarlo. Tampoco es, objetivamente hablando, un desarrollo negativo desde el punto de vista de la revolución mundial, ya que ha creado una clase obrera masiva, acostumbrada a un aumento constante de su nivel de vida durante un largo período. Se trata de una clase obrera joven y fresca, sin el lastre de las derrotas, sin ataduras a organizaciones reformistas.

«China es un dragón dormido. Dejad que China duerma, porque cuando despierte, sacudirá el mundo», es una frase que se atribuye con frecuencia a Napoleón. La haya dicho o no, sin duda se aplica al poderoso proletariado chino actual. El momento de la verdad puede retrasarse algún tiempo. Pero cuando esa poderosa fuerza comience a moverse, provocará una explosión de proporciones sísmicas.

Equilibrio entre las potencias

El declive relativo del imperialismo estadounidense y el auge de China han creado una situación en la que algunos países pueden equilibrarse entre sí y ganar un pequeño grado de autonomía para perseguir sus propios intereses, al menos a nivel regional. Esto incluye a países como Turquía, Arabia Saudí, India y otros en diferentes grados.

El auge de los BRICS, que se lanzaron oficialmente en 2009, representa un intento de China y Rusia de reforzar su posición en la escena mundial, proteger sus intereses económicos y vincular a toda una serie de países a su esfera de influencia.

La aplicación de amplias sanciones económicas por parte del imperialismo estadounidense contra Rusia aceleró este proceso. Al elaborar mecanismos para evitar y superar las sanciones, Rusia ha establecido una serie de alianzas con otros países, entre ellos Arabia Saudí, India, China y muchos otros.

En lugar de demostrar el poder de Estados Unidos, el fracaso de las sanciones puso de manifiesto los límites de la capacidad del imperialismo estadounidense para imponer su voluntad y empujó a varios países a considerar alternativas al dominio estadounidense de las transacciones financieras. La membresía del BRICS se ha ampliado con la invitación o la solicitud de adhesión de nuevos países.

Al abordar esta cuestión, es importante tener sentido de la proporción. Por importantes que sean estos cambios, BRICS está plagado de todo tipo de contradicciones. Brasil, aunque forma parte del BRICS, también es miembro del Mercosur, el bloque de libre comercio sudamericano, que está negociando un acuerdo de libre comercio con la UE. 

India forma parte de él, pero se muestra reacia a permitir la adhesión de nuevos miembros, ya que ello reduciría su peso en el bloque. También mantiene una «asociación estratégica» con Estados Unidos, forma parte de la alianza militar y de seguridad Quad con Estados Unidos, Japón y Australia, y su Armada realiza maniobras militares periódicas con Estados Unidos.

Lo significativo aquí es que un país como la India, aliado de Estados Unidos y rival de China, ha desempeñado un papel importante a la hora de ayudar a Rusia a eludir las sanciones estadounidenses. La India compra petróleo ruso a precio reducido y luego lo revende a Europa en forma de productos refinados a un precio más alto. Por ahora, Estados Unidos ha decidido no tomar medidas contra la India.

Hasta ahora, los BRICS no son más que una alianza flexible de países. El acoso imperialista de Estados Unidos a sus rivales es lo que los está acercando y animando a otros a unirse.

Crisis en Europa

Mientras que Estados Unidos ha sufrido un declive relativo de su fuerza e influencia a nivel mundial, las antiguas potencias imperialistas europeas —Gran Bretaña, Francia, Alemania y las demás— han declinado mucho más desde sus días de gloria, hasta convertirse en potencias mundiales de segundo orden. Cabe señalar que Europa, como bloque imperialista, se ha debilitado especialmente en la última década. Una serie de golpes militares, por ejemplo, han desplazado a Francia de África Central y el Sahel, en gran medida en beneficio de Rusia.

Las potencias europeas siguieron al imperialismo estadounidense en su guerra interpuesta contra Rusia en Ucrania, lo que ha tenido un impacto devastador en su economía. Desde el colapso del estalinismo en 1989-1991, Alemania había seguido una política de expansión de su influencia hacia el Este y había establecido estrechos vínculos económicos con Rusia. La industria alemana se había beneficiado de la energía barata de Rusia. Antes de la guerra de Ucrania, más de la mitad del gas natural de Alemania, un tercio de todo el petróleo y la mitad de sus importaciones de carbón procedían de Rusia.

Esta fue una de las razones del éxito de la industria alemana en el mundo, siendo las otras dos la desregulación del mercado laboral (llevada a cabo bajo gobiernos socialdemócratas) y la inversión en la industria en la segunda mitad del siglo pasado. El dominio de la Unión Europea por parte de la clase dirigente alemana y el libre comercio con China y Estados Unidos completaron un círculo virtuoso que permitió a Alemania salir aparentemente indemne de la crisis de 2008.

La situación era similar para el conjunto de la UE, donde Rusia era el mayor proveedor de petróleo (24,8 %), gas por gasoducto (48 %) y carbón (47,9 %). Las sanciones europeas impuestas a Rusia tras el inicio de la guerra en Ucrania provocaron un fuerte aumento de los precios de la energía, con el consiguiente efecto sobre la inflación y la pérdida de competitividad de las exportaciones europeas. Al final, Europa ha tenido que importar gas natural licuado (GNL) mucho más caro de Estados Unidos y productos petrolíferos rusos mucho más caros a través de la India.

De hecho, gran parte del gas de Alemania sigue procediendo de Rusia, solo que ahora lo hace en forma de GNL, a un precio mucho más elevado. Las clases dominantes alemana, francesa e italiana se han disparado en el pie y ahora están pagando un alto precio. Ya bajo la presidencia de Biden, Estados Unidos ha pagado a sus aliados europeos con una guerra comercial contra ellos mediante una serie de medidas proteccionistas y subvenciones industriales.

La Comunidad Económica Europea, y más tarde la Unión Europea, representaron un intento por parte de las debilitadas potencias imperialistas del continente de agruparse tras la Segunda Guerra Mundial con la esperanza de tener más peso en la política y la economía mundiales. En la práctica, el capital alemán dominaba a las demás economías más débiles. Mientras hubo crecimiento económico, se logró un cierto grado de integración económica e incluso una moneda única.

Sin embargo, las diferentes clases dominantes nacionales que la componen siguieron existiendo, cada una con sus propios intereses particulares. A pesar de todo lo que se ha dicho, no existe una política económica común, ni una política exterior unida, ni un ejército único para aplicarla. Mientras que el capital alemán se basaba en las exportaciones industriales competitivas y sus intereses se encontraban en el Este, Francia obtiene grandes sumas en subvenciones agrícolas de la UE, y sus intereses imperialistas se encuentran en las antiguas colonias francesas, principalmente en África.

La crisis de la deuda soberana que siguió a la recesión de 2008 llevó a la UE al límite. La situación ha empeorado aún más. El reciente informe del expresidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, describe la crisis del capitalismo europeo en términos alarmantes, pero no se equivoca. En el fondo, la razón por la que la UE no es capaz de competir con sus rivales imperialistas en el mundo es que no es una entidad económico-política única, sino más bien un conjunto de varias economías pequeñas y medianas, cada una con su propia clase dominante, sus propias industrias nacionales, sus propios conjuntos de regulaciones, etc. La economía europea es esclerótica y ha sido superada por sus rivales en términos de crecimiento de la productividad.

Las fuerzas productivas han sobrepasado los límites del Estado-nación, y este problema es especialmente grave en las economías pequeñas pero muy desarrolladas de Europa.

El prolongado declive de las potencias imperialistas europeas quedó enmascarado por el hecho de que Estados Unidos garantizaba su defensa y apoyaba políticamente a la UE. Durante casi 80 años, el imperialismo estadounidense sostuvo a Europa, bajo su dominio, como baluarte contra la Unión Soviética. Este acuerdo resultó muy útil para el capitalismo europeo, ya que le permitió externalizar una parte considerable de sus gastos de defensa militar a su poderoso primo del otro lado del Atlántico.

Eso se ha acabado. El imperialismo estadounidense bajo Trump ha decidido gestionar su declive relativo tratando de llegar a un acuerdo con Rusia para poder concentrarse mejor en su principal rival en la escena mundial: China. El centro de la política y la economía mundial ya no es el Atlántico, sino el Pacífico. Ese cambio se ha estado gestando desde el final de la Segunda Guerra Mundial, pero ahora ha salido a la superficie de forma explosiva.

Se trata de un choque importante para las relaciones internacionales que nadie puede ignorar. Si Estados Unidos quiere llegar a un entendimiento con Rusia, eso deja al imperialismo europeo en una posición muy débil. Estados Unidos ya no es su amigo ni su aliado. Algunos han llegado incluso a decir que Washington considera ahora a Europa como un rival o un enemigo.

Como mínimo, Trump ha dejado claro que Estados Unidos ya no está dispuesto a subvencionar la defensa de Europa. La retirada del paraguas protector de Estados Unidos, como lo han descrito algunos, ha puesto de manifiesto todas las debilidades acumuladas por el imperialismo europeo, que se han ido acumulando durante décadas de declive.

La crisis del capitalismo europeo tiene importantes implicaciones políticas y sociales. El auge de las fuerzas populistas de derecha, euroescépticas y antisistema en todo el continente es una consecuencia directa de ello. La clase trabajadora europea, con sus fuerzas prácticamente intactas y sin derrotar, no aceptará una nueva ronda de recortes de austeridad y despidos masivos sin luchar. El escenario está listo para una explosión de la lucha de clases.

Guerra en Oriente Medio

El actual conflicto en Oriente Medio solo puede entenderse en el contexto de la situación mundial. El imperialismo estadounidense se había debilitado en Oriente Medio, mientras que Rusia, China y también Irán se habían fortalecido. Israel se sentía amenazado. El ataque del 7 de octubre fue un duro golpe para la clase dominante israelí. Destruyó el mito de la invencibilidad y puso en tela de juicio la capacidad del Estado sionista para proteger a sus ciudadanos judíos, la cuestión clave que la clase dominante israelí había utilizado para reunir a la población detrás de ella.

También puso claramente de manifiesto el colapso de los Acuerdos de Oslo, firmados tras el colapso del estalinismo. Todo fue un fraude cínico de principio a fin. La clase dominante sionista nunca tuvo realmente la intención de conceder a los palestinos una patria viable. Consideraba a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) simplemente como una forma de externalizar la vigilancia de los palestinos. Esto desacreditó a Fatah y a la AP —considerados, con toda razón, meros títeres de Israel— y condujo, con la aquiescencia de Israel, al auge de Hamás, que muchos veían como la única fuerza que luchaba por los derechos nacionales palestinos.

Sin embargo, en realidad, los métodos reaccionarios de Hamás han llevado a los palestinos a un callejón sin salida del que es difícil vislumbrar una salida.

Los Acuerdos de Abraham, firmados en 2020 bajo la presión de la primera administración Trump, tenían por objeto establecer la posición de Israel en la región como actor legítimo y normalizar las relaciones comerciales entre este y los países árabes. Esto habría supuesto el entierro de las aspiraciones nacionales palestinas, algo que los regímenes árabes reaccionarios estaban muy dispuestos a hacer. El ataque del 7 de octubre fue una respuesta desesperada a ello.

El ataque fue inicialmente recibido con júbilo por los palestinos, pero tuvo consecuencias terribles. Le dio a Netanyahu, que inmediatamente antes se había enfrentado a una larga ola de protestas masivas, una excusa perfecta para lanzar una campaña genocida contra Gaza. Un año después, los israelíes habían reducido Gaza a un montón de escombros humeantes, pero no habían logrado sus objetivos declarados: la liberación de los rehenes y la destrucción de Hamás. Esto provocó manifestaciones masivas de cientos de miles de israelíes e incluso una breve huelga general en septiembre de 2024.

El carácter de estas manifestaciones no era de apoyo a la causa palestina, ni de oposición a la guerra per se. Sin embargo, el hecho de que hubiera tal grado de oposición masiva al primer ministro en medio de la guerra es una indicación de la profundidad de las divisiones dentro de la sociedad israelí.

El colapso de su apoyo empujó a Netanyahu a agravar la situación con la invasión del Líbano y un ataque contra Hezbolá, acompañado de constantes provocaciones contra Irán. Para salvarse políticamente, ha demostrado en repetidas ocasiones que estaría dispuesto a desencadenar una guerra regional, lo que obligaría a Estados Unidos a intervenir directamente a su lado.

A pesar del peligro de que la masacre de Gaza pudiera conducir a la desestabilización revolucionaria de los regímenes reaccionarios árabes (en Arabia Saudí, Egipto y, sobre todo, en Jordania), Biden dejó claro que su apoyo a Israel era «firme como una roca», y Netanyahu cobró este cheque en blanco en repetidas ocasiones, siguiendo un camino de escalada hacia una guerra regional. Además de la masacre genocida en Gaza, lanzó una invasión terrestre del Líbano, ataques aéreos contra Irán, Yemen y Siria, y luego una invasión terrestre de Siria.

El colapso repentino e inesperado del régimen de Assad en Siria ha cambiado una vez más el equilibrio de fuerzas en la región. Turquía es una potencia capitalista menor en términos de economía mundial, pero es una potencia con grandes ambiciones regionales. Erdogan ha sabido aprovechar muy hábilmente el conflicto entre el imperialismo estadounidense y Rusia en su propio beneficio.

Intuyendo que Irán y Rusia, con quienes Erdogan había llegado a un acuerdo en Siria en 2016, estaban ocupados en otros frentes (Rusia en Ucrania e Irán en el Líbano), Erdogan decidió respaldar la ofensiva de los yihadistas del HTS desde Idlib. Para sorpresa de todos, eso precipitó el colapso total del régimen. El grado en que ya había sido vaciado por las sanciones económicas, la corrupción y el sectarismo era mucho mayor de lo que nadie había imaginado. El actual reparto de Siria es la continuación de más de 100 años de injerencia imperialista que se remonta al acuerdo Sykes-Picot.

En última instancia, no puede haber paz en Oriente Medio mientras no se resuelva la cuestión nacional palestina. Pero esto no puede lograrse bajo el capitalismo. Los intereses de la clase dominante sionista en Israel (respaldada por la potencia imperialista más poderosa del mundo) no permiten la formación de una verdadera patria para los palestinos, y menos aún el derecho al retorno de millones de refugiados.

Desde un punto de vista puramente militar, los palestinos no pueden derrotar a Israel, una potencia imperialista capitalista moderna con la tecnología militar más sofisticada y un servicio de inteligencia sin igual. Además, cuenta con el respaldo total del imperialismo estadounidense.

Entonces, ¿en qué otras fuerzas pueden confiar los palestinos? No se puede depositar ninguna confianza en los regímenes árabes reaccionarios, que defienden de boquilla la causa palestina, pero que la han traicionado y han colaborado con Israel y el imperialismo en todo momento.

Los únicos verdaderos amigos de los palestinos se encuentran en la calle árabe: las masas oprimidas de trabajadores, campesinos, pequeños comerciantes y pobres urbanos y rurales. Pero su tarea inmediata es ajustar cuentas con sus propios gobernantes reaccionarios. Esto plantea la cuestión de la abolición del capitalismo mediante la expropiación de los terratenientes, los banqueros y los capitalistas. Sin esto, la revolución en el Norte de África y Oriente Medio  nunca podrá triunfar.

Existe una poderosa clase obrera en la región, sobre todo en Egipto y Turquía, pero también en Arabia Saudí, los Estados del Golfo y Jordania. Un levantamiento exitoso en cualquiera de estos países, que llevara al poder a la clase obrera, cambiaría el equilibrio de fuerzas. De este modo, se crearían condiciones más favorables para la liberación de los palestinos y se prepararía el camino para una guerra revolucionaria contra Israel, que se derivaría inevitablemente de toda la situación.

El Estado de Israel y su clase dominante sionista solo pueden ser derrotados dividiendo a la población del país en líneas de clase. Por el momento, la perspectiva de una división de clases en Israel parece lejana. Sin embargo, la guerra y los conflictos constantes pueden llevar finalmente a una parte de las masas israelíes a llegar a la conclusión de que la única vía para la paz es una solución justa de la cuestión nacional palestina.

Sin una perspectiva de transformación socialista revolucionaria de la sociedad, las guerras interminables, libradas por gobiernos reaccionarios con las potencias imperialistas moviendo los hilos, no resolverán nada. Bajo el dominio del imperialismo, los alto el fuego temporales y los acuerdos de paz solo prepararán el camino para nuevas guerras. Pero la inestabilidad general, que es tanto la causa de las guerras como su consecuencia, creará las condiciones para un movimiento revolucionario de las masas en el próximo período.

La revolución palestina triunfará como revolución socialista y como parte de un levantamiento general de las masas de trabajadores y campesinos pobres contra los regímenes reaccionarios de la región, o no triunfará en absoluto. Los países de Oriente Medio y el norte de África poseen colosales recursos sin explotar que podrían garantizar una sociedad próspera y floreciente. En lugar de ello, toda la historia del Norte de África y Oriente Medio  tras la llamada independencia del dominio imperialista directo no ha sido más que una pesadilla para la mayoría del pueblo. La burguesía ha demostrado ser incapaz de resolver ninguno de los problemas fundamentales.

Los estalinistas, basándose en la falsa teoría de las «dos etapas», que separa artificialmente la revolución proletaria de la llamada revolución democrática burguesa, han desempeñado un papel sumamente pernicioso. Esta teoría reaccionaria ha conducido a una derrota tras otra, creando las condiciones para el surgimiento de regímenes dictatoriales reaccionarios y opresivos y la locura del fundamentalismo religioso en un país tras otro. Solo una revolución socialista victoriosa puede poner fin a esta pesadilla.

Solo una federación socialista puede resolver la cuestión nacional de una vez por todas. Todos los pueblos, palestinos y judíos israelíes, pero también kurdos, armenios y todos los demás, tendrían derecho a vivir en paz dentro de una federación socialista. El potencial económico de la región se realizaría plenamente en un plan común de producción socialista. El desempleo y la pobreza serían cosa del pasado. Solo sobre esa base podrían superarse los viejos odios nacionales y religiosos. Serían como el recuerdo de una pesadilla.

Esta es la única esperanza real para los pueblos de Oriente Medio.

La carrera armamentística y el militarismo

Históricamente, cualquier cambio significativo en el equilibrio de poder entre las diferentes potencias imperialistas tendía a resolverse mediante la guerra, principalmente las dos guerras mundiales del siglo XX. Hoy en día, la existencia de armas nucleares descarta una guerra mundial abierta en el futuro inmediato.

Los capitalistas van a la guerra para asegurar mercados, campos de inversión y esferas de influencia. Una guerra mundial hoy en día conduciría a la destrucción total de las infraestructuras y la vida, de la que ningún poder se beneficiaría. Para que se produjera una guerra mundial, sería necesario un líder bonapartista enloquecido que gobernara una gran potencia nuclear. Eso solo sería posible sobre la base de derrotas decisivas de la clase obrera. Esa no es la perspectiva que tenemos por delante.

Sin embargo, el conflicto entre las potencias imperialistas, que refleja la lucha por imponer una nueva redivisión del planeta, domina la situación mundial. Esto se expresa en varias guerras regionales, que están causando una destrucción masiva y matando a decenas de miles de personas, así como en tensiones comerciales y diplomáticas, que no dejan de crecer. El año pasado se registró el mayor número de guerras desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Esto ha dado lugar a una nueva carrera armamentística, al crecimiento del militarismo en los países occidentales y a una mayor presión para reconstruir, reequipar y modernizar las fuerzas armadas en todas partes. Estados Unidos tiene previsto gastar unos 1,7 billones de dólares en 30 años para renovar su arsenal nuclear. Ahora ha decidido desplegar misiles de crucero en territorio alemán por primera vez desde la Guerra Fría.

Todos los países de la OTAN están sometidos a una fuerte presión para aumentar su gasto en defensa. China ha anunciado un aumento del 7,2 % en su gasto en defensa. Como consecuencia de la guerra, en 2024 el gasto militar de Rusia creció un 40 %, alcanzando el 32% del gasto federal total y el 6,68 % del PIB. El gasto militar mundial en 2023 alcanzó los 2,44 billones de dólares, lo que supone un aumento del 6,8 % con respecto a 2022. Se trata del mayor aumento desde 2009 y el nivel más alto jamás registrado.

Se trata de cantidades astronómicas, por no hablar de la mano de obra y el desarrollo tecnológico desperdiciados, que podrían haberse utilizado para fines socialmente necesarios. Este es un punto que los comunistas debemos destacar en nuestra propaganda y agitación.

Sería simplista decir que los capitalistas se están embarcando en una nueva carrera armamentística para impulsar el crecimiento económico. De hecho, el gasto en armamento es intrínsecamente inflacionista y cualquier efecto sobre la economía será a corto plazo y se verá compensado por recortes en otros sectores. A largo plazo, constituye una sangría para la economía productiva al desviar la plusvalía. Más bien es el conflicto entre las potencias imperialistas por la redistribución del mundo lo que está alimentando el aumento del gasto militar. El capitalismo en su fase imperialista conduce inevitablemente a conflictos entre las potencias y, en última instancia, a la guerra.

La lucha contra el militarismo y el imperialismo se ha convertido en un punto central de nuestra época. Somos firmes opositores a las guerras imperialistas y al imperialismo, pero no somos pacifistas. Debemos subrayar que la única forma de garantizar la paz es la abolición del sistema capitalista que engendra la guerra.

El desesperado rearme del capitalismo europeo

En el caso de Europa, el impulso hacia el militarismo y el gasto en armamento es el resultado del fortalecimiento del imperialismo ruso, que sale victorioso de la guerra en Ucrania, la retirada del apoyo militar estadounidense y el intento de las potencias europeas de demostrar que siguen teniendo un papel en la escena mundial.

El gasto militar de Rusia para 2024 fue de alrededor de 13,1 billones de rublos (145.900 millones de dólares), lo que representa el 6,68 % del PIB del país. Esto supone un aumento de más del 40 % con respecto al año anterior. Si se ajusta a la paridad del poder adquisitivo, esta cifra se aproxima a los 462.000 millones de dólares.

Mientras tanto, Europa ha aumentado sustancialmente su gasto militar en un 50 % en términos nominales desde 2014, alcanzando un total colectivo de 457.000 millones de dólares en 2024. En este caso, tiene sentido ajustar la cifra rusa al poder adquisitivo, ya que lo que estamos comparando es la cantidad de tanques, piezas de artillería o municiones que se pueden comprar con cada dólar, en Rusia y en Europa. En otras palabras, Rusia gasta más que toda Europa en materia militar.

Rusia también supera a toda la OTAN, incluidos los Estados Unidos, en la producción de municiones, cohetes y tanques. Según estimaciones de los servicios de inteligencia de la OTAN, Rusia produce 3 millones de municiones de artillería al año. El conjunto de la OTAN, incluidos los Estados Unidos, solo tiene capacidad para producir 1,2 millones, menos de la mitad de la cifra rusa.

Además, la guerra en Ucrania ha transformado por completo la forma de hacer la guerra. Como siempre, la guerra permite probar nuevas tecnologías y técnicas en condiciones reales, que se impulsan y ajustan rápidamente al campo de batalla. Los ejércitos combatientes se ven obligados a desarrollar rápidamente medios y tácticas para contrarrestarlas. Hemos asistido a la introducción de un gran número de drones (aéreos, terrestres y marítimos), técnicas de vigilancia y de interferencia electrónicas , etc.

Los únicos ejércitos que tienen experiencia real con estos nuevos métodos son los de Ucrania y Rusia. Occidente está muy rezagado en todos estos campos. La guerra de Ucrania ha cambiado drásticamente el equilibrio militar de fuerzas a favor de Rusia.

Esto no significa que Rusia tenga interés en invadir Europa, ni siquiera una parte de ella. La llamada amenaza ha sido enormemente exagerada por la clase dominante para justificar un gran aumento del gasto militar y tratar de reducir la oposición pública. Rusia no tiene ningún interés en invadir el oeste de Ucrania —lo que sería una empresa mucho más costosa y agotadora que la actual campaña militar rusa— y mucho menos en invadir países de la OTAN.

La amenaza desde el punto de vista del capitalismo europeo no es realmente la de una invasión rusa o un conflicto militar abierto entre los ejércitos ruso y europeo. Eso sería muy costoso para ambas partes. Además, implicaría a dos bandos que poseen armas nucleares, lo que sería muy peligroso.

La verdadera amenaza para el imperialismo europeo en crisis es haber sido abandonado o degradado por la mayor potencia imperialista del mundo, al tiempo que es vecino de otra potencia imperialista poderosa, que está saliendo enormemente fortalecida de la guerra actual.

Rusia tiene mucho peso (militar y en términos de recursos energéticos) y ya está ejerciendo una poderosa influencia en la escena política europea. Países como Hungría y Eslovaquia ya han roto filas con la orientación atlantista de las potencias europeas dominantes. En otros, hay fuerzas políticas emergentes que avanzan en una dirección similar en mayor o menor medida (Alemania, Austria, Rumanía, República Checa, Italia).

Lo que defiende el imperialismo europeo no es la vida y los hogares de los pueblos de Europa, sino los beneficios de sus empresas multinacionales y las ambiciones imperialistas depredadoras de sus clases capitalistas dominantes. Rusia es un rival del capitalismo alemán en Europa Central y Oriental. Rusia es un rival del imperialismo francés en África.

La prolongada crisis del capitalismo europeo significa que, una vez que se retire la protección de Estados Unidos, no podrá mantenerse por sí solo. Se ve amenazado con ser dividido entre los intereses rivales de Estados Unidos, Rusia y China. Las tendencias centrífugas se están haciendo cada vez más fuertes, a medida que cada clase capitalista comienza a afirmar sus propios intereses nacionales. No se descarta en absoluto que estas tendencias conduzcan finalmente a la ruptura de la Unión Europea.

La economía mundial: de la globalización a las guerras comerciales y el proteccionismo

La introducción por parte de Trump de aranceles de amplio espectro el 2 de abril marcó un punto de inflexión en la economía mundial. Pero el proceso de desaceleración de la globalización y el giro hacia el proteccionismo había comenzado antes.

La recesión mundial de 2008 fue un punto de inflexión en la crisis capitalista. En el período inmediatamente anterior a la crisis, la economía mundial crecía alrededor del 4 % anual. Entre la crisis de 2008 y la crisis pandémica de 2020, solo creció un 3 %. Antes de los aranceles de Trump, ya se situaba en torno al 2 %, la tasa de crecimiento más baja en tres décadas.

De hecho, la economía mundial nunca se ha recuperado de la recesión de 2008. En aquel momento se produjo un rescate masivo de los bancos, una medida desesperada para salvar el sector financiero. Los Estados europeos acumularon enormes deudas y déficits presupuestarios y se vieron obligados a aplicar medidas de austeridad. Se hizo pagar el precio de la crisis del capitalismo a la clase trabajadora.

La clase dominante, presa del pánico, respondió con un programa masivo de flexibilización cuantitativa, la inyección de una enorme cantidad de dinero en la economía y la bajada sin precedentes de los tipos de interés hasta cero o incluso a valores negativos. Sin embargo, esto no produjo la recuperación, ya que los hogares también estaban endeudados. No había ningún campo productivo en el que invertir, por lo que el exceso de liquidez infló burbujas bursátiles, las criptomonedas, etc.

Las medidas de austeridad aplicadas por los gobiernos en todas partes provocaron movimientos de masas en todo el mundo en 2011: la Primavera Árabe, el movimiento Occupy en Estados Unidos, el movimiento de los «indignados» en España, el movimiento de la plaza Syntagma en Grecia, etc.

Esto reflejaba un creciente descontento contra el sistema capitalista, que estaba haciendo pagar a la clase trabajadora las medidas de rescate bancario, lo que llevó al descrédito de todas las instituciones burguesas. Ese cambio de conciencia, como hemos visto, encontró su expresión política en el auge de un nuevo tipo de reformismo de izquierda alrededor de 2015: Podemos, Syriza, Corbyn, Mélenchon, Sanders y los «gobiernos progresistas» de América Latina.

Las masas se sintieron atraídas por ellos debido a su oposición aparentemente radical a la austeridad. Ese proceso llegó a su fin cuando se pusieron de manifiesto las limitaciones del reformismo: con la traición del gobierno de Syriza en Grecia; el apoyo de Sanders a Clinton; el colapso del corbynismo; y la entrada de Podemos en un gobierno de coalición en el Estado español.

En los países dominados por el imperialismo, asistimos a levantamientos e insurrecciones masivas (en Puerto Rico, Haití, Ecuador, Chile, Sudán, Colombia, etc.). Las movilizaciones masivas durante la lucha por la república en Catalunya en 2017 y 2019 también formaron parte de esta misma tendencia general.

Sin embargo, la falta de dirección hizo que ninguno de ellos terminara con el derrocamiento del capitalismo, lo que habría sido posible.

La pandemia de la COVID-19 en 2020 representó un choque externo para la economía en un momento en que ya se encaminaba hacia una nueva recesión (sin haberse recuperado completamente de la crisis de 2008). Esto finalmente empujó a la economía mundial al abismo.

Una vez más, presa del pánico, la clase dominante recurrió a medidas desesperadas para evitar una explosión social. En los países capitalistas avanzados, el Estado pagó a los trabajadores para que se quedaran en casa, con un coste enorme para las finanzas públicas, que ya estaban sobrecargadas por la deuda de la crisis anterior.

Durante los últimos 15 años, los repetidos intentos de reactivar la economía mundial inyectando enormes cantidades de liquidez en el sistema mediante la flexibilización cuantitativa, tipos de interés históricamente bajos (2009-21) y otras medidas similares, tomadas en estado de pánico, han fracasado estrepitosamente a la hora de lograr un crecimiento económico sustancial. Los capitalistas, a pesar de haber sido inundados con dinero, no han invertido.

El factor clave fue que los capitalistas necesitan un mercado en el que vender sus productos para obtener beneficios. La acumulación masiva de deuda significa que los hogares y las empresas no pueden impulsar el consumo.

La deuda combinada de los hogares, los Estados y las empresas del mundo ha alcanzado alrededor de 313 billones de dólares, es decir, el 330 % del PIB mundial, frente a los 210 billones de hace una década.

La deuda es un reflejo de que los límites del sistema se han estirado hasta su punto de ruptura y ahora actúa como una enorme barrera para cualquier desarrollo ulterior. La combinación de altos niveles de deuda estatal y tipos de interés más elevados ya ha llevado al borde del abismo a una serie de países dominados. Otros les seguirán.

La pandemia también tuvo un impacto en la conciencia, revelando la incapacidad del sistema capitalista de lucro privado para hacer frente a una emergencia sanitaria y cómo los beneficios primaron sobre la vida humana para los gigantes farmacéuticos.

En las décadas de 1990 y 2000, se produjo un cierto crecimiento de la economía mundial, aunque la tasa de crecimiento fue sustancialmente inferior a la del auge de la posguerra de 1948-1973, cuando se produjo un importante desarrollo de las fuerzas productivas. Además de esto, el crecimiento económico en el período previo a 2008 se basó en la expansión del crédito y la «globalización». Esto permitió al sistema superar sus límites, de forma parcial y temporal. La globalización supuso la expansión del comercio mundial, la reducción de las barreras arancelarias, el abaratamiento de los bienes de consumo y la apertura de nuevos mercados y campos de inversión en países dominados por el imperialismo.

Ahora, todos esos factores se han convertido en su contrario. La expansión del crédito y la liquidez se han convertido en una montaña de deuda.

La globalización (la expansión del comercio mundial) fue uno de los principales motores del crecimiento económico durante todo un período tras el colapso del estalinismo en Rusia y la restauración del capitalismo en China y su integración en la economía mundial. En cambio, lo que tenemos ahora son barreras arancelarias y guerras comerciales entre todos los grandes bloques económicos (China, la UE y EE. UU.), cada uno tratando de salvar su propia economía a costa de los demás.

En 1991, el comercio mundial representaba el 35 % del PIB mundial, una cifra que se había mantenido prácticamente sin cambios desde 1974. A continuación, comenzó un período de fuerte crecimiento hasta alcanzar un máximo del 61 % en 2008. Desde entonces se ha mantenido estancado.

Antes de la reciente ronda de aranceles, el FMI preveía que el comercio mundial crecería solo un 3,2 % anual a medio plazo, un ritmo muy inferior a su tasa media de crecimiento anual del 4,9 % entre 2000 y 2019. La expansión del comercio mundial ya no es un motor del crecimiento económico como lo fue en el pasado. Ahora, todo el proceso se ha invertido.

La tendencia al proteccionismo, síntoma de la crisis del capitalismo, se había ido acumulando durante un tiempo. En 2023, los gobiernos de todo el mundo introdujeron 2500 medidas proteccionistas (incentivos fiscales, subvenciones específicas y restricciones comerciales), el triple que cinco años antes.

Durante la primera presidencia de Trump, Estados Unidos adoptó una postura proteccionista agresiva, no solo contra China, sino también contra la UE, una política que continuó bajo Biden. Biden promulgó una serie de leyes (la ley CHIPS, la llamada Ley de Reducción de la Inflación, etc.) y medidas destinadas a beneficiar a la producción estadounidense a expensas de las importaciones del resto del mundo. Desde la reelección de Donald Trump, todas las tendencias proteccionistas se han acelerado considerablemente y han desembocado en una guerra comercial abierta.

El aumento del proteccionismo y la aplicación de aranceles supondrán una nueva sacudida para la economía mundial, tras la pandemia y la guerra de Ucrania. Esto se sumará a las persistentes presiones inflacionistas en la economía -además de la financiación del déficit, el gasto militar, los cambios demográficos y el cambio climático-, al tiempo que minará la demanda. 

Sin embargo, la situación económica es muy precaria. Existe la posibilidad de un nuevo desplome en el próximo periodo, e incluso no podría descartarse una posible depresión

Los aranceles de Trump

El giro brusco de Trump hacia el proteccionismo y la guerra comercial abierta con China es un síntoma de la crisis del capitalismo estadounidense. Significa reconocer que las empresas manufactureras estadounidenses no pueden competir en el mercado mundial sin la intervención del Estado. Al mismo tiempo, el proteccionismo es una forma de que los países capitalistas rivales hagan pagar a otros el precio de la crisis. «America First» [EE. UU. primero] significa necesariamente «todos los demás últimos».

Con sus amplias medidas proteccionistas, Trump persigue varios objetivos. 1) Penalizar la importación de productos manufacturados y, así, recuperar los puestos de trabajo del sector manufacturero para Estados Unidos. 2) Detener el auge de China como rival económico. 3) Utilizar los ingresos procedentes de los aranceles para aliviar el déficit presupuestario estadounidense, de modo que pueda mantener los recortes fiscales. 4) Utilizar los aranceles como moneda de cambio en las negociaciones con otros países para obtener concesiones políticas y económicas.

Es cierto que algunas empresas han anunciado inversiones en Estados Unidos como forma de eludir los aranceles y mantener el acceso al mercado estadounidense (el mayor mercado de consumo del mundo). Pero el establecimiento de nuevas fábricas es un proceso que llevará tiempo y es probable que cualquier ganancia en términos de nuevos puestos de trabajo se vea eliminada por el impacto a corto plazo de los aranceles en las cadenas de suministro.

Hoy en día, tras 30 años de globalización, las cadenas de suministro son extremadamente largas, con diferentes países especializados en diferentes partes del proceso productivo. La industria automovilística de Estados Unidos, México y Canadá está muy integrada, y las piezas cruzan varias veces las fronteras antes de ser ensambladas por etapas en diferentes países. Cualquier medida para acortar las cadenas de suministro tendrá un impacto disruptivo inmediato en la economía, lo que provocará un encarecimiento de los productos o, en algunos casos, incluso su escasez. La incertidumbre creada por el uso de los aranceles como herramienta de negociación por parte de Trump también tiene un impacto negativo en las decisiones de inversión.

Las economías de Estados Unidos y China están profundamente entrelazadas y son mutuamente dependientes. Para Estados Unidos, actualmente no existe un sustituto viable para la fabricación china: los productos chinos son asequibles y de alta calidad. Los esfuerzos por eliminarlos del mercado estadounidense, tal y como pretende Trump, probablemente causarían graves daños económicos mucho antes de que pudiera comenzar cualquier reactivación de la industria manufacturera estadounidense, si es que alguna vez se materializa.

Cualquier intento de deshacer esta relación tendrá consecuencias negativas para la economía mundial en su conjunto. Recordemos que, después de 1929, fue un giro general hacia el proteccionismo lo que llevó al mundo de la recesión económica a la depresión. El volumen del comercio mundial se redujo en un 25 % entre 1929 y 1933, y gran parte de ello fue consecuencia directa del aumento de las barreras comerciales.

Durante todo un periodo, la globalización permitió al sistema capitalista superar parcial y temporalmente los límites del Estado-nación. El proteccionismo representa un intento de volver a encerrar las fuerzas productivas en los estrechos confines del Estado-nación, con el fin de reafirmar el dominio del imperialismo estadounidense sobre los demás. Como advirtió Trotsky en la década de 1930:

«En ambas orillas del Atlántico se derrocha no poca energía mental para resolver el fantástico problema de cómo hacer para que el cocodrilo vuelva al huevo de gallina. El ultramoderno nacionalismo económico está irrevocablemente condenado por su propio carácter reaccionario; retrasa y disminuye las fuerzas productivas del hombre.». (El nacionalismo y economía, 1934)

Como era de esperar, los dirigentes sindicales de todo el mundo están respondiendo al proteccionismo alineándose detrás de sus propias clases dominantes «en defensa del empleo» en sus propios países. Los comunistas deben mantenerse firmes en un punto de vista de clase internacionalista e independiente. El enemigo de la clase obrera es la clase dominante, principalmente la nuestra propia en casa, no los trabajadores de otros países.

Ante los cierres de fábricas, debemos impulsar la consigna de la ocupación. En lugar de más rescates estatales de empresas privadas, exigimos la apertura de los libros de cuentas y la nacionalización bajo control obrero. Si las fábricas no pueden conseguir beneficios bajo el capitalismo, deben ser expropiadas, reequipadas y reorientadas para cumplir fines socialmente útiles bajo un plan democrático de producción. Ni el libre comercio ni el proteccionismo benefician a la clase obrera. Estas son solo dos políticas económicas diferentes con las que la clase dominante intenta hacer frente a las crisis del capitalismo. Nuestra alternativa es derrocar el sistema que las causa.

Crisis de legitimidad de las instituciones burguesas

La crisis del capitalismo, como sistema económico que ya es incapaz de desarrollar las fuerzas productivas de manera significativa y, por lo tanto, incapaz de mejorar el nivel de vida de una generación a otra, ha llevado a una profunda y creciente crisis de legitimidad de todas las instituciones políticas burguesas.

Existe una polarización obscena de la riqueza, con un pequeño puñado de multimillonarios que aumentan sus patrimonios, mientras que un número cada vez mayor de trabajadores tiene más dificultades para llegar a fin de mes y se enfrenta a recortes de austeridad, al poder adquisitivo de los salarios devorado por la inflación, al aumento de las facturas de energía, a la crisis de la vivienda, etc.

Los medios de comunicación, los políticos, los partidos políticos establecidos, los parlamentos, el poder judicial, todos son vistos como representantes de los intereses de una pequeña élite privilegiada, que toma decisiones para defender sus propios intereses egoístas en lugar de servir a las necesidades de la mayoría.

Esto es extremadamente significativo, ya que la clase dominante en tiempos normales gobierna a través de estas instituciones, que son generalmente aceptadas y consideradas como representantes de «la voluntad de la mayoría». Ahora eso está siendo cuestionado por capas cada vez más amplias de la sociedad.

En lugar del mecanismo normal de la democracia burguesa, que sirve para suavizar las contradicciones de clase, se está aceptando cada vez más la idea de la acción directa para alcanzar los objetivos propios. Un artículo de Le Monde advertía a Macron en Francia que, al impedir que el partido con más parlamentarios electos formara gobierno, corría el riesgo de que el pueblo llegara a la conclusión de que las elecciones no servían para nada. En Estados Unidos, uno de cada cuatro cree que la violencia política puede estar justificada para «salvar» al país, frente al 15 % del año anterior.

El auge de los demagogos antisistema es un indicio de esta erosión de la legitimidad de la democracia burguesa y sus instituciones. En el pasado, cuando un gobierno de derecha se desacreditaba, era sustituido por un gobierno «de izquierda» socialdemócrata, y cuando este se desacreditaba, era sustituido por un gobierno conservador. Eso ya no es un proceso automático.

En su lugar, se producen violentos giros hacia la izquierda y hacia la derecha, que los medios de comunicación caracterizan como el crecimiento del «extremismo político». Pero el fortalecimiento de los extremos en la política no es más que una forma de expresar el proceso de polarización social y política, que a su vez es un reflejo de la agudización de la lucha de clases. El colapso resultante del centro político es lo que llena de terror a la clase dominante. Desean detenerlo por todos los medios a su alcance, pero son incapaces de hacerlo.

La razón de ello no es difícil de ver. Los gobiernos de izquierda y derecha aplican hoy en día básicamente las mismas políticas de recortes y austeridad. Esto conduce al descrédito general de la política, al aumento constante de la abstención y a la aparición de todo tipo de terceros partidos alternativos, a menudo de carácter efímero. Los demagogos de derecha han sabido aprovechar el malestar existente contra el establishment, también debido a la incapacidad de la «izquierda» oficial para ofrecer una alternativa real.

El clamor del establishment capitalista liberal sobre el «peligro del fascismo» y la «amenaza de la extrema derecha» sirve para recabar apoyos para la política del mal menor, la idea de que «todos debemos unirnos para defender la democracia», que debemos «defender la República». Esto en un momento en el que, en la mayoría de los países, son los liberales quienes están en el poder llevando a cabo ataques contra la clase trabajadora, fomentando el militarismo… y atacando los derechos democráticos.

Así, se tilda de «fascista» o «autoritario» a Trump cuando aplica una política de expulsión de los no ciudadanos por su apoyo a Palestina. ¿Cómo llamar entonces a los gobiernos de los países europeos que han prohibido y reprimido brutalmente las manifestaciones a favor de Palestina? ¿Cómo definir lo que ocurre en Alemania y Francia, donde se detiene y deporta a los no ciudadanos por apoyar a Palestina?

Los liberales están utilizando los tribunales para aplicar medidas totalmente antidemocráticas con el fin de impedir que los políticos que no les gustan se presenten a las elecciones (como Le Pen en Francia) o, como en el caso de Rumanía, para anular las elecciones cuando no les gusta el resultado. Y luego dan la vuelta y llaman a la «unidad para defender la democracia» y a un «cordón sanitario contra la extrema derecha».

Se trata de una política criminal, que en realidad sirve para aumentar el apoyo a los demagogos de derecha, que entonces pueden decir: «¿Veis? La derecha y la izquierda son lo mismo».

Los comunistas lucharán contra cualquier medida reaccionaria contra los intereses de la clase obrera y contra los derechos democráticos, pero sería fatal que se nos viera de alguna manera apoyando la «democracia» en general (lo que significa apoyar al Estado capitalista) o mezclando banderas con los liberales cuando atacan a los demagogos de derecha.

En realidad, el atractivo de los demagogos de derecha revelará su carácter ilusorio en la medida en que entre en conflicto con la situación real. Trump ya está en el poder en Estados Unidos. Ha hecho muchas promesas. Cabalga sobre las expectativas de millones de personas que piensan que realmente va a «hacer a Estados Unidos grande de nuevo». Pero esto es una pura ilusión. Para la clase trabajadora, hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande significa tener trabajos decentes y bien pagados. Significa poder llegar a fin de mes sin verse obligados a tener dos o tres trabajos diferentes, o a tener que vender plasma sanguíneo para llegar a fin de mes.

Millones de personas en Estados Unidos tienen grandes ilusiones de que Trump traerá de vuelta los «buenos viejos tiempos» de la posguerra. Si hay algo seguro es que eso no va a suceder. La crisis del capitalismo significa que hoy en día está descartado el retorno a la edad de oro del boom de la posguerra o a los «locos años veinte».

No está descartado que, durante un breve periodo de tiempo, algunas de estas medidas —por ejemplo, los aranceles que promueven el desarrollo industrial en Estados Unidos a expensas de otros países— puedan tener un pequeño impacto. Muchos también le darán a Trump el beneficio de la duda durante un tiempo. También puede utilizar el argumento de que es el establishment, el «Estado profundo», el que no le permite llevar a cabo sus políticas.

Pero una vez que la realidad se imponga y se disipen estas ilusiones, el profundo sentimiento antisistema que impulsó a Trump al poder provocará un giro brusco hacia el lado opuesto del espectro político. Podríamos asistir a un giro igualmente brusco y violento del péndulo hacia la izquierda.

Hay un artículo de Trotsky titulado «Si Estados Unidos se hiciera comunista», en el que habla del temperamento estadounidense, que describe como «enérgico y violento»: «sería contrario a la tradición norteamericana realizar un cambio fundamental sin que se tome partido y se rompan cabezas».

El trabajador estadounidense es práctico y exige resultados concretos. Está dispuesto a pasar a la acción para conseguir lo que quiere. Farrell Dobbs, líder de la gran huelga de los Teamsters de Minneapolis en 1934, pasó directamente de ser republicano a dirigente trotskista. En su relato de la huelga, explica por qué. Para él, los trotskistas eran los que ofrecían las soluciones más prácticas y eficaces para hacer frente a los problemas a los que se enfrentaban los trabajadores.

Una situación explosiva: la radicalización de la juventud

La verdad es que la situación mundial está llena de potencial revolucionario. La ola insurreccional de 2019-2020 se vio parcialmente truncada por los confinamientos de la pandemia de la COVID-19, pero las condiciones que la desencadenaron no han desaparecido. En 2022, el levantamiento en Sri Lanka derrocó al presidente con la entrada de las masas en el palacio presidencial. Las huelgas masivas contra la contrarreforma de las pensiones en Francia en 2023 pusieron al gobierno contra las cuerdas. En 2024, las masas de Kenia, lideradas por la juventud revolucionaria, asaltaron el parlamento y obligaron a retirar el proyecto de ley de finanzas. En Bangladesh, un movimiento de la juventud estudiantil que se enfrentó a una brutal represión condujo a un levantamiento nacional y al derrocamiento del odiado régimen de Hasina.

Una característica común a todos estos movimientos es el papel protagonista desempeñado por la juventud. Cualquier persona menor de 30 años ha vivido toda su vida política en una situación marcada por la crisis de 2008, la pandemia de COVID-19, la guerra en Ucrania y la masacre en Gaza.

Más recientemente, hemos sido testigos de importantes movimientos de masas en Turquía, Serbia y Grecia. En el caso de Grecia, la rabia contra el encubrimiento del desastre ferroviario de Tempi, combinado con la ira acumulada por el empobrecimiento masivo resultante de la austeridad permanente y el profundo estancamiento del capitalismo griego, condujo a una huelga general masiva y a las mayores manifestaciones de protesta en el país desde la caída de la dictadura. El carácter masivo de la huelga general, en la que participaron no solo la clase obrera, sino también otros sectores de la sociedad (pequeños comerciantes, etc.), muestra el equilibrio real de fuerzas en la sociedad capitalista moderna. Cuando la clase obrera se mueve, puede arrastrar consigo a todos los sectores oprimidos.

En Serbia, el movimiento de protesta por el derrumbe de la marquesina de la estación de Novi Sad ha creado una crisis revolucionaria, con la mayor manifestación de protesta de la historia del país. Los estudiantes han desempeñado un papel decisivo, ocupando las universidades y organizándose a través de plenarios (asambleas) estudiantiles. Las protestas ya han derrocado al gobierno. Los estudiantes están tratando conscientemente de extender el movimiento a la clase obrera y al pueblo en general con la formación de zborovi, asambleas masivas en pueblos y ciudades, así como en algunos lugares de trabajo.

Ambos movimientos ponen de manifiesto dos características clave de la situación actual: el enorme potencial de la clase obrera y su peso social dominante, por un lado, y la extrema debilidad del factor subjetivo, por otro.

A esto se suma la radicalización de capas de la juventud en torno a cuestiones como los derechos democráticos, el movimiento masivo de mujeres contra la violencia y la discriminación (México, España), a favor o en defensa del derecho al aborto (Argentina, Chile, Irlanda, Polonia), a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo (Irlanda), el movimiento masivo contra la brutalidad policial contra la población negra (EE. UU. y Gran Bretaña), etc.

La crisis climática también se ha convertido en un factor radicalizador para esta generación de jóvenes que sienten muy fuertemente, y con toda razón, que a menos que las cosas cambien radicalmente, la vida en la Tierra está amenazada y que el sistema es el culpable.

La hipocresía y la doble moral del imperialismo con respecto a la masacre en Gaza, las llamadas «normas internacionales» y la represión policial del movimiento de solidaridad con Palestina les han abierto los ojos sobre el carácter del Estado capitalista, los medios de comunicación capitalistas y las instituciones internacionales.

Un sector cada vez mayor de la juventud se identifica con las ideas comunistas como la alternativa más radical contra el sistema capitalista. No es una mayoría, ni siquiera entre los jóvenes, pero sin duda se trata de un avance significativo.

El colapso del estalinismo ya queda 35 años atrás, por lo que para esta generación la propaganda de la clase dominante sobre «el fracaso del socialismo» tiene muy poco sentido. ¡Lo que les preocupa y lo que han sufrido directamente como consecuencia es el fracaso del capitalismo!

Crisis de dirección

Hay una acumulación de material inflamable en todo el mundo. La crisis del sistema capitalista en todas sus manifestaciones ha provocado un levantamiento revolucionario tras otro. El llamado orden mundial liberal, que ha moldeado el mundo durante décadas, se desmorona ante nuestros ojos. El giro hacia el proteccionismo y las guerras comerciales está creando una enorme turbulencia económica.

La pregunta que debemos hacernos no es si habrá movimientos revolucionarios en el período que se abre ante nosotros. Eso es seguro. La pregunta es si estos terminarán en una victoria de la clase obrera.

En los últimos quince años hemos sido testigos de numerosos movimientos revolucionarios e insurrecciones. Estos han demostrado el enorme ímpetu revolucionario y el poder de las masas una vez que se ponen en movimiento. Han sido capaces de superar la represión brutal, los estados de emergencia, los bloqueos informativos y los regímenes más represivos. Pero, al final, ninguno de ellos ha llevado a la clase obrera al poder.

Lo que faltó, en todas y cada una de las ocasiones, fue una dirección revolucionaria capaz de llevar el movimiento a su conclusión lógica. La revolución árabe de 2011 terminó en regímenes bonapartistas represivos (Egipto, Túnez) o, peor aún, en guerras civiles reaccionarias (Libia y Siria). El levantamiento chileno fue canalizado de nuevo hacia el canal seguro del constitucionalismo burgués. La revolución sudanesa también terminó en una guerra civil totalmente reaccionaria.

Trotsky escribió en el Programa de Transición que «la crisis histórica de la humanidad se reduce a la crisis de la dirección revolucionaria». Sus palabras son ahora más ciertas que nunca. El factor subjetivo, es decir, una organización de cuadros revolucionarios arraigados en la clase obrera, es extremadamente débil en comparación con las colosales tareas que plantea la historia. Durante décadas, hemos luchado contra corriente y nos han empujado hacia atrás poderosas corrientes objetivas.

Esto significa inevitablemente que las próximas crisis revolucionarias no se resolverán a corto plazo. Por lo tanto, nos enfrentamos a un período prolongado de altibajos, avances y derrotas. Pero a través de todos estos procesos, la clase obrera aprenderá y su vanguardia se fortalecerá. Por fin, la marea de la historia empieza a fluir en nuestra dirección y podremos nadar con ella, no contra ella.

Nuestra tarea es participar, codo con codo con las masas de la clase obrera, y conectar el programa acabado de la revolución socialista con el anhelo inconcluso de los elementos más avanzados por un cambio revolucionario fundamental.

La fundación de la Internacional Comunista Revolucionaria en 2024 fue un paso muy importante y no debemos subestimar lo que hemos logrado: una organización internacional firmemente basada en la teoría marxista. En el último período, nuestro número ha crecido significativamente. No obstante, debemos mantener el sentido de la proporción: nuestras fuerzas siguen siendo completamente insuficientes para las tareas que nos esperan.

La debilidad del factor subjetivo significa inevitablemente que en el próximo período la radicalización de las masas se expresará en el surgimiento y la caída de nuevas formaciones y líderes reformistas de izquierda. Algunos de ellos podrían incluso utilizar un lenguaje muy radical, pero todos se enfrentarán a las limitaciones básicas del reformismo: su incapacidad para plantear la cuestión fundamental del derrocamiento del sistema capitalista y la toma del poder por parte de la clase obrera. Por esta razón, la traición es inherente al reformismo. Pero durante un tiempo, algunas de estas formaciones y líderes generarán entusiasmo y obtendrán el apoyo de las masas.

Es necesario un sentido de urgencia en la construcción de la organización en todas partes. No es lo mismo tener 100, 1.000 o 10.000 miembros cuando estallen de nuevo los levantamientos de masas. Una organización de 1.000 cuadros formados al comienzo de la revolución bolivariana en Venezuela, o una organización de 5.000 cuadros con raíces en la clase obrera cuando Corbyn ganó la dirección del Partido Laborista en Gran Bretaña, podrían haber transformado la situación. Como mínimo, con una política y un enfoque correctos hacia el movimiento de masas, podrían haber crecido hasta ser una fuerza significativa dentro del movimiento obrero, convirtiéndose en un punto de referencia para capas más amplias.

En las condiciones adecuadas, en el fragor de los acontecimientos, incluso una organización relativamente pequeña puede transformarse en una mucho más grande y luchar por conquistar la dirección de las masas. Eso es música del futuro. La tarea ahora es el trabajo paciente de reclutar y, sobre todo, formar y educar a los cuadros, especialmente entre la juventud obrera y estudiantil.

Una organización firmemente arraigada en las masas y armada con la teoría marxista será capaz de responder rápidamente a los rápidos cambios y giros de la situación. Pero una dirección revolucionaria no se puede improvisar una vez que estallan los acontecimientos revolucionarios, hay que prepararla de antemano. Esa es la tarea más urgente que tenemos ante nosotros hoy. De nuestro éxito o fracaso dependerá en última instancia toda la situación. Esta idea debe ser la principal fuerza motriz de todo nuestro trabajo, sacrificio y esfuerzos. Con la determinación y la persistencia necesarias, podemos y vamos a triunfar.

Aprobado por el CEI el 4 de junio 2025

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