La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la salud mental como “un estado de bienestar mental que permite a las personas hacer frente a los momentos de estrés de la vida, desarrollar todas sus habilidades, poder aprender y trabajar adecuadamente y contribuir a la mejora de su comunidad”. No es difícil ver que una gran cantidad de personas, hoy, no se encuentran dentro de esta descripción.
El número de personas que padecen afecciones de salud mental se encuentra en crecimiento. La depresión continúa ocupando la principal posición entre los trastornos mentales, y es dos veces más frecuente en mujeres que hombres (Organización Panamericana de la Salud). Entre el 10 y 15% de las mujeres en países industrializados y entre 20 y 40% de las mujeres en países de capitalismo atrasado, sufren de depresión durante el embarazo o el puerperio. En las Américas, la prevalencia de demencia en los adultos mayores (más de 60 años) oscila entre 6,5 % y 8,5 %. Las proyecciones indican que el número de personas con este trastorno se duplicará cada 20 años. Para los trastornos afectivos, de ansiedad y por consumo de sustancias en adultos, graves y moderados, la mediana de la brecha de tratamiento es de 73,5% en la Región de las Américas, 47,2% en América del Norte y 77,9% en América Latina y el Caribe (ALC). La brecha para la esquizofrenia en ALC es de 56,9%, para la depresión es de 73,9% y para el alcohol es de 85,1%. El gasto público mediano en salud mental en toda la Región es apenas un 2,0% del presupuesto de salud, y más del 60% de este dinero se destina a hospitales psiquiátricos.
Según la OMS, el suicidio es la cuarta causa de muerte entre adolescentes y jóvenes (de 15 a 29 años) a nivel mundial, y la quinta entre adultos/as en la franja de 30 a 49 años. En los países de ingresos bajos y medianos, son los/as adultos/as jóvenes y las mujeres mayores quienes presentan las mayores tasas de mortalidad por suicidios. En Argentina, datos de la Dirección de Estadísticas e Información en Salud (DEIS) demuestran que, en el año 2021, se produjeron 2.865 suicidios, correspondiendo el 80% a varones (n=2.280) y 20% a mujeres (n=570). Los grupos etarios más afectados en ambos sexos fueron los de adolescentes de 15 a 24 años. Además, agregan que las tasas de mortalidad autoprovocada entre 2015 y 2017 en las provincias de Salta, Catamarca, Jujuy, son 10 veces más alta que las tasas en el resto del país, y concluyen que existe un vínculo entre eventos relativos al suicidio y grados de vulneración social.
Entendemos, a raíz de los datos presentados, lo siguiente: que la crisis de salud mental se ha acrecentado en los últimos años, que se cree que esta tendencia va a continuar; y que parecería ser que las personas cuya salud mental se ve más afectada son, coincidentemente, personas en países “en desarrollo” y en estados de vulneración social.
Si bien estos organismos son útiles a la hora de obtener información estadística acerca de la crisis de la salud mental, sus intentos de explicar la causa de los mismos es, en el mejor de los casos, confusa. Explican el suicidio y otras problemáticas de salud mental como “fenómenos complejos”, “multicausales”, “emergente de un escenario social complejo”, o “atravesados de forma dinámica por diversos condicionantes”. Estas definiciones son confusas, y eluden la causa real del problema.
Para poder entender realmente, es necesario hacer un análisis usando la herramienta del materialismo histórico. Tomando el análisis exhaustivo que realizó F. Engels en su libro “El origen de la familia, la propiedad privada y el estado”, podemos ver una descripción del desarrollo de la humanidad sobre una base real y científica. Engels explica que, hace aproximadamente siete mil años, los humanos se encontraban en un estado que denominó “salvajismo”, donde se practicaba el comunismo primitivo. En este estadío las relaciones de producción de los cazadores y recolectores engendraron una vinculación de tipo igualitaria entre los miembros de un grupo. No había excedentes en la producción, por lo que no era posible el acopio: nadie poseía más que el otro.
Esta realidad cambió en la revolución neolítica, con la aparición de la domesticación y la agricultura. El ser humano comenzó a controlar la naturaleza a su favor, y, como consecuencia, a producir más de lo que un grupo o sociedad necesitaba. Así comenzó la opresión de algunos humanos por parte de otros humanos. Engels continúa describiendo los sistemas económicos posteriores: en la época esclavista, una persona esclavizada era reducida simplemente a un objeto. Bajo el feudalismo, el siervo de la tierra tenía que entregar al señor un cierto porcentaje del producto de su trabajo. La explotación era evidente, descarada.
En el capitalismo, la explotación se lleva a cabo de una forma disfrazada. El trabajador es formalmente libre y “voluntariamente” vende su capacidad de trabajar a cambio de un salario. Él o ella no está formalmente esclavizado ni es propiedad del patrón. Pero en realidad, no tiene más opción que vender su fuerza de trabajo para convertirse en objeto de un grupo de capitalistas. Aunque como trabajadores no le pertenecemos a un capitalista o amo específico, somos de todos modos esclavos asalariados de la clase capitalista en su totalidad.
Bajo el capitalismo, mientras crecen las empresas y se vuelven grandes monopolios internacionales, la división de trabajo dentro de ellas se vuelve cada vez más especializada. La conexión entre los trabajadores y el producto de su trabajo se vuelve casi un misterio. Muchos trabajadores creen que sus trabajos no sirven para nada y que no tienen ningún tipo de valor social. Esto es producto de la alienación que este tipo de trabajo asalariado produce.
Marx y Engels definieron la alienación como “la expresión de contradicciones reales en la sociedad que surgieron en una etapa definida de su desarrollo histórico”. Y continúan “cuando el trabajo humano, que a su vez se reduce al trabajo abstracto y se fetichiza como dinero, se convierte en monopolio de una minoría, se presenta como una cosa extraña, un poder que está por encima de la sociedad”. El trabajo se vuelve una forma de explotación disimulada, encubierta, que tiene como producto trabajadores desorientados. La alienación, bajo el capitalismo, alcanza sus formas más grotescas e inhumanas. Y, el trabajo, la actividad vital del individuo, se convierte en un accidente, algo externo a él: un medio para un fin, no un fin en sí mismo.
La gran mayoría de las personas hoy en día probablemente coincidiría con la frase: “sería más feliz si no tuviera que trabajar en absoluto” ¡Y claro! En una sociedad en la que la extracción de plusvalía es la única motivación para la vida económica, la codicia se vuelve la virtud más alta. La moralidad es la de la selva, en la que los fuertes devoran a los débiles y los débiles perecen. Su cultura de codicia, avaricia y egoísmo engendra indiferencia hacia el sufrimiento humano. Hemos normalizado tanto esto que hasta se ha convertido en lo que muchos llaman “naturaleza humana”. Esto sería impensado en las sociedades que ahora llamamos “salvajes”. Pero, ¿es en verdad esto lo naturalmente humano? Alan Woods responde que “no es la naturaleza humana, sino un sistema monstruoso e inhumano que paraliza a hombres y mujeres, física, mental y espiritualmente, los tuerce y distorsiona más allá de todo reconocimiento, fomentando la competencia y la división para perpetuar la dictadura de una pequeña minoría obscenamente rica de parásitos” ¿Acaso hay lugar para la salud mental en estas condiciones?
La interacción social es vital para la salud mental. Como todos sabemos, el ser humano es un ser social. Nuestra realidad y nuestra identidad se forman con el otro, insertos en una comunidad. No existe el ser humano sin la cultura, sin una sociedad. Sin embargo, el capitalismo nos lleva a tener vidas cada vez más aisladas, estrechando la oferta de actividades comunitarias. Los lugares que invitan a vincularse en comunidad se ven en riesgo constante de desaparecer por las presiones del mercado. Pequeños cafés, teatros, o distintos espacios culturales son reemplazados por la industria inmobiliaria u otros mercados, proceso que solo empeoró con la pandemia de COVID-19. Esto es tan solo una forma en la que el capitalismo arruina y distorsiona las relaciones interpersonales.
Los salarios son cada vez más precarios, dejando apenas lugar a las necesidades básicas, sin posibilidad de acceso a una mayor realización. A medida que crece la crisis capitalista, nos vemos obligados a sacrificar más y más. Como dice Marx en sus manuscritos económicos y filosóficos de 1844: «Cuanto menos comas, bebas y compres libros; cuanto menos vayas al teatro, al salón de baile, a la casa pública; cuanto menos pienses, ames, teorices, cantes, pintes, vallas, etc., más ahorrarás: mayor será tu tesoro que ni la polilla ni el óxido devorarán: tu capital. Cuanto menos eres, cuanto menos expresas tu propia vida, más tienes, es decir, cuanto mayor es tu vida alienada, mayor es el tesoro de tu ser enajenado.»
Sin embargo, y de manera contradictoria, el capitalismo engendra en sí la posibilidad del encuentro humano. A medida que las condiciones de vida empeoran, los trabajadores se ven forzados a unirse y pelear contra este sistema en su totalidad. Podemos ver esto con la creciente lucha de clases a nivel mundial, con trabajadores de distintos rincones uniendo sus fuerzas para pelear a favor de mejores condiciones de vida.
Mientras exista el capitalismo, siempre se priorizará el beneficio de unos pocos frente a la inmensa mayoría. Se priorizará la ganancia y la acumulación de capital frente al bienestar y la salud mental humanas. Solo una completa derrota del sistema capitalista brindará la oportunidad de que renazcan las interacciones humanas auténticas, en un mundo basado en la auténtica solidaridad. El comunismo nos dará la posibilidad de recobrar vínculos verdaderos y la posibilidad de una salud mental plena, sin el agobio que vivimos en nuestra vida cotidiana. Este es el mundo por el que luchamos.