Como cuando a alguien se le rompe algo importante en la casa y en su miedo porque lo descubran esconde los pedacitos destrozados bajo la alfombra, cosa de que no se puedan ver y la gente transite tranquila por su hogar. Se puede poner así, pero la realidad es que distinta se vuelve la cosa si en vez de vidrios se habla de personas. En esta época mundialista, pareciera que en Brasil ser diferente por tu clase social y tu lugar de residencia te condenan a estar debajo de la alfombra. No tenés chance de negarte, no tenés chance de negociar.
Las excavadoras y las fuerzas policiales más temprano que tarde van a llegar a tu barrio en el nombre del fútbol, y no les interesa mucho a dónde tengas que ir después. Quieren la zona despejada, quieren una linda parcela de cemento donde está tu casa, capaz poner algún kiosquito, un teleférico, o una tienda de souvenirs; no quieren que los extranjeros que lleguen con sus bolsillos repletos de dólares beban sus cervezas mientras tengan que verte a vos, mientras vean las desgracias del ser humano.
Porque en definitiva todo es por la plata. No por nada este es por lejos el Mundial más caro de la historia, con unos U$S 5.000.000.000 invertidos sólo en estadios, con remodelaciones innecesarias y en lugares de Brasil pésimamente ubicados. Si encima nos ponemos a fijar en los demás gastos (Aeropuertos: U$S 3.400.000.000), ya nos estamos dando cuenta de que se están manejando cifras exageradamente ridículas para organizar un evento deportivo. Gastos que incluso los que más inversión pública van a recibir (el 80%) son las que luego del Mundial quedarán en manos del beneficio de empresas privadas. Así y todo, el gasto más grande es otro. Es uno que no va a poder ser recuperado nunca. Es el de esas más de 250.000 familias que a causa de los proyectos de ocultación del gobierno brasileño perdieron sus hogares y se vieron obligadas a irse, expulsadas, sin aviso e ilegalmente, en algunos casos hasta a más de 60 kilómetros de sus antiguas casas. Inmersos en un plan encubierto de limpieza social.
¿Y tanto para qué? ¿Tanto por un par de partidos? ¿Qué es lo que se gana a costa del sufrimiento y el dolor de tanta gente? De los desalojados, de los obreros fallecidos, de los muertos en protestas. ¿Los bolsillos de quiénes van a quedar más grandes después del Mundial? ¿Los del gobierno? ¿Los de las empresas privadas? ¿Los de la FIFA, que se espera que embolse de todo esto mínimo unos 9.700 millones de reales (organización “sin fines de lucro”)? Los del pueblo seguro que no, a quienes poco les quedará de legado una vez que los fuegos artificiales hayan explotado y la Copa se haya ido de esas tierras.
Legado del cual hasta el mismo vocero del Cómite Organizador, Ronaldo (Luís Nazário da Lima), declaró sentirse avergonzado de su incumplimiento. Y es que lejos quedaron las promesas de vivienda, transporte, libertad, transparencia. No se puede hablar de vivienda cuando cientos de miles de familias están perdiendo sus hogares sin siquiera una justificación lógica; no se puede hablar de transporte o movilidad urbana cuando los artículos de la ley general de la Copa atacan el derecho de libre circulación de los ciudadanos y se aumenta de manera exagerada los precios de los boletos; no se puede hablar de libertad cuando se tramitan en el congreso proyectos de ley que violan y atacan el derecho de libre manifestación, y contando con una de las fuerzas policiales más violentas del mundo; no se puede hablar de transparencia cuando se ocultan los valores reales de la cantidad de dinero gastada en la organización y se ocultan la cantidad de personas afectadas por ésta, informaciones que deberían ser de dominio público.
No señores… Y la responsable acá no es la pelota. Esto no es culpa del fútbol propiamente dicho. Por más que todos sabemos que si cambiáramos los papeles un rato y lo que se estuviera armando no fuera un Mundial la reacción popular sería totalmente distinta, fervientemente en contra de ello, y eso, precisamente, es lo que lleva a una gran pregunta… ¿Porqué con el fútbol hacemos la vista gorda?
El fútbol, en su popularidad, dejó de ser un deporte; es un show, es un negocio. En algún punto confundimos estos términos, dejamos que las valijas se interpongan a la pelota, y que lo verde de más importancia ya no sea el césped de las canchas. Confundimos pasión con marketing. Compramos espejos de colores. Eso, es lo que también permite que políticos metan la mano por debajo de la mesa y oculten a la gente las cosas que verdaderamente importan; que son la vida, la salud, los derechos, y las condiciones dignas de cada hombre y mujer.
Por esto, el día que la pelota ruede recuerden también todo lo que rodeó a esos aplausos en esas mismas canchas donde gente perdió la vida; donde en sus alrededores familias fueron desalojadas para que la prensa internacional y los turistas extranjeros no vean el lado pobre y desigual del país, buscando esa falsa y tenebrosa seguridad; donde mientras algunos sufren otros ríen contando dólares, fumando habanos, bebiendo del champagne más caro a costa de sangre y sudor popular. Gritemos los goles de Argentina, gritemos las gambetas de Messi, pero que nuestros gritos sirvan también para algo más que justificar estos crímenes a los derechos humanos, que sirvan para algo más que darles rédito a esos ladrones de traje y corbata que lucran con lo que no debería dejar de ser uno de los deportes más inclusivos de todo el mundo. Seas o no una de esas personas que pagaron su entrada de U$S 12.000 para estar en la cancha. Recordá levantar la alfombra cuando hayan terminado de limpiar.