La noticia de la muerte de Eric Hobsbawm, el 1 de octubre, se caracterizó por una explosión sin precedentes de lisonjas y adulaciones en los medios de comunicación burgueses. Durante las últimas semanas, la inundación de obituarios obsequiosos superó todos los límites. Fue descrito como «el intelectual e historiador británico de tradición marxista más leído, influyente y respetado», «el historiador marxista británico más distinguido», e incluso «uno de los historiadores más destacados del siglo XX».
Aquellos que en la izquierda han quedado sorprendidos por este coro ensordecedor deberían pensar cuidadosamente sobre las palabras atribuidas al marxista alemán August Bebel, señalando a sus adversarios burgueses: «¿Qué has hecho mal viejo Bebel, para que te alaben?». La pregunta que debe hacerse es: ¿por qué debería hacer tanto alboroto el Establishment por el fallecimiento de un historiador marxista?
La realidad es que mucho antes de su muerte, este historiador británico era el niño mimado de la burguesía. Ya en 2002, Hobsbawm fue descrito por la revista derechista conservadora The Spectator como «nuestro mayor historiador vivo sin duda, no sólo de Gran Bretaña, sino del mundo.» Giorgio Napolitano, actual Presidente de Italia y exdirigente del Partido Comunista italiano, envió sus saludos a Hobsbawm en su 95 cumpleaños, junto con el expresidente brasileño Lula. Es impensable que la burguesía escriba en términos tan elogiosos acerca de alguien que realmente defienda las ideas del marxismo. Basta con tener en cuenta la campaña de insultos rencorosos y vengativos que, incluso los burgueses «académicos» más respetables, han vertido sobre las cabezas de Lenin y de Trotsky hasta mucho tiempo después de su muerte, para darse cuenta de esto. La solución a esta paradoja no es difícil de encontrar.
El hecho es que Eric Hobsbawm dejó de ser marxista hace muchos años, si es que alguna vez lo fue. Hacía ya mucho tiempo que él había abandonado toda pretensión de defender el socialismo, y había aceptado el capitalismo como un hecho de la vida que uno podía lamentar pero nunca podría aspirar a reemplazarlo. El establishment jamás adularía a un auténtico marxista pero sí estaría muy ansioso por promover la imagen de un hombre que hace tiempo se convirtió en una persona «respetable» desde su punto de vista.
Para la clase dominante, personas como Hobsbawm siempre son útiles como «marxistas dóciles», para quienes las palabras socialismo y revolución no van más allá de un sillón confortable y unas zapatillas cálidas. Tales personas son útiles precisamente porque no amenazan a nada ni a nadie. La única gente a quienes pueden asustar es a ese tipo de ancianas y caballeros jubilados que leen el Daily Mail y que buscan ansiosamente comunistas debajo de la cama todas las noches antes de acostarse. La clase dominante, que no es tan impresionable, y tiene un agudo sentido del olfato en tales materias, reconoció, al instante, en este excomunista un aliado invalorable en la lucha contra el marxismo y el comunismo. Ya es hora de que despojemos a este santo particular de su aureola y planteemos la pregunta: ¿quién era Eric Hobsbawm y qué representó?
Los primeros años
Eric Hobsbawm nació en 1917 en la ciudad egipcia de Alejandría. Sus padres provenían de la clase media judía. Su padre era un comerciante británico llamado Leopold Obstbaum. El nombre Hobsbawm parece haber sido el resultado de un error del Registro Civil. Su padre murió cuando él tenía doce años, y su madre falleció dos años más tarde.
Después de quedarse huérfano Eric vivió un tiempo con un tío en Berlín. Eran tiempos tormentosos. El colapso de Wall Street en 1929 marcó el comienzo de la depresión en la Europa Central, con un desempleo de masas y una intensificación de la lucha de clases. En Alemania, este fue el tormentoso período que precedió a la llegada de Hitler al poder. En su autobiografía, publicada cuando tenía 85 años, Eric Hobsbawm escribió: «Yo pertenezco a la generación para quien la Revolución de Octubre representó la esperanza del mundo». En 1931, a la edad de 14 años, se unió al Partido Comunista, o, para ser más precisos, a su organización estudiantil, la Schülerbund Sozialistischer (Asociación de Estudiantes Socialistas).
En esa época era lógico que muchos judíos, amenazados por el fascismo y el antisemitismo, simpatizaran con el comunismo y la Unión Soviética. Veían en la Revolución Rusa una salida y, por supuesto, con todo derecho. Pero lo que el joven Eric pensaba que era «comunismo» fue en realidad una caricatura burocrática y totalitaria de comunismo. Y fue a esto a lo que se dedicó el resto de su vida.
Los estalinistas jugaron un papel desastroso en el ascenso de Hitler. El movimiento obrero alemán era el más fuerte del mundo, sin embargo, en el momento de la verdad, Hitler se jactó de haber llegado al poder «sin romper un solo cristal». La razón era que la clase obrera estaba paralizada por una división criminal entre los obreros socialdemócratas y comunistas. El resultado de ello fue la derrota más catastrófica de la clase obrera alemana. Trotsky explicó incansablemente que el frente único era el único medio de aplastar a Hitler y de preparar el camino para la victoria de la clase obrera. Pero los estalinistas rechazaron esta propuesta con determinación. Ellos dedicaron la mayor parte de sus energías a combatir a los socialdemócratas como el «enemigo principal». Los dirigentes del PC alemán incitaron a los trabajadores comunistas a golpear a los trabajadores socialistas y a romper sus reuniones, incluso llegaron hasta el extremo de incitar a los niños en la escuela a que atacaran a los hijos de los socialdemócratas (‘Golpear a los pequeños Zoergiebels en las escuelas y en los patios de recreo) [Zoergiebels era un dirigente del Partido Socialdemócrata]. Como resultado directo de esta política criminal, en 1933 los nazis llegaron al poder.
Pero el joven Eric tendría una actitud acrítica hacia el estalinismo, al que erróneamente vio como la continuación de las tradiciones de la Revolución de Octubre. En un momento en el que Europa y los EE.UU. estaban sacudidos por el desempleo masivo, los primeros Planes Quinquenales en la Unión Soviética estaban registrando éxitos impresionantes. Como era muy joven, es probable que Hobsbawm no habría sabido nada de Trotsky por aquel entonces. Él difícilmente habría sido consciente de las desastrosas políticas del Partido Comunista Alemán, y menos aún del papel criminal que Stalin y la burocracia de Moscú jugaron en la catástrofe alemana.
Hobsbawm como historiador
Poco después de que Hitler llegara al poder, Eric dejó Berlín por la seguridad de Londres. En 1935 ganó una beca para estudiar en Cambridge, donde el Partido Comunista tenía muchos simpatizantes. Estos fueron los años donde fue reclutada por Moscú la conocida red de espionaje de Philby, Burgess y MacLean. En el selecto King’s College, Eric se involucró en las actividades de la agrupación universitaria del Partido Comunista.
El Partido Comunista británico tenía en sus filas a muchos intelectuales de talento: gente como los historiadores Christopher Hill, George Thomson y E.P. Thompson, el clasicista Benjamin Farringdon, el artista Anthony Blunt, el poeta Christopher Caudwell, el famoso biólogo J.B.S. Haldane y muchos otros. Ellos se sintieron atraídos por los ideales de Octubre y los impresionantes avances económicos y culturales de la Unión Soviética. Después de haber obtenido su doctorado en Cambridge,
Hobsbawm fue nombrado profesor de Historia en el Birkbeck College de Londres en 1947. Tuvo la suerte de conseguir este puesto justo antes de la crisis de Berlín de 1948 que produjo una intensificación de la Guerra Fría. Publicó su primer libro en 1948. Y su primera gran obra, Rebeldes Primitivos, en 1959, sobre los bandidos del sur de Europa, fue publicada bajo el seudónimo de Francis Newton. En total, Hobsbawm escribió más de treinta libros y esto es lo que le valió su reputación y su alta posición en la izquierda.
Esta reputación no es totalmente inmerecida. Aquí estaba un hombre que escribió de historia, no en términos de reyes, reinas y hombres de Estado, sino sobre las fuerzas económicas y sociales que en última instancia son las fuerzas motrices de la historia. Esto merece ser reconocido y explica su alta posición en los círculos de la izquierda internacional. Sin embargo, hay que decir que sus libros son de calidad e interés desigual. En sus últimas obras vemos un marcado descenso. Incluso en sus mejores obras, sin embargo, existen imperfecciones. Como es el caso con muchos de los historiadores estalinistas, su versión de la historia tiende a exagerar el elemento económico y a presentarlo como un factor causal directo del proceso histórico -algo contra lo que Marx y Engels advirtieron repetidamente.
Más que un marxista, Hobsbawm fue un producto de la escuela inglesa del empirismo, tanto de sus lados fuertes como débiles. La escuela empirista se caracteriza por un uso intensivo de datos y cifras. Esa es su fuerza. Es probable que la gran cantidad de hechos y cifras en sus libros fuera en gran parte responsable de su éxito en los países latinos, donde no existía la misma tradición rigurosa de presentar hechos y cifras en los trabajos académicos. No en vano Marx caracteriza a Gran Bretaña como «el país de las estadísticas.» Por citar sólo un ejemplo, Hobsbawm proporcionó un apoyo estadístico para la visión de Marx de que la revolución industrial se hizo a costa del nivel de vida de la clase trabajadora, una visión que contradice la línea predominante de los académicos burgueses que afirmaban que la industrialización mejoró los niveles de vida. En ese sentido, se puede decir que su obra fue influenciada por el marxismo, e hizo una contribución útil, al menos en los primeros tiempos.
Pero la debilidad de, incluso, sus mejores obras también es bastante típica de la escuela británica de historia y de la tradición intelectual británica. Esta carece de una amplia perspectiva y dinamismo que sólo pueden provenir de una comprensión profunda de la dialéctica. El mismo método mecánico, antidialéctico, era una característica común a muchos de los viejos historiadores estalinistas, que dan la impresión de que los fenómenos históricos son producto de un proceso gradual ininterrumpido, y carente totalmente de todo espíritu revolucionario. Aquí, los factores económicos están intensificados, mientras que la lucha de clases es presentada de manera académica, como vista desde fuera, no por un participante en la misma, sino por un observador pasivo, como lo era Hobsbawm, y que como tal permaneció toda su vida.
Al menos en sus primeros trabajos era un observador que está al lado de los revolucionarios. En sus últimos trabajos, sin embargo, era un proveedor del tipo más pernicioso de escepticismo. Este antiguo estalinista terminó su vida como un miembro respetable del Establishment que fue explícitamente hostil a la revolución en todas sus manifestaciones.
Un proceso de degeneración
Hobsbawm comenzó su carrera trabajando sobre el siglo XIX. Sus obras más conocidas son las que se ocupan de ese período, como La Era de la Revolución (1962), La Era del Capital (1975) y Labouring Men. Estos se han convertido en libros de texto para todos los profesores de historia de izquierda. Fueron los que crearon su reputación, y si hubiera dejado de escribir después de eso, su reputación habría sido, al menos en parte, merecida.
Estos primeros libros proporcionan una introducción razonable al desarrollo del capitalismo en los siglos XVIII y XIX. De hecho, han actuado como una introducción para una comprensión materialista del desarrollo del capitalismo del siglo XIX para varias generaciones de estudiantes de historia, y en esa medida, se pueden recomendar. Pero de ahí en adelante todo fue ir cuesta abajo.
Una década más tarde, publicó La Era del Imperio (1987) en el apogeo del Thatcherismo. Aquí, aunque todavía ocasionalmente se declara, de palabra, seguidor de las ideas de Lenin, esta obra se caracteriza por el escepticismo, el pesimismo y el cinismo. En otras palabras, se trata de una expresión precisa de alguien que está en el proceso de ruptura con el socialismo pero que todavía no quiere admitirlo. Sus últimos escritos no tienen valor alguno, ya sea como obras de historia o de política, o incluso desde el punto de vista literario.
En particular su libro La Era de los Extremos (1994), que pretende cubrir las ocho décadas que van desde la Primera Guerra Mundial hasta el colapso de la URSS que, naturalmente, fue bien recibido por la prensa burguesa, es completamente inútil. Está mal escrito y carece completamente de un análisis serio de cualquiera de los grandes temas que menciona. Lo llamativo de La Era de los Extremos no es sólo lo que dice sino lo que no dice. Es, de hecho, una colección de anécdotas adornadas con juicios superficiales del tipo más filisteo. En una palabra, pertenece a la clase de historia de chismes que Hobsbawm despreciaba en su juventud. El título mismo es suficiente para entender su significado esencial, que es el punto de vista filisteo de que todos los «extremos» son malos. Veremos más adelante a dónde llevó esta perspectiva a Hobsbawm al final de su vida.
Por el momento, nos limitaremos a una crítica de Hobsbawm como historiador. Por ejemplo, en La Era de los Extremos intenta explicar la victoria de Hitler. Pero es imposible comprender la razón por la que fue paralizado el poderoso movimiento obrero alemán frente al nazismo, a menos que se explique el papel nefasto de los dirigentes, tanto socialdemócratas como, sobre todo, estalinistas que deliberadamente dividieron a la clase obrera. En este tema, sin embargo, el Profesor Rojo se desliza con mucho cuidado:
«El fortalecimiento de la derecha radical fue reforzado, al menos durante el peor período de la Depresión, por los retrocesos espectaculares de la izquierda revolucionaria. En lugar de iniciar una nueva ronda de revoluciones sociales, como la Internacional Comunista había esperado, la Depresión redujo el movimiento comunista internacional fuera de la URSS a un estado de debilidad sin precedentes. Esto fue sin duda debido en parte a la política suicida de la Internacional Comunista, que no sólo subestimó terriblemente el peligro del nacionalsocialismo en Alemania, sino que siguió una política de aislamiento sectario que parece bastante increíble en retrospectiva, al decidir que su principal enemigo era el movimiento obrero de masas organizado por los partidos social-demócratas y laboristas (descritos como «social-fascistas»).» (Eric Hobsbawm, La Era de los Extremos – El Corto Siglo XX 1914-1991, pp 104-5. Ed. Inglesa)
Con estas pocas líneas, que aparecen casi como una nota al pie de página o una idea de último momento, Hobsbawm busca omitir el papel del Partido Comunista en la entrega de la victoria a los nazis. No fue la Depresión lo que «redujo el movimiento comunista internacional fuera de la URSS a un estado de debilidad sin precedentes», sino la línea ultraizquierdista criminal de la Comintern, que a su vez fue dictada por Stalin, como parte de su lucha contra el «trotskismo» en Rusia. Él no proporciona ninguna explicación de la teoría estalinista del «social-fascismo» o del «Tercer Período». Sólo dice que esto «parece bastante increíble en retrospectiva» y que «en parte», fue responsable de la derrota de los obreros alemanes. Esto es deshonesto en extremo. En efecto, Hobsbawm está tratando de restar importancia al papel desastroso del estalinismo en Alemania, que fue la razón central (no sólo «en parte») de la victoria de Hitler. Este pequeño «lapsus» no es un caso aislado. Existen similares «lapsus» en cada página. En cuanto a su último libro, que apareció en 2011 bajo el modesto título, Cómo cambiar el mundo, cuanto menos se diga, mejor.
Hobsbawm y España
En su libro La Era de los Extremos Hobsbawm defendió la visión estalinista de la revolución española y del frente popular en Francia, por no hablar de los movimientos de resistencia en Grecia e Italia. Un caso muy claro de distorsión estalinista de Hobsbawm de la historia es su tratamiento de la Revolución Española de los años 30. Atacando la película de Ken Loach Tierra y Libertad, escribe:
«Hoy en día es posible ver la guerra civil, la contribución de España a la historia trágica del más brutal de los siglos, el XX, en su contexto histórico. No fue, como el neoliberal François Furet argumentó que debería haber sido, una guerra tanto contra la extrema derecha como contra la Comintern – un punto de vista compartido, desde un ángulo trotskista sectario, por la poderosa película de Ken Loach «Tierra y Libertad» (1995). La única opción era entre dos lados, y la opinión liberal-democrática eligió abrumadoramente el antifascismo. «- (La Guerra de las Ideas, 17 de febrero de 2007, The Guardian)
Esto es tanto una distorsión histórica como un abandono completo del marxismo. Aquí podemos dejar que responda él mismo. En La Era de la Revolución, escrito en un momento en que sus escritos todavía portaban una especie de vaga semejanza con el marxismo, leemos lo siguiente:
«Una y otra vez veremos a los reformistas de clase media más moderados movilizar a las masas contra la recalcitrante resistencia o la contrarrevolución. Veremos a las masas empujando más allá de los objetivos de los moderados a sus propias revoluciones sociales, y a los moderados a su vez dividirse entre un grupo conservador que en adelante hará causa común con los reaccionarios, y un grupo de izquierda decidido a seguir el resto de los objetivos moderados todavía no alcanzados con la ayuda de las masas, aun a riesgo de perder el control sobre ellas. Y así sucesivamente a través de repeticiones y variaciones del patrón de resistencia-movilización de masas-giro a la izquierda-escisión entre los moderados-y giro-a-la-derecha- hasta que el grueso de la clase media se pasa de ahí en adelante al campo conservador, o es derrotada por la revolución social. En la mayoría de las revoluciones burguesas posteriores, los liberales moderados fueron arrastrados, o transferidos hacia el campo conservador, en una etapa muy temprana. De hecho, en el siglo XIX nos encontramos de manera creciente (más notablemente en Alemania) que estaban cada vez menos dispuestos a comenzar la revolución en absoluto, por miedo a sus consecuencias incalculables, prefiriendo un acuerdo con el rey y la aristocracia.» (E.J. Hobsbawm, La Era de la Revolución de 1789-1848, pp.84-5. Ed. Inglesa)
¡Qué bien escribía Hobsbawm en 1962! ¡Qué bien entendió la dinámica interna de las revoluciones que ocurrieron en un pasado distante! Pero, ¿cómo cuadrar el análisis preciso de lo que escribió después sobre la revolución en España, que él reduce a una simple elección entre fascismo y apoyo a los republicanos burgueses liberales?
No sólo Marx sino sobre todo Lenin explicaron muchas veces que después de 1848 los liberales burgueses desempeñaron siempre un papel traidor y traicionaron la revolución, por miedo al proletariado. No tenían nada más que desprecio por los pequeños burgueses «progresistas», a quienes consideraban en el mejor de los casos como aliados poco fiables y en el peor, como traidores a la causa revolucionaria. Lenin atacaba continuamente a los liberales burgueses rusos por su traición y cobardía. Exigió una ruptura total con ellos como condición previa para el éxito de la Revolución. Y aquí Lenin se refería, no a la revolución socialista, sino a la misma revolución democrático-burguesa. Recordemos que las tareas de la revolución democrático-burguesa en Rusia fueron completadas, no por una alianza con los liberales burgueses, sino en contra de ellos. La Revolución de Octubre fue llevada a cabo por las únicas fuerzas verdaderamente revolucionarias de Rusia: los obreros y los campesinos pobres. No fueron los bolcheviques, sino los mencheviques quienes propugnaban alianzas con los liberales burgueses.
La política de los estalinistas en España en la década de 1930 no fue más que una caricatura maliciosa del menchevismo. La victoria de Franco en España no era una conclusión inevitable. Los trabajadores españoles, sin duda, podrían haber aplastado a los fascistas -como hicieron en Cataluña – y haberse dedicado a la tarea de transformar la sociedad con una condición: que los dirigentes obreros hubieran tenido una política revolucionaria. La condición previa para la victoria en España era que la conducción de la guerra le fuera arrebatada a los políticos burgueses traidores, y que los recursos del país -la tierra, las fábricas, los bancos- fueran asumidos por los trabajadores y los campesinos. Las masas tendrían que armarse en defensa de sus conquistas sociales y la dirección de la lucha tendría que estar en manos de los representantes conocidos y de confianza de la causa de los trabajadores.
Comparemos lo que sucedió en España con la Guerra Civil rusa, cuando la Rusia soviética fue invadida por veintiún ejércitos extranjeros de intervención. Los bolcheviques no tenían ni siquiera un ejército. Sin embargo, se defendieron y derrotaron a los ejércitos blancos y a sus aliados extranjeros. Trotsky organizó el Ejército Rojo prácticamente de la nada. Llegó un momento en el que la zona controlada por los bolcheviques no era mayor que el viejo Ducado de Moscú. La situación parecía desesperada. Pero los bolcheviques combinaron la política militar con medidas y propaganda internacionalista revolucionarias. Los trabajadores y campesinos lucharon como tigres, porque sabían que estaban luchando por su emancipación social. Esto, y solo esto, garantizó la victoria de los bolcheviques en la guerra civil. En realidad, los ministros liberales burgueses prefirieron entregar España atada y amordazada a los fascistas, antes que permitir a los trabajadores y campesinos tomar a cargo el control de la sociedad. La falta de voluntad y la incapacidad completa de los republicanos para combatir a los fascistas se reveló desde el principio. Los dirigentes republicanos se negaron a armar a los obreros, que se lo estaban exigiendo. Incluso trataron de suprimir las noticias del golpe de Estado fascista. La cuestión es cómo se podría lograr la victoria. Trotsky respondió de esta manera:
“Es correcto luchar contra Franco. Debemos exterminar a los fascistas, pero no con el fin de tener la misma España que antes de la guerra civil, ya que Franco salió de esta España. Hay que exterminar las bases de Franco, las bases sociales de Franco, que es el sistema social del capitalismo «. (La Revolución Española 1931-39, p.255 Ed. Inglesa)
Stalin y España
El más pernicioso papel fue jugado por los dirigentes del Partido «Comunista», que recibía órdenes de Moscú. Los dirigentes del Partido Comunista español se convirtieron en los defensores más fervientes de la «ley y el orden» capitalista. Bajo el lema «primero ganar la guerra, y luego hacer la revolución», sabotearon sistemáticamente todo movimiento independiente de los trabajadores y de los campesinos. Su excusa fue la necesidad de mantener la unidad con los republicanos burgueses en el Frente Popular.
Pero, en realidad, el Frente Popular era una ficción. La mayor parte de la burguesía española había huido con Franco al estallar la Guerra Civil. Al unirse con los republicanos, los estalinistas se estaban uniendo, no con la burguesía, sino sólo con su sombra. La única fuerza social que quedó para luchar contra el fascismo fueron los obreros y los campesinos. ¿Por qué se supone que querían luchar? ¿Por la «República»? Pero la República capitalista no había podido resolver ninguno de los problemas básicos de los trabajadores y campesinos. No en vano, los fascistas utilizaron demagógicamente la consigna: «¿Qué te ha dado de comer la República?»
Este no es el lugar para dar una explicación detallada de cómo los estalinistas ayudaron a la burguesía a aplastar la revolución en Cataluña y reconstruir el viejo Estado capitalista. Baste decir que este acto contrarrevolucionario, lejos de fortalecer a la República, la socavó fatalmente y le entregó la victoria a los fascistas.
Stalin estaba aterrorizado por la posibilidad de una revolución obrera victoriosa en España. El ejemplo de una democracia obrera sana en España habría ejercido un poderoso efecto sobre los obreros rusos, que estaban cada vez más inquietos bajo las imposiciones del régimen totalitario burocrático. No es casual que Stalin desencadenara las infames purgas precisamente en ese momento. Habiendo abandonado la política internacionalista revolucionaria de Lenin, que basaba la defensa de la Unión Soviética fundamentalmente en el apoyo de la clase obrera mundial y en la victoria del socialismo internacional, la burocracia rusa trató de obtener el apoyo de los Estados capitalistas «buenos» y «democráticos» (Francia y Gran Bretaña) contra Hitler. En un momento dado, ¡incluso apoyaron al fascismo italiano «bueno» contra su «mala» variedad de Alemania! La victoria de Hitler en 1933 fue el resultado de una política equivocada, pero en España Stalin estranguló deliberadamente la revolución. De este modo, se garantizaron también la derrota de la República española y la victoria de Franco. Así es cómo Hobsbawm trata esto:
«El conflicto entre el entusiasmo libertario y la organización disciplinada, entre la revolución social y ganar una guerra, sigue siendo real en la guerra civil española, incluso si suponemos que la URSS y el Partido Comunista querían que la guerra terminara en revolución y que las partes de la economía socializadas por los anarquistas (es decir, entregadas al control obrero local) funcionaban bastante bien. Las guerras, por muy flexible que sean las cadenas de mando, no pueden ser combatidas, ni dirigirse las economías de guerra, de una forma libertaria. La guerra civil española no podría haber sido librada, ni mucho menos ganada, en líneas orwellianas». (La Guerra de las Ideas, 17 de febrero de 2007, The Guardian)
Esta es casuística de la peor especie. Hobsbawm yuxtapone dos cosas como si fueran incompatibles entre sí: o llevar a cabo la revolución o ganar la guerra civil. Pero el quid de la cuestión es que al final no ocurrió ni una cosa ni la otra. Al destruir la revolución, los estalinistas y sus aliados burgueses en el Frente Popular también minaron la moral de los trabajadores y campesinos españoles, lo que preparó el terreno para la victoria militar de los fascistas.
«El gobierno de la victoria»
La vanguardia principal de la contrarrevolución en Cataluña fue proporcionada por el Partido «Comunista». La vieja máquina estatal capitalista en Cataluña había sido destruida por los trabajadores en julio de 1936. Los estalinistas del PSUC ayudaron luego a los nacionalistas burgueses catalanes a reconstruir su base de poder. Para hacer esto, los obreros anarquistas y POUMistas debían ser aplastados. Los estalinistas asumieron la responsabilidad principal de esta tarea de verdugo.
Sobre el papel de los estalinistas en España, Hobsbawm escribe simplemente que «sus pros y sus contras siguen siendo objeto de debate en la literatura política e histórica«. Pero los crímenes de la GPU en España eran conocidos y fueron documentados en aquellos tiempos por George Orwell como testigo de los hechos en su relato Homenaje a Cataluña. Este hecho explica la actitud mordaz de Hobsbawm contra Orwell, a quien se refiere despectivamente como «un inglés de clase alta llamado Eric Blair«. La Guerra Civil española expuso la determinación de Stalin de liquidar todas las tendencias de izquierda que no estaban bajo su control ¿Qué tiene que decir sobre esto el Profesor Rojo?
«En resumen, lo que fue y lo que sigue siendo objeto de estos debates es lo que dividió a Marx y a Bakunin. Las polémicas sobre el grupo marxista disidente POUM son irrelevantes aquí y, dado el tamaño pequeño del partido y su papel marginal en la guerra civil, apenas son significativas. Pertenecen a la historia de las luchas ideológicas dentro del movimiento comunista internacional o, si se prefiere, de la despiadada guerra de Stalin contra el trotskismo con el cual sus agentes (equivocadamente) lo identificaron». (La guerra de las Ideas , 17 de febrero de 2007)
Hobsbawm desea correr un discreto velo sobre las actividades de los estalinistas en España, y, en particular, su liquidación del POUM, un partido de izquierda, cuyo dirigente Andreu Nin había sido una vez aliado de Trotsky. Nin fue secuestrado por la GPU de Stalin, brutalmente torturado y asesinado. El mismo destino esperaba a muchos otros poumistas, anarquistas y otros que no estaban dispuestos a seguir ciegamente los dictados de Moscú.
La derrota del proletariado barcelonés desató una orgía de la contrarrevolución. Los estalinistas empezaron a detener en masa a los anarquistas y poumistas y a desarmar a los obreros. Los comités y colectividades de trabajadores fueron destruidos. El POUM fue declarado ilegal, bajo el pretexto mentiroso de haber conspirado con Franco. Nin y otros líderes fueron brutalmente torturados y asesinados por agentes de Stalin en España.
Largo Caballero, el dirigente de la izquierda socialista, que intentó enfrentarse a los estalinistas, fue reemplazado de la jefatura del gobierno republicano por el socialista de derecha Juan Negrín, descrito por Hugh Thomas como «un hombre de la gran burguesía, un defensor de la propiedad privada, incluso del capitalismo.» (La Guerra Civil Española, p. 667. Ed. Inglesa). Los estalinistas describieron el gobierno de Negrín como «el gobierno de la victoria». En realidad fue el gobierno de la derrota.
Los estalinistas habían ayudado a reconstruir el Estado capitalista y entregaron el ejército al mando de la vieja casta de oficiales. Habiéndolos utilizado para hacer el trabajo sucio, estos últimos luego procedieron a apartar a los «comunistas» a un lado y llevar a cabo un golpe de Estado en la retaguardia. Los generales Miaja y Casado (aún con un carnet del PC en su bolsillo) conspiraron con Negrín para ilegalizar al Partido «Comunista» y tratar de llegar a un acuerdo con Franco. Casado se ofreció a detener, y entregar a Franco, a muchos dirigentes del PC y a otros dirigentes obreros. La Pasionaria y otros dirigentes estalinistas tuvieron que huir a Francia, dejando a los miembros de base del partido enfrentados a su suerte.
Todo eso es pasado por alto por Hobsbawm. La política de colaboración de clases que presenta Hobsbawm como la única manera de asegurar la victoria sobre el fascismo, de hecho, preparó el camino para una derrota aplastante. Los fascistas se tomaron una venganza terrible sobre los trabajadores. Hasta un millón de personas murieron en la misma guerra civil. Miles más fueron asesinados en el período inmediatamente posterior a la derrota. La clase obrera española pagó un precio terrible por las políticas falsas, la cobardía y la traición pura y simple de sus dirigentes, en particular, del Partido Comunista. Esto es lo que Hobsbawm intentó justificar hasta el final de su vida.
En La Era de los Extremos defiende las acciones de la burocracia estalinista. Él escribe que la alianza de Stalin, Churchill y Roosevelt «no hubiera sido posible sin un cierto relajamiento de las hostilidades y sospechas mutuas entre los defensores y los adversarios de la Revolución de Octubre». Por lo tanto, la revolución española tenía que ser sacrificada en el altar de la «alianza antifascista». De acuerdo con esta lógica retorcida estalinista la derrota de la revolución española fue un precio que bien valía la pena pagar para consolidar la alianza entre la URSS y las «democracias» europeas, allanando así el camino para una «democracia de nuevo tipo»:
«La Guerra Civil española hizo que esto [«el relajamiento de las hostilidades» entre la URSS y las «democracias» occidentales] se consiguiera de una manera mucho más fácil. Incluso los gobiernos anti-revolucionarios no podían olvidar que el gobierno español, con un presidente y un primer ministro liberales, tenía plena legitimidad constitucional y moral cuando les pidió ayuda contra sus generales insurgentes. Incluso estos estadistas democráticos que lo traicionaron, por temor a su propia piel, tenían mala conciencia (!). Tanto el gobierno español y, más concretamente, los comunistas, que eran cada vez más influyentes en sus asuntos, insistieron en que la revolución social no era su objeto, y de hecho, visiblemente hicieron lo que pudieron para controlar y revertirla para horror de los revolucionarios entusiastas. La revolución, ambos insistían, no era el asunto: sino la defensa de la democracia».
Esto es falso de principio a fin. La derrota de la clase obrera española en realidad eliminó la última barrera que quedaba para detener el inicio de la Segunda Guerra Mundial. La llamada alianza de las democracias occidentales con la URSS fue siempre una ficción. Como una cuestión de hecho, el Reino Unido, en particular, estuvo todo el tiempo animando a Hitler en su política exterior agresiva con la esperanza de que atacara a la Unión Soviética. Ese era el significado real de la política de Chamberlain de «apaciguamiento». Sólo a última hora, cuando se dieron cuenta de que Hitler atacaría Francia, fue cuando los caballeros de Londres cambiaron de postura. La idea de que gente del tipo de Chamberlin y Churchill tuvieran una conciencia culpable porque facilitaron la victoria de Franco es, simplemente, ridícula. Sus cálculos no se basaban en consideraciones sentimentales o morales, sino sólo en los intereses del imperialismo británico. Incluso cuando Hitler atacó a la Unión Soviética en 1941, una parte importante de la clase dirigente británica tenía la idea de dejar que Alemania y Rusia se agotaran una contra la otra para después intervenir y aplastar a ambas. Esa es la verdadera razón por la que Churchill, supuestamente aliado de la URSS, impidió una y otra vez la apertura de un segundo frente en Francia. La única razón por la que finalmente accedió a la invasión de Francia en 1944 fue por el espectacular avance del Ejército Rojo que venía desde el Este, y que amenazaba con alcanzar el Canal Inglés.
Leer también:
Segunda parte: Hobsbawm, el apóstol del “blairismo”
Tercera parte: Hobsbawm, el profesor se une al establishment