Insurrección popular, violencia y represión estatal después del 28 de julio en Venezuela: un debate con el chavismo de base – Primera parte

Después del 28 de julio, la historia se ha acelerado hasta un paso de vértigo en nuestro país, aunque siguiendo derroteros muy contradictorios. Parafraseando a Trotsky cuando escribió su memorable balance de la Revolución de 1905, ha terminado de desenredarse el nudo en torno al posible desenlace de la larga historia de la Revolución bolivariana, y aunque lo ha hecho de forma esperada, ha sido a la vez de manera trágicamente irónica.

Los niveles de represión estatal que hemos observado en nuestro país, después de las elecciones presidenciales, no tienen precedentes en este siglo: aproximadamente 25 personas fallecidas en protestas, la mitad en apenas 3 o 4 días y la mayoría por disparos en la parte superior del cuerpo; más de 2200 personas detenidas arbitrariamente en todo el país en apenas diez días, sin las órdenes correspondientes de Fiscalía; numerosas desapariciones forzadas; allanamientos ilegales de morada a discreción de los cuerpos represivos, para detener arbitrariamente a manifestantes, activistas o políticos; uso de cuerpos parapoliciales para disolver protestas a plomo o golpear y detener a manifestantes; torturas y violaciones flagrantes al debido proceso; promoción de las delaciones entre vecinos para favorecer la captura de manifestantes en sus comunidades; detención de menores de edad; y suspensión parcial de derechos constitucionales fundamentales como la libertad de expresión y la privacidad de las comunicaciones personales.

El gobierno justifica tales medidas argumentando la existencia, durante el día de las elecciones, de un golpe de Estado por parte de la derecha reaccionaria para, a través de un sabotaje electrónico de la transmisión de actas electorales, evitar la victoria electoral de Nicolás Maduro. Luego, ha acusado también a las masivas protestas populares que tuvieron lugar a partir del día siguiente a las elecciones (y en las que ciertamente hubo expresiones de violencia), de ser parte del mismo plan de golpe “fascista”. Y así, ha justificado el salto cualitativo en la política de represión estatal que ya venía fortaleciéndose progresivamente durante el último lustro, pero que supera con creces los niveles de represión observados en 2017.

Pero, lo primero que debemos preguntarnos quienes nos consideremos genuinos revolucionarias y revolucionarios (no oportunistas ni carreristas de esos que se han acomodado al capitalismo y al Estado burgués a través de sus lazos con el PSUV), es si todo esto ha sido realmente así. A pesar de que los intentos violentos de la burguesía de derrocar a Chávez, primero, y a Maduro después, han sido sistemáticos en un cuarto de siglo, ¿es verdad que la derecha intentó un golpe de Estado el 28 de julio? ¿Se trató realmente de pura y dura violencia pro fascista, al mejor estilo de las guarimbas de 2014 y 2017? Más aún, ¿cuál fue el carácter de clase de estas protestas? Y, en consecuencia, ¿puede la izquierda justificar de alguna forma la represión estatal en curso?

En las próximas líneas, intentaremos, desde una perspectiva marxista, dar respuesta a estas cuestiones.

Un resultado electoral inverosímil

A diferencia de lo que ocurrió en la gran mayoría de las 29 elecciones pasadas, el pasado 28 de julio el gobierno decidió interrumpir por la fuerza el proceso electoral en su última fase: la de escrutinio público y auditoría. 

Empleando fuerzas parapoliciales, amedrentó a electores y testigos de mesa a lo largo y ancho del país. En algunos casos, según se evidencia en videos grabados en el momento de los hechos, efectivos de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) y, en otros casos, de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), decidieron llevarse las cajas y/o las máquinas de votación sin que el proceso pudiera concluir según la norma. 

Horas más tarde, cerca de la media noche, el Consejo Nacional Electoral (CNE) anunció que, con apenas el 80% de las actas escrutadas (que supuestamente mostraban una tendencia irreversible), Nicolás Maduro había ganado las elecciones, a contravía de lo que un gran número de actas de votación arrojaba en todo el país (y fue difundido por la gente de a pie públicamente a través de las redes sociales): que el vencedor era el candidato de la oposición derecha, Edmundo González, incluso en municipios y estados que habían sido bastiones históricos del chavismo.

El rector principal del CNE, Elvis Amoroso, así como otras figuras públicas del gobierno, argumentaron, para defender tanto los resultados anunciados como las patentes irregularidades en el proceso, que hubo un ciber ataque contra la red del CNE (llegándose a señalar cosas tan disparatadas como que la red de CANTV -la estatal telefónica- recibió 30 millones de ataques por minuto). Ello, a pesar de que, durante todo el día, tanto dirigentes del PSUV, como de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) y el propio Amoroso, habían señalado que el proceso transcurría con total normalidad. Ello, a pesar de que los técnicos de CANTV señalaron, días antes, como corresponde según el protocolo, que la red estaba completamente blindada y se habían realizado pruebas contra posibles hackeos para verificar los niveles de seguridad de la red, por lo que cualquier ataque cibernético resultaba altamente improbable. 

A la mañana siguiente, también ocurrió un hecho sin precedentes en 25 años. Sin que el CNE hubiese ofrecido un segundo boletín y sobre la base de sólo el 80% de las actas, supuestamente escrutadas, se procedió a proclamar a Nicolás Maduro como presidente electo. 

Una genuina pero contradictoria insurrección popular

De repente, el silencio funerario que envolvía a Caracas y las ciudades del interior fue interrumpido por una catarata de cacerolazos a lo largo y ancho del país, y, protestas, piquetes, barricadas y marchas espontáneas empezaron a surgir en los barrios pobres de la ciudad capital, así como en muchas ciudades del interior.

Una genuina insurrección popular, aunque con características profundamente contradictorias, fue puesta en marcha, tomando al gobierno completamente por sorpresa.

La situación, aunque debido a la ausencia de una dirección audaz y al papel de la represión estatal no llegó a desarrollarse hasta sus últimas consecuencias, fue potencialmente revolucionaria. En efecto, aunque fue cortada en seco mediante la bayoneta y el fusil a los dos o tres días de haberse iniciado, mostró algunos elementos de la definición clásica de situación revolucionaria elaborada por Lenin, sobre todo en lo que respecta a la masividad de las movilizaciones populares espontáneas, que desbordaron a la policía, y en el quiebre puntual de las fuerzas represivas en ciertos lugares del país: varios módulos móviles de la detestada PNB (que regularmente cobra vacunas a conductores, y cuyo cuerpo de acciones especiales es responsable de los planes de “lucha contra el crimen”, que en realidad implican criminalización y represión de la juventud de los barrios pobres) fueron quemados y destruidos, evocando, a pesar de la distancia histórica, las escenas que el país vivió durante el Caracazo, hace 35 años. Incluso, el que se ubicaba en la Plaza O’leary, a pocas cuadras del Palacio de Miraflores, fue empujado calle arriba por un grupo de manifestantes, quienes lo empleaban como barrera de defensa ante los piquetes policiales. En algunas ciudades, como Carirubana, en el estado Lara, el orden policial se quebró. Los oficiales, quitándose sus uniformes, se negaron, algunos en medio del llanto, a reprimir a la gente, arriesgándose así a ser dados de baja deshonrosa (de acuerdo a la ley burguesa) por sus superiores.

En otras ciudades, la PNB simplemente observó, pacíficamente, cómo los manifestantes se apoderaban de los cuarteles, sin poder hacer nada. En esos casos, según puede observarse en vídeos, no hubo violencia de los manifestantes contra los efectivos policiales, hecho que, de nuevo, nos recuerda inevitablemente, aunque en menor escala, cuando los barrios desbordaron a la Policía Metropolitana un 27 y 28 de febrero de 1989.

En Caracas, una gigantesca marcha espontánea barrió casi toda la ciudad capital desde Petare (donde se ubica uno de los dos barrios populares más grandes de América Latina) en el este, hasta el centro de la ciudad, lugar de asiento de las instituciones del poder estatal. En la movilización pudo escucharse a gente decir que, si los dirigentes de la oposición no participaban en la protesta, ellos mismos podrían hacerse cargo de la situación al llegar a Miraflores, constituyendo ellos mismos su propio consejo de ministros. Aunque esto haya sido un hecho puntual, nos permite tener una idea del estado psicológico de sectores de las masas que se movilizaron los días 29, 30 y 31 de julio. La gente quería un cambio radical de la situación, y había quienes estaban dispuestos a jugar un papel protagónico e intentar tomar en sus propias manos su destino, de ser necesario. Desde otras barriadas populares en el oeste, sur y suroeste, también se produjeron movilizaciones importantes hacia el centro de la ciudad. 

En horas de la tarde, una de ellas, que se desplazaba por la avenida Urdaneta (que pasa frente al Palacio de Miraflores), compuesta de gente que iba a pie y jóvenes motorizados de las barriadas populares, fue contenida por un piquete policial en la esquina del Banco Central, a pocas cuadras del Palacio, y luego repelida a balazos por cuerpos parapoliciales del gobierno, mal llamados colectivos, tal y como fue también registrado audiovisualmente. Los cuerpos policiales permitieron actuar a los colectivos impunemente.

Mientras, la dirección de la oposición de derecha, se mantenía ajena a los acontecimientos. De haber existido una dirección y partido revolucionarios, con un ejército de miles o decenas de miles de cuadros, forjados sobre la base del estudio de la teoría y el programa marxista, así como de una intervención sistemática en la lucha de clases, éste habría podido ganar la simpatía de una capa importante de las masas que se lanzaron a las calles del país, a fin de orientar su ira y combatividad en líneas genuinamente revolucionarias. Pero tal factor subjetivo, sigue aún ausente en nuestro país. 

En cambio, hemos asistido a lo que parece ser una ruptura definitiva de varias generaciones con las tradiciones del chavismo: En La Guaira, Coro, Mariara y otras ciudades, movilizaciones de jóvenes expresaron su ira contra el gobierno derribando estatuas de Chávez. Para millones de venezolanos jóvenes (muchos de los cuales provienen de hogares chavistas), Hugo Chávez no es ya el mejor presidente de la historia, aquel en cuyo gobierno las masas proletarias y oprimidas conquistaron mejoras sin precedentes desde el siglo pasado en sus condiciones de vida, así como un importante conjunto de derechos políticos y civiles.

Para las generaciones nacidas en el presente siglo, Chávez es el antecedente del gobierno Maduro, un gobierno profundamente corrupto y decadente, bajo el cual prácticamente se han pulverizado el salario y las prestaciones, el derecho a la educación, a la salud y a la alimentación, y se han cercenado progresivamente todos los derechos democráticos de la población. Por eso han dirigido su ira contra la propia idea e imagen de Chávez: Maduro, y toda la oligarquía termidoriana que dirige el PSUV, al liquidar las conquistas políticas y sociales logradas durante la Revolución Bolivariana, han destruido la bandera y el símbolo que Chávez representó en el período anterior para millones de hombres y mujeres de a pie, y, sobre todo, para la juventud trabajadora de entonces.

Las masas, hastiadas, agotadas y arrechas con la situación del país, votaron masivamente contra Maduro. En muchos casos, no votaron por Edmundo González o por la figura de María Corina Machado, sino contra Maduro, incluyendo cientos de miles y quizás hasta millones de votantes que aún se reivindican chavistas, pero que sienten un odio enorme contra el gobierno Maduro. Así, el resultado que el gobierno quiso imponer por la fuerza, pasando por encima de los hechos (porque la vasta mayoría de las actas dadas a conocer por los propios testigos y miembros de mesa, dieron como ganador a Edmundo González), fue el catalizador de la breve insurrección popular que tuvo lugar entre los días 29 y 31 de julio, aproximadamente.

Diez años de un espantoso retroceso en sus condiciones de vida, determinaron el voto masivo por la opción de la decapitación (es decir, de un agresivo programa de ajuste monetarista y privatizaciones, para terminar de desregular la economía venezolana hasta niveles sin precedentes históricos), como lo hemos expuesto en nuestro documento de perspectivas previo a las elecciones el 28J (https://luchadeclases.org.ve/?p=12399).

He allí la esencia contradictoria de la poderosa movilización que estalló el 29 de julio: las masas se levantaron contra un régimen que les oprime brutalmente para echarlo abajo, pero acaudillados bajo la figura de la dirigente del ala más reaccionaria de la burguesía venezolana. Un ala de la burguesía que de ponerse a la cabeza del Estado les oprimiría de formas incluso peores, y seguiría avanzando en el camino de la destrucción de las conquistas sociales del último período; camino sobre el cual Maduro ha andado ya muy largos trechos. 

Ni con la boliburguesía ni con la reaccionaria derecha tradicional

No se trata aquí, aclaramos, de que defendamos en lo más mínimo a la derecha tradicional y su candidato, o el resultado electoral que, según todo indica, les es muy favorable. Con ellos no tenemos nada en común, y más bien los denunciamos como parte responsable de la catástrofe social y económica que ha sufrido el país durante la última década.

La destrucción de la base social histórica del chavismo, se debe no sólo a las políticas reformistas del primer gobierno Maduro en el contexto de los efectos de la crisis capitalista de 2009 y la caída de los precios de las commodities (entre ellas el petróleo). No fue sólo consecuencia de la descontrolada emisión de dinero que favoreció una brutal crisis de hiperinflación en 2017, y su posterior y complementario ajuste monetarista salvaje de 2018, mediante el cual terminó de destruir el salario, las contrataciones colectivas y las condiciones generales de vida y trabajo. No. La burguesía venezolana y el imperialismo yanqui tienen una gran responsabilidad en todo esto.

Desde los inicios de la Revolución Bolivariana intentaron derrocar a Chávez por medios violentos (golpes de estado, insurrecciones reaccionarias, incursiones paramilitares etc.). Cuando no pudieron, intentaron hacerlo por la vía de la democracia burguesa, por la vía de las elecciones. En paralelo, y en la medida en que este último método no les fue útil tampoco, el empresariado llevó adelante un masivo sabotaje de inversiones y de producción en miles de industrias a lo largo y ancho del país, así como una política de acaparamiento masivo y sistemático que duró más de una década. Una situación bastante similar a la vivida en Chile antes del golpe del 73, o en Nicaragua durante la década de la revolución sandinista. Por lo tanto, la burguesía tiene una enorme cuota de responsabilidad en el largo proceso de dislocación de la economía venezolana, que a principios de esta década alcanzó niveles de paroxismo. 

Finalmente, el punto máximo de la guerra económica contra el proletariado venezolano fueron las sanciones de Washington contra la economía venezolana. Según el propio Francisco Rodríguez, un reconocido economista burgués, quien ha trabajado para firmas en Wall Street y es considerado en su medio todo un “Chicago Boy”, la crisis económica que despuntó en 2014 habría tenido, de no ser por las sanciones de la administración Trump, un desarrollo relativamente cíclico y normal, como otras que han ocurrido en la historia latinoamericana. En cambio, bajo el peso de las sanciones a PDVSA y al Estado venezolano y sus empresas, la crisis se convirtió en la peor depresión económica en toda la historia del capitalismo. 

Aproximadamente, se estima que entre 2013 y 2020 el PIB de Venezuela se contrajo un 90%; millones de trabajadoras y trabajadores huyeron del país, estableciéndose a lo largo y ancho del continente americano y hasta en países de Europa, luego de ser despedidos o luego de que miles de empresas y ramas industriales enteras quebraron y/o cerraron; aunque no existen cifras oficiales, la ONU señala que la pobreza en el país podría, a inicios de 2024, estar superando el 80% y la pobreza extrema el 50%; el salario formal (aquel que suma para prestaciones y otros beneficios contractuales), sigue siendo de los más bajos del mundo, mientras que el ingreso mínimo (a través de bonificaciones) ronda los $130 mensuales. 

Y hoy, estos mismos sectores intentan volver a comandar el Estado, pero no para salvar a la clase trabajadora de las dolorosas penurias a las que han sido sometidos durante toda una década. Su objetivo es volver a colocar a la burguesía tradicional a la cabeza del país para terminar de liquidar las contadas conquistas (casi ninguna, para ser sinceros) que aún quedan en pie de la extinta Revolución Bolivariana (como la gratuidad parcial de ciertos servicios de salud y educativos), y avanzar hacia un proceso de total liberalización y privatización (de hecho y de derecho) de la economía, como el que está llevando adelante el gobierno Milei en la Argentina.

No tenemos pues, ningún punto en común con estos enemigos históricos de la clase obrera y el pueblo pobre de Venezuela. Pero ello, tampoco nos coloca en el otro bando: el de la nueva oligarquía que, disfrazada de “socialista” y explotando en el legado de Hugo Chávez, se ha erigido a partir de la destrucción de las conquistas de la Revolución Bolivariana, y una política de pillaje y saqueo sistemático de los recursos naturales y financieros del Estado. Ambos bloques son, a su forma, enemigos de la clase obrera y el conjunto de los oprimidos. Y, por lo tanto, sin que ello implique conceder nada al bloque de la derecha tradicional, debemos condenar la represión salvaje que está teniendo lugar en los barrios pobres del país desde hace un mes.

Las expresiones de violencia como justificación de la represión

Muchos viejos amigos, compañeros de lucha, e incluso simpatizantes y compañeros que en algún punto tuvieron posiciones similares al conjunto de la izquierda socialista revolucionaria, hoy por hoy están defendiendo la represión estatal contra el pueblo pobre que se lanzó a las calles.

En realidad, se trata de una situación general entre la base remanente del chavismo que se ha mantenido apoyando a Maduro, a pesar de su profundo giro a la derecha. Sobre la base de los viejos, errados y falsos argumentos que ofrece el gobierno (como la amenaza del fascismo, la defensa de la patria, un supuesto intento de golpe de Estado por parte de MCM, o la necesidad de defender la revolución), apoyan la feroz represión que el gobierno, sin descanso, está llevando adelante contra las protestas populares. 

Uno de los principales argumentos del gobierno para condenar las protestas, ha sido acusar su carácter violento. De esta forma, se vincula la reciente oleada de protestas con las guarimbas de 2014 y 2017, a fin de deslegitimarla ante los ojos de la base del chavismo que decidió cerrar filas en torno a Maduro de cara a los comicios presidenciales.

En primer lugar, ciertamente hubo expresiones importantes de violencia en las protestas. Así lo hemos relatado al principio de este artículo. Pero, al mismo tiempo, hubo enormes movilizaciones pacíficas de la gente de a pie, que igualmente han sido reprimidas brutalmente. Sobre la base de las manifestaciones violentas, el gobierno justifica la represión de cualquier protesta, sobre todo, las que tienen lugar en las barriadas populares del país. Esto es inaceptable, y lo rechazamos totalmente.

En segundo lugar, debemos preguntarnos, ¿qué significa que una manifestación sea violenta? ¿Cuándo es una manifestación violenta? En primera instancia y desde una perspectiva burguesa -la que hoy, por cierto, emplea el gobierno para justificar la represión-, podemos decir que una protesta es violenta cuando implica el daño o destrucción de propiedad pública o privada, la agresión a ciudadanos no involucrados en las protestas o el combate físico contra la fuerza pública. Pero, si analizamos la cuestión más a fondo y desde una perspectiva de clase, surgen entonces otras interrogantes ¿Acaso es falso que muchas protestas obreras y populares en nuestra historia implicaron expresiones de violencia? ¿No es eso parte de la lucha de clases? ¿Acaso no es algo que ocurre en la historia de todos los pueblos oprimidos del mundo? 

Muchos revolucionarios, que luego formaron parte del PSUV, y hoy están defendiendo la represión casi con pasión y fervor policíaco -porque supuestamente todas las protestas opositoras son violentas-, han defendido históricamente la violencia que los oprimidos ejercieron contra la clase dominante, en casos como el del Caracazo, por ejemplo. El Caracazo fue precisamente una clara expresión de violencia, casi salvaje, de los oprimidos contra la clase dominante, sus políticos y el Estado.

Otro caso defendido por viejos revolucionarios, activistas y militantes, ha sido el de las protestas estudiantiles hacia finales de los 80 y en los 90. ¿O es que nos hemos olvidado de los famosos jueves culturales de la UCV? Los jueves culturales no eran sino una guarimba sistemática en una de las entradas de la universidad. Durante varios años, grupos armados de estudiantes se caían a plomo con la Policía Metropolitana en la entrada sureste de la universidad, jueves tras jueves, semana tras semana. Quemaban autobuses y los empleaban de barricadas. Incluso, el talentoso periodista y autor José Roberto Duque, escribió una breve pero hermosa novela sobre aquel episodio, en la que narra la acción de aquellos jóvenes como una suerte de epopeya contemporánea, urbana y tropical; Duque relata el viaje de aquellos jóvenes, armados más de gallardía y voluntarismo que de teoría, programa u organización, como una acción heroica. A pesar de que incluso da cuenta de los excesos que cometieron durante las batallas callejeras contra la policía, jamás habría sido capaz de tildarlos de terroristas o de drogadictos, como hoy hace el gobierno del PSUV contra los jóvenes que el 29 de julio emplearon métodos similares, para enfrentar a una policía que es tanto o más represiva que la de entonces. 

Aunque nosotros no compartimos necesariamente los métodos ultraizquierdistas de aquellos compañeros, desconectados de las luchas concretas del movimiento obrero y del imprescindible trabajo de construcción de una organización proletaria, no podemos tampoco negar su valentía ni el importante papel que jugaron, enfrentando la represión estatal, durante los días del Caracazo. Jamás los llamaríamos terroristas, menos aún drogadictos. Aquellos son calificativos más propios del léxico de señores y señoras burguesas, y dice mucho de la actual condición de clase de Maduro y toda la boliburguesía.

Hoy, tristemente, Duque respalda a Maduro de forma casi absolutamente acrítica. De hecho, su último artículo publicado se refiere a las protestas post 28-J casi como mera violencia enfermiza y desquiciada, promovida por el odio que MCM, su corriente política y sus acólitos inyectan en un sector de la población. Preguntamos. ¿Qué diferencia hay entre los jóvenes que destrozaron módulos policiales de la PNB hace dos semanas, y aquellos héroes de la UCV en los 80 y 90? ¿Justificará el compañero José Roberto Duque la represión en curso contra el pueblo pobre?


Ver también: Insurrección popular, violencia y represión estatal después del 28 de julio en Venezuela: un debate con el chavismo de base – segunda parte