Las fronteras actuales del mundo árabe son el producto de un plan secreto delineado en un mapa del Levante mediterráneo en mayo de 1916, en un acuerdo alcanzado entre el imperialismo británico y francés en el punto álgido de la Primera Guerra Mundial. Cien años después, el tratado Sykes-Picot puede considerarse sinónimo de engaño, cinismo y traición imperial.
Las fronteras actuales del mundo árabe son el producto de un plan secreto delineado en un mapa del Levante mediterráneo en mayo de 1916, en un acuerdo alcanzado entre el imperialismo británico y francés en el punto álgido de la Primera Guerra Mundial. Cien años después, el tratado Sykes-Picot puede considerarse sinónimo de engaño, cinismo y traición imperial.
Los autores de este notorio documento fueron Mark Sykes y François Georges-Picot, designados por los gobiernos británico y francés, respectivamente, para decidir cómo repartirse el Imperio otomano después de la guerra. Esperando en la sombra se encontraba el canciller ruso, Sergei Sazonov, ansioso por asegurarse de que Constantinopla fuera entregada a Rusia como parte del acuerdo.
Durante la Guerra, Gran Bretaña propuso diferentes ofertas a diferentes países. A los franceses, árabes y judíos, el imperialismo británico les prometió cosas sin ninguna intención de otorgárselas. El historiador árabe, George Antonius, definió al documento como el producto “de la codicia aliada a la desconfianza y tan conducente a la estupidez”. Fue una solución caótica que preparó el camino para futuros desastres.
Los turcos calcularon mal cuando entraron en la guerra del lado de Alemania y las Potencias Centrales. Sus tierras quedaron en juego. La única pregunta era: ¿quién se quedaría con qué? Al igual que las bandas rivales, los bandidos de la Entente discutían de antemano cómo dividirse los bienes del hombre al que planeaban asesinar. Pero había un pequeño problema. Su pretendida víctima aún no estaba muerta.
La guerra no iba bien para los Aliados. La aventura de Gallipoli, puesta en marcha a iniciativa de Winston Churchill, terminó siendo un desastre. En enero de 1916, mientras se libraba una feroz batalla en Verdún, los británicos se veían forzados a una retirada ignominiosa. Unos meses más tarde, los británicos estarían a punto de sufrir una humillante derrota en Mesopotamia.
Petróleo
Incluso en esta etapa temprana, la presencia del petróleo fue un factor decisivo en los cálculos del imperialismo. ¿Qué era el derecho a la libre determinación en comparación con el oro negro? Gran Bretaña antes de 1914 ya controlaba gran parte de lo que hoy se llama Irak, gracias a los jeques locales para obtener influencia, como en el caso del sultán de Kuwait. De esta manera se aseguraron el Shatt-Al-Arab, el nombre dado al punto donde se unen las aguas del Éufrates y el Tigris. Éste fue un puerto clave para el comercio de la India británica.
La construcción del oleoducto anglo-persa, que corría a lo largo de las orillas del río, suponía para Gran Bretaña una razón de peso para proteger la región. La Compañía Anglo-Persa de Petróleo fue la que proveyó a la Marina Real, una consideración estratégica fundamental. Justo antes del estallido de la guerra, el gobierno británico se había asegurado una participación del control en la empresa. Los grandes beneficios obtenidos de este modo rivalizaban con los de la Compañía del Canal de Suez. El petróleo era fuente de dinero. Y de sangre también.
En última instancia, todo esto estaba relacionado con el control británico de la India. En teoría, los intereses británicos en Mesopotamia estaban protegidos por las fuerzas británicas en la India. Pero, en realidad, éstas no eran suficientes. El Ministerio de Asuntos Exteriores en Londres barajó la posibilidad de provocar un levantamiento árabe contra los turcos.
Los árabes sufrían la opresión bajo el dominio turco y crecía la inestabilidad. Los políticos de Londres creyeron ver en esto una oportunidad. Se imaginaban que si los turcos podían ser expulsados de Basora, los árabes se inclinarían a levantarse contra ellos y apoyarían a los británicos en su guerra contra los opresores otomanos. Pero en la práctica esto resultó ser un espejismo.
En palabras de un historiador militar británico, “la política británica no estaba libre de un maquiavelismo desagradable, ya que mientras a los árabes se les instaba a deshacerse de la lealtad a Turquía, se les hicieron promesas contra su vuelta definitiva a la venganza de sus feroces amos.” (A History of the Great War, p 339-40). El autor añade, como para excusarse: “Sin duda, sin embargo, nuestra acción se consideraba como contrapartida a las intrigas turco-alemanes en la India, para la que Mesopotamia era considerada como una base útil”.
“¡Marchar sobre Bagdad!”
Una fuerza británica compuesta en parte por tropas indias fue enviada a Mesopotamia. El oficial político de esta expedición, Percy Cox, era considerado un gran experto en la región. Se inclinó con entusiasmo a favor de invadir Bagdad. No habría ninguna, o muy poca, oposición, pensó. Pero pensó mal.
Los planificadores militares no habían considerado varios factores, uno de los más importantes era el clima: uno de los más implacables y extremos del mundo. Las fuerzas británicas e indias sufrieron los tormentos del calor y la sed, plagas de moscas y fueron abatidas por las enfermedades. Más tarde sufrieron el frío. Los hospitales de campaña eran, por decir lo menos, inadecuados, en los que un creciente número de soldados perecieron. Los heridos pasaban hasta dos semanas en los barcos antes de llegar a cualquier tipo de hospital. Ésta era una advertencia de los horrores por venir.
John Nixon, jefe del ejército de Mesopotamia, fue indiferente a cualquiera de estas pequeñas dificultades locales. Es difícil decir si su conducta fue el producto de la ingenuidad o de la megalomanía. Cromwell dijo una vez: “Nadie va tan lejos como aquél que no sabe adónde va”. Superado por su optimismo incontenible, Nixon sólo parecía saber una palabra de mando, y ésa era “Avanzar”.
El apetito llega a la hora de comer, y los británicos se estaban volviendo voraces. Al principio las cosas parecían ir bien. Para finales de septiembre de 1915, Charles Vere Ferrers Townshend, el comandante de campo de Nixon, ya había ocupado la provincia mesopotámica de Basora, incluyendo la ciudad de Kut al Amara. A partir de ahí, intentaron subir los ríos Tigris y Eufrates hacia Bagdad.
El general Townshend debió de haber sido un hombre muy vanidoso y arrogante, su ego se vio alimentado con algunos éxitos militares contra las guerrillas tribales en el norte de la India. Al igual que Nixon, se mostraba absurdamente confiado. Esa seguridad en sí mismo se cobró muchas vidas. Fue imprudente y corrió riesgos absurdos obviando las precauciones más elementales. El resultado final fue una catástrofe.
La fácil victoria en Basora dejó en los británicos un sentimiento de destructiva satisfacción. Con demasiada frecuencia en la guerra, la capacidad de avance deja de lado la conveniencia de hacerlo. Al final, la población árabe no resultó ser tan amistosa para los británicos como los hombres en Londres se habían imaginado. Las fuerzas turcas estuvieron respaldadas a menudo por las tropas árabes, que también comenzaron a sabotear el oleoducto. En represalia, la población local sufrió un “severo castigo” por parte de sus salvadores británicos.
Desde un punto de vista militar, la ocupación de Bagdad no tenía ningún sentido. Para llevar a cabo una operación de este tipo con éxito, se hubiera necesitado un gran número de tropas y enormes cantidades de suministros, transporte fluvial, hospitales de campaña y artillería. En cambio, la fuerza británica se constituía de tan sólo 12.000 hombres, los cuales fueron enviados a través del desierto sin carreteras ni materiales adecuados. Aún así, John Nixon siguió adelante con la campaña.
La 6ª División (Puna) avanzó río arriba, dejando tras de sí una escasa línea de suministro de unos cientos de millas. Nixon se auto-engañó y engañó al gobierno británico con su aire jactancioso. Así le dijo a Chamberlain: “Estoy seguro de que puedo vencer a Nur-ud-Din y ocupar Bagdad sin añadir [más contingentes] a la fuerza presente.” En Londres, el Gabinete deliberó, escribió notas y más notas, y, por último, influido por las garantías de confianza de los hombres “sobre el terreno”, decidió enviar refuerzos a las fuerzas invasoras (Kitchener votó en contra).
La gran mayoría de las fuerzas del Imperio Británico en esta campaña fueron reclutadas en la India. Sin embargo, las autoridades británicas en la India estaban cada vez más alarmadas por el deterioro de la situación en la turbulenta frontera noroccidental con Afganistán. También comenzaron a preocuparse por el éxito de los cada vez más activos y eficientes agentes alemanes en Teherán. Se temía que Persia podría entrar en la guerra del lado de Alemania en cualquier momento. El Gobierno de la India decidió a regañadientes tratar de juntar algunos refuerzos. Pero era demasiado poco y demasiado tarde.
Lo que no sabían en Londres o en Nueva Delhi era que esta pequeña fuerza de 12.000 veteranos estaba a punto de caer en una trampa. A finales de noviembre, en Ctesifonte (o Selman Pak), a dieciséis millas de Bagdad, colisionaron con un ejército de 20.000 turcos.
La catástrofe de Kut
La batalla se libró con gran ferocidad y las bajas fueron numerosas en ambos lados, el doble para los turcos. Las tropas de Townshend perdieron unos 4.500 hombres, los turcos perdieron aproximadamente el doble de ese número, pero los británicos quedaron en un estado mucho peor, ya que perdieron el 40% de su infantería y la mitad de sus oficiales británicos. Un ejército irregular y desmoralizado comenzó a retroceder de nuevo hacia Kut-al-Amara. El cinco de diciembre, las tropas turcas y alemanas comenzaron a sitiar dicha ciudad.
Al principio, la gravedad de su situación aún no había penetrado en la dura cabeza de Charles Townshend. En el comedor de oficiales cenaban casi tan bien como en los clubes exclusivos para caballeros en Londres. Brindaban por el rey y el país con champán y se consumían grandes cantidades del mejor whisky. Nadie vio el terrible final que les esperaba.
Convencidos de que pronto serían relevados, no vieron razón para preocuparse. Pero las grandes lluvias de invierno habían hecho crecer el río Tigris, lo que dificultaba las maniobras de las tropas a lo largo de sus orillas. En consecuencia, no apareció la fuerza de rescate anticipada. Townshend envió quejas, a veces demandas histéricas en busca de ayuda.
Cuatro veces intentaron los británicos romper el asedio turco durante el invierno, cuatro veces fracasaron. Townshend no hizo ningún esfuerzo en apoyar los esfuerzos de ayuda mediante la organización de una salida de la ciudad sitiada, simplemente se mantuvo pasivo. El número de bajas sufridas por las fuerzas de liberación ascendió a alrededor de 23.000 – casi el doble de la totalidad de fuerzas restantes dentro de Kut.
A medida que el sitio se prolongaba, la comida comenzó a escasear. Las enfermedades comenzaron a hacer estragos en los hombres debilitados por el agotamiento y el hambre. La situación era aún peor para los soldados indios que tenían prohibida por su religión la ingesta de carne de caballo. La moral se hundió junto con la disminución de los suministros.
Ya desesperado, Townshend pidió al gobierno británico que negociara un sucio acuerdo con los otomanos. Trataron de comprar a los enemigos con un enorme soborno. Un equipo de oficiales (incluido el famoso “Lawrence de Arabia”) fue enviado en secreto para ofrecer dos millones de libras (el equivalente a 122.300.000 £ en 2016), con la promesa de no luchar contra los otomanos de nuevo, a cambio de liberar a las tropas de Townshend. El líder turco, Enver Pasha, declinó despectivamente esta oferta.
A pesar de que los refuerzos no estaban tan lejos de la ciudad, en lugar de esperar, Townshend se rindió repentinamente el 29 de abril de 1916. El general y sus 13.000 hombres fueron hechos prisioneros. Esta fue la mayor rendición de tropas de la historia británica y le propinó un golpe demoledor al prestigio británico. El historiador británico, James Morris, ha descrito la pérdida de Kut como “la capitulación más absoluta en la historia militar de Gran Bretaña”.
Townshend y la mayoría de los otros comandantes británicos implicados en el fracaso para liberar Kut fueron destituidos de su mando. Pero salieron del paso fácilmente en comparación con el terrible destino que sufrieron los hombres que estuvieron bajo su mando. C.R.M.F Cruttwell escribe lo siguiente:
“Townshend [tuvo] un entierro honroso y casi de lujo, los oficiales estuvieron en campos de prisioneros soportables. Los hombres fueron conducidos como animales a través del desierto, azotados, pateados, violados, torturados y asesinados. Aunque los alemanes les dieron muestras de humanidad y bondad casi dondequiera que se encontraron con ellos, más de dos tercios de los soldados británicos habían muerto antes de que terminara la guerra. Jalil Pashá, el comandante turco, prometió cínicamente que serían ‘los invitados de honor de su gobierno’. Las tropas de relevo sufrieron 23.000 bajas. Principalmente estaban compuestas por jóvenes soldados apenas formados, que habían soportado noblemente toda clase de penurias y sufrimiento evitable e inevitable. “(A History of the Great War, pp. 348-9)
Las divisiones de clase en la sociedad persisten incluso en los campos de prisioneros de guerra.
La traición de los árabes
Cuando Turquía entró en la guerra del lado de las Potencias Centrales, Londres de inmediato declaró Egipto como “protectorado británico”. El pueblo egipcio simplemente cambió a un amo imperial por otro. Naturalmente, su opinión sobre el asunto nunca fue consultada.
Durante la guerra, los agentes británicos trabajaron sin descanso para preparar rápidamente una revuelta árabe contra los turcos. Las hazañas de uno de ellos, T. E. Laurence, se hicieron famosas en la película Lawrence de Arabia, presentadas de una manera mucho más atractivas. En realidad, fue parte de un cínico plan de utilizar a los árabes contra los turcos, ganándose a los jefes de las tribus y jeques, con una mezcla de vagas promesas sobre futuras expansiones territoriales y tangibles sobornos monetarios.
Los hombres de Londres creían que se habían apuntado un gran éxito persuadiendo a Husayn ibn Ali, emir y jerife de La Meca, para proclamar una rebelión contra el dominio otomano. De hecho, esta acción, que él llevó a cabo con gran renuencia, no fue el resultado de la diplomacia británica, sino del hecho de que había descubierto un complot alemán para deshacerse de él. Sin dicha motivación, su preferencia habría sido continuar con la política más fácil y muy rentable de aceptar los generosos sobornos de ambos lados.
La revuelta en el Hiyaz fue declarada en junio de 1916. Haciendo uso de su habitual buen sentido para los negocios, Husayn ibn Ali ya se había embolsado 50.000 libras de los turcos para financiar una campaña contra los británicos más un pago inicial considerable de los británicos para financiar una campaña contra los turcos. Su compromiso con el nacionalismo árabe sólo era, en realidad, una hoja de parra para cubrir sus propias ambiciones territoriales –un hecho que no pasó desapercibido para los británicos. David Hogarth, el jefe de la Oficina Árabe en el Ministerio de Asuntos Exteriores comentó ácidamente: “Es obvio que el rey se refiere a la unidad árabe como sinónimo de su propio reino”.
La revuelta del Hiyaz, a pesar de quedar glorificada en la película, Lawrence de Arabia, fue principalmente de carácter ficticio. Los británicos gastaron cerca de once millones de libras para financiarla. Serían cientos de miles de millones en dinero moderno. Pero su inversión no obtuvo gran cosa a cambio. Hogan se vio obligado a admitir: “Que los beduinos de Hejaz eran simplemente guerrilleros, y no de buena calidad como había quedado ampliamente demostrado incluso en las primeros etapas; y nunca se dudó de que no atacarían ni resistirían a las tropas turcas”. (Citado en David Fromkin:. A peace to end all peace, p 223)
Si Londres no consiguió una buena contrapartida con su inversión, Husayn ibn Ali consiguió aún menos con la suya. El derecho a la libre determinación de las pequeñas naciones es básicamente el pequeño cambio de la diplomacia imperialista. Los acontecimientos posteriores demostraron que Gran Bretaña consideraba la unidad árabe como sinónimo de dominio desde Londres. A los árabes se les había hecho creer en un gran reino hachemita gobernado desde Damasco. En su lugar, se les entregó unos pequeños reinos insignificantes, consistentes principalmente de desiertos.
Los hachemitas fueron desalojados sin contemplaciones de Siria por los franceses. También perdieron su feudo ancestral del Hiyaz, con las ciudades santas de La Meca y Medina. Éstas fueron entregadas al títere británico, Abdel Aziz bin Saud, un jefe del Nejd, que fundó la Arabia Saudita en connivencia con sus fanáticos religiosos wahabíes, los auténticos padres del actual ISIS.
Una de las ramas de los hachemitas pasó a gobernar Irak, pero el rey, Faisal II, fue derrocado en 1958. Otra rama todavía sobrevive en el Reino Hachemita de Jordania (que entonces se llamaba Transjordania) territorio usurpado a Palestina por los británicos.
El acuerdo Sykes-Picot
La diplomacia secreta no es la excepción, sino la regla en las relaciones entre las potencias imperialistas. Esto es totalmente lógico, ya que el propósito de la diplomacia es engañar tanto al enemigo como a la opinión pública sobre las verdaderas intenciones, y disimular los intereses más sórdidos con frases melosas sobre misiones humanitarias, la preservación de la paz, la defensa de la democracia y la defensa de los derechos de las pequeñas naciones. La diplomacia es la política y la guerra por otros medios. Es el cinismo elevado al nivel de una obra de arte.
Los reveses militares en Gallipoli y Mesopotamia no interrumpieron ni por un momento el funcionamiento normal de la diplomacia civilizada. Fuera del alcance del público, los ladrones Aliados se dedicaron a la noble y lucrativa tarea de dividir el botín. Incluso antes de la Primera Guerra Mundial, Egipto, África del Norte y las extensiones del Golfo Pérsico, ya habían quedado divididas en forma de colonias o protectorados de las potencias imperialistas europeas. Ahora, éstas podrían terminar el trabajo.
A finales de 1915 y principios de 1916, el joven político británico, Mark Sykes, principal asesor del gobierno Asquith en el Cercano Oriente y un abogado convertido en diplomático francés, François Georges-Picot, regatearon los términos de un acuerdo secreto para repartirse las tierras árabes del Imperio otomano, del mismo modo que regatearían dos hombres sobre el precio de los arenques en un mercado. El regateo es un asunto complicado. Consiste esencialmente en un conflicto de ingenio que tiene por objetivo embaucar, confundir y timar a la otra parte para que acepte un acuerdo que es esencialmente contrario a sus intereses. Es como un juego de ajedrez o, más correctamente, de póquer. Sólo que las apuestas tienden a ser mucho más altas, y el peligro para el perdedor es comparativamente más alto.
Sykes, en realidad, tenía un gran respeto por los eruditos gobernantes turcos del Imperio otomano. Por el contrario, despreciaba a los árabes a quienes los británicos estaban tratando de poner en contra del yugo turco. Describió a los árabes de las ciudades como “cobardes”, “viciosos y despreciables”, y a los árabes beduinos como “rapaces … animales codiciosos.” Aquí podemos oír la voz auténtica del imperialismo, en el que el desprecio por las clases más bajas se mezcla con el racismo sin ambajes.
Por el contrario, la admiración de Sykes por los turcos es la expresión de una especie de solidaridad de clase superior. El representante del imperialismo británico no tuvo ningún problema identificándose con los señores turcos que esclavizaban a millones de árabes, al igual que la clase dominante británica esclavizó a millones de indios y africanos. Los esclavos merecen ser esclavos y los gobernantes están destinados a ser gobernantes. Naturalmente, la buena opinión que Sykes guardaba de los hombres de Constantinopla no le impidió dejar de robarles todas sus tierras y bienes. Hasta ahí llega la solidaridad entre ladrones…
Francia y Gran Bretaña se repartieron grandes áreas, mayoritariamente desérticas, para sus esferas de influencia. Más tarde, en 1917, se añadieron las reivindicaciones italianas, pero llegaron demasiado tarde a la mesa de los vencedores, después de haberse servido el plato principal, y sólo consiguieron las sobras.
Un legado envenenado
El único objetivo de las negociaciones era el desmembramiento del Imperio otomano. En un momento dado, se dio la posibilidad de llegar a un acuerdo con los turcos que satisfacía tanto a los británicos como a los rusos. Pero los franceses pusieron fin a dicho acuerdo. No sólo exigían el control de Siria, sino de la propia Turquía.
Al final, se acordó que Rusia se quedaría con Constantinopla, los territorios adyacentes al estrecho del Bósforo (es decir, Rusia se hacía con el acceso al mar desde el Mar Negro hasta el Mediterráneo) y cuatro provincias cercanas a las fronteras de Rusia en el este de Anatolia (incluyendo Armenia). Los británicos obtendrían Basora y el sur de Mesopotamia (actual Irak) y los franceses obtendrían una tajada en el medio, incluyendo el Líbano, Siria y Cilicia (en la actual Turquía). Palestina sería un “territorio internacional” – cualquier cosa que eso significara.
A Italia se le daba el control del suroeste de Turquía y Grecia se asignó el control de las costas occidentales de Turquía. Pero como siempre, el resultado final se decidió, no por un trozo de papel, sino por la suerte impredecible de la guerra. La derrota de los ejércitos otomanos se produjo finalmente en 1918. Pero entonces, los turcos dieron a los Aliados una sorpresa desagradable. El ejército griego, con el apoyo tácito de la Entente, invadió Turquía, creyendo que habría poca o ninguna resistencia. Pero las fuerzas turcas se reagruparon y, bajo Kemal Ataturk Pashá, expulsaron a los invasores de Anatolia en gran desorden.
El resultado fue la expulsión brutal de la población griega de Asia Menor, que generó sentimientos de odio y miedo entre griegos y turcos, envenenando las relaciones entre los pueblos durante generaciones. De la misma manera, el sangriento conflicto entre árabes y judíos se remonta a estos negocios sucios de la Primera Guerra Mundial.
Durante la guerra, Gran Bretaña había hecho promesas tanto a palestinos como a árabes y judíos. Al final, no consiguieron lo que querían. Incluso mientras Gran Bretaña negociaba con Husayn bin Ali, el ministro de Exteriores, Arthur Balfour, escribía una carta al Barón Walter Rothschild, un amigo cercano al líder del movimiento sionista, Chaim Weizmann, con la promesa de establecer “un hogar nacional para el pueblo judío” en Palestina (2 de noviembre 1917).
El punto de vista del imperialismo quedó de manifiesto claramente con las declaraciones del primer ministro británico, Lloyd George, en una sesión secreta de la Cámara de los Comunes, el 10 de mayo de 1917, sorprendiendo a la Cámara por su brusquedad:
“El primer ministro intentó denegar a Francia la posición que Mark Sykes le había prometido en el Oriente Medio de postguerra, y consideró que el acuerdo Sykes-Picot no tenía ninguna importancia; que la posesión física era todo lo que importaba. En cuanto a Palestina, le dijo al embajador británico en Francia en abril de 1917, que Francia estaría obligado a aceptar un hecho consumado. “Estaremos allí por conquista y allí permaneceremos“. (David Fromkin, op. Cit. P. 267, el énfasis es mío, AW)
No cabría esperar una exposición más clara de la realidad brutal de la política y de la diplomacia imperialista: la fuerza es el derecho; lo que tenemos nos lo quedamos. Heráclito lo expresó de forma mucho más elocuente siglos atrás cuando dijo: “La guerra es el padre y el rey de todas las cosas; y a algunos los hizo dioses, y a otros hombres; a algunos los hizo esclavos, y a otros libres”.
Como Lloyd George había predicho, Palestina fue apropiada por Gran Bretaña, junto con una gran porción de los antiguos territorios árabes del Imperio otomano. Francia se hizo con la mayor parte de lo que quedaba. Mosul fue en un principio cedida a Francia, pero finalmente fue entregada a Gran Bretaña, que se unió al futuro de Irak. Los judíos se quedaron con una parte de Palestina, pero no con la patria judía que los británicos les habían prometido. En cuanto a los desafortunados kurdos, que aspiraban a su propio Estado, sus demandas fueron ignoradas por completo y fueron divididos entre cuatro países (Siria, Irak, Turquía e Irán).
Para mantener la tranquilidad francesa, se les entregó Siria. También se hicieron con el control efectivo del Gran Líbano, a pesar de que nominalmente estaba en manos de los cristianos maronitas. La compleja mezcla de religiones y grupos étnicos en ese pequeño país preparó un futuro de inestabilidad y caos.
Después de la Revolución de Octubre, los bolcheviques encontraron una copia del acuerdo Sykes-Picot en los archivos del gobierno. León Trotsky publicó una copia del acuerdo en Izvestia, el 24 de noviembre de 1917, exponiendo los verdaderos planes de las grandes potencias para repartirse el Imperio otomano. Lenin lo calificó de “acuerdo de ladrones coloniales.” Nada más se podría añadir a esa precisa y sucinta definición.
Las consecuencias de todo esto todavía se viven en nuestros días. El acuerdo Sykes-Picot garantizó un futuro plagado de guerras y conflictos, al dividir esta volátil región en estados artificiales a través de fronteras étnicas y religiosas. Los crímenes del imperialismo han dejado un legado envenenado, lo que ha reducido las partes más prometedoras de Oriente Medio a un montón de ruinas. En las palabras del escritor romano Tácito:
“Han creado un desierto y lo llaman paz”.
3 de junio de 2016