Las semanas que siguen a unas elecciones presidenciales, cuando el Presidente saliente se ocupa de dar los últimos retoques a su legado mientras deja en manos del Presidente electo la tarea de formar el equipo que tomará las riendas del poder, suelen ser un periodo de barbecho en la política estadounidense. Esta vez no.
Por un lado, el presidente saliente está inmerso en una política de riesgo calculado contra Rusia de un cinismo y una temeridad pasmosos. La aprobación por Joe Biden del uso de misiles ATACMS dentro de Rusia, que Putin ha descrito como «un acto de guerra», tiene como objetivo no tanto socavar la campaña militar rusa, sobre la que hay que admitir que no tendrá ningún efecto serio, como sabotear el camino de Donald Trump hacia el Despacho Oval dificultándole un acuerdo con Rusia sobre Ucrania. La intención es arrastrar a Putin y a Trump a una espiral de escalada de la que Trump tendría más dificultades para salir.
Mientras tanto, Trump, que ha aprendido mucho de su primer mandato en el poder, prepara un equipo para enfrentarse a sus enemigos dentro del aparato del Estado. Esto podría convertirse en el esbozo de una lucha todopoderosa por venir, dentro del Estado estadounidense.
Lo que vimos el 5 de noviembre fue una insurgencia. Trump obtuvo una victoria aplastante, no sólo en el voto popular, sino en todos y cada uno de los estados indecisos. Millones de votantes dejaron claro que están hartos: hartos de la inflación, hartos de la inseguridad y hartos del establishment. Y, lo que no es menos importante, están hartos de esas guerras interminables y costosas que libra la clase dominante mientras la gente corriente tiene dificultades para pagar las facturas, alimentar a sus hijos, y tiene que hacer malabarismos con múltiples empleos.
Trump supo aprovechar hábilmente este estado de ánimo, y aseguró a los votantes que votar por él sería votar por lanzar una granada de mano en el corazón de Washington, el establishment, el «Estado profundo». Y así es como votaron millones de personas: para enviar a Trump a Washington a causar la mayor destrucción posible a un establishment al que desprecian, y que a su vez les desprecia a ellos.
Más le vale a la clase dirigente darse cuenta de que Trump va en serio cuando dice que va a por ellos, un hecho que queda bastante claro por sus nominaciones para su nuevo gabinete.
El pánico se extiende por los medios de comunicación, los pasillos del poder y las cúpulas del ejército y la administración pública. En el período previo a estas elecciones, la clase dominante utilizó todos los medios a su alcance contra Trump: innumerables procesos judiciales, la oposición feroz de casi todos los medios de comunicación, y ahora se hará cargo de un aparato estatal que le es abiertamente hostil. El hombre está decidido a vengarse, y pretende purgar a sus enemigos de sus cargos.
Leyendo el ‘quién es quién’ de los candidatos de Trump nos hacemos una idea de un grupo de trabajo para librar una lucha contra el establishment que ha controlado el Estado en todo el periodo de posguerra. Son hombres y mujeres como Trump: outsiders, multimillonarios inconformistas y gestores de fondos de inversión, todos con intereses en común y leales a Trump y a su programa. Según todos los indicios, todos ellos están decididos a dar un machetazo al corazón del Estado, reducir a sus oponentes y colocar a sus propios candidatos elegidos a dedo.
El gabinete de Trump
Una cosa que podemos decir de Trump es que nunca olvida y, desde luego, nunca perdona. Trump recuerda bien cómo, en su primer mandato, todas las alas del Estado trabajaron contra él.
Allá por 2016, cuando ganó su primer mandato, al establishment del partido demócrata, que no paraba de armar escándalo sobre las ‘fake news’ del bando de Trump, no se le ocurrió mejor explicación de cómo un personaje abismalmente impopular como Clinton podía perder contra Trump que la teoría de la conspiración de que la injerencia electoral rusa era la responsable. La CIA y la NSA dieron un apoyo más que tácito a esta teoría cuando publicaron «informes de inteligencia» para respaldar estas afirmaciones.
Para encabezar estas partes más turbias del ‘Estado profundo’, Trump ha nominado a la cruzada anti-Estado profundo Tulsi Gabbard como directora de Inteligencia. La ex congresista del Partido Demócrata que abandonó ese partido por su oposición a la guerra en Ucrania, ahora supervisará agencias de inteligencia como la CIA, el FBI y la NSA, entre otras 15, para gran consternación de la clase dominante.
Trump tampoco ha olvidado cómo los altos mandos militares se resistieron a sus órdenes a cada paso. Se resistieron a sus políticas aislacionistas, a la retirada de Siria, a la reducción de la presencia estadounidense en Afganistán y a muchos otros asuntos.
Ahora, para llevar a cabo su venganza, envía a un tal Pete Hegseth a dirigir el Pentágono. «¿Quién coño es este tío?», se preguntaba un lobista de la industria de defensa. Evidentemente, en violación de la costumbre consagrada, Trump olvidó consultar a los barones de la industria armamentística a la hora de hacer este nombramiento.
Hegseth es un presentador de Fox News, que ha prometido una purga contra el ejército estadounidense, con el pretexto de expulsar a los generales «woke» y «de izquierdas». De hecho, a pesar de lo que dice el equipo de Trump, y a pesar de lo que repiten los demócratas, esto tiene menos que ver con la política de identidad y la política de «guerra cultural» y más con la purga de oficiales del ejército que serían hostiles a su administración.
Si los grupos de presión de la industria de defensa no están contentos con que no se les haya concedido su derecho habitual a ser consultados sobre la elección para el Pentágono, las grandes farmacéuticas deben estar horrorizadas con el candidato a secretario de Sanidad. Robert F. Kennedy Jr. (RFK), conocido anti-vacunas, está siendo enviado allí con la misión de desarraigar toda oposición a Trump en la burocracia de ese departamento. De nuevo, las opiniones de RFK no son lo importante aquí. Se le envía específicamente al departamento para desarraigar la influencia de las grandes farmacéuticas y las grandes empresas alimentarias, que aportaron dinero a la candidatura presidencial de Harris para detener a Trump.
Al frente del Departamento de Educación estará Linda McMahon. Su cualificación es que es la propietaria de World Wrestling Entertainment, una empresa de promoción de lucha libre. Pero las cualificaciones no son necesarias, ya que Trump ha dejado clara su intención de eliminar el departamento por completo.
De nuevo, parece decidido a purgar toda la burocracia académica, que ha sido un sólido pilar de apoyo para los demócratas en las últimas décadas, y en particular en la lucha contra Trump.
Y luego, por supuesto, está Elon Musk, que encaja en el mismo patrón que los otros nominados: un outsider, un multimillonario inconformista, que obtendrá su propio y flamante ‘Departamento de Eficiencia Gubernamental’ (sí, ‘DOGE’). Su tarea consistirá en asesorar al presidente sobre dónde recortar agencias y funcionarios en su guerra contra el «Estado profundo».
Pero quizá el nombramiento que más ha centrado la ira del establishment y de la prensa fue la primera elección de Trump para el cargo de fiscal general.
Durante años, la clase dirigente ha utilizado los tribunales para destruir a Trump y, sorprendentemente, han fracasado. Ahora que la bota está en el otro pie, Trump intentará purgar el sistema legal y volver este «lawfare» o guerra jurídica contra el propio establishment. Podemos esperar no sólo que se retiren los cargos contra él, sino que buscará presentar una serie de acusaciones contra sus enemigos. Intentará ir a por ellos del mismo modo que ellos fueron a por él.
Durante las discusiones en la mansión de Trump en Mar-a-Lago sobre quién asumiría ese papel, algunos candidatos pregonaron su experiencia jurídica. El discurso de Matt Gaetz fue algo diferente al de los demás: «Sí, iré allí y empezaré a cortar putas cabezas», dijo a Trump y a su equipo. Ese, al parecer, fue el tipo de discurso que finalmente le valió la nominación.
Desde entonces, Gaetz se ha retirado de ese cargo tras la algarabía levantada contra él por la clase dirigente, lo que pone de relieve la primera batalla de Trump: sus nominados necesitan la aprobación del Senado. Los republicanos tienen mayoría allí, pero entre ellos sigue habiendo un puñado de republicanos que se aferran a los días en que el partido estaba en manos de hombres en los que la clase dominante podía confiar.
Puede que aún tengan votos suficientes, combinados con los demócratas, para bloquear algunos nombramientos. Para ello, Trump ha tenido que prescindir de Gaetz, y ha incluido algunos otros nominados como concesiones a esta ala, incluyendo a Marco Rubio como secretario de Estado y a Michael Waltz como asesor de seguridad nacional.
El «Estado profundo»
Sin embargo, el panorama general está claro. Trump pretende librar una lucha sin cuartel contra lo que él llama el «Estado profundo».
Los demócratas, en sus intentos de hacer que Trump parezca un lunático, describen todo esto de un «Estado profundo» como mera conspiración. De hecho, existe un Estado profundo. Sin embargo, no es la invención de una cábala conspirativa. No es otra cosa que la burocracia estatal, que desempeña las funciones esenciales del Estado en el día a día, a la que pretende dar un mazazo.
En el pasado, la clase dominante estadounidense controlaba tanto el Partido Demócrata como el Republicano. Había diferencias entre ellos, pero estas eran en gran medida cosméticas. Los partidos estaban gobernados por una camarilla de familias patricias que se llevaban de maravilla. Cenaban y bebían juntos, y mantenían juntos un fiable «consenso bipartidista». Formaban parte del gran cuerpo de burócratas estatales y altos funcionarios que forman el establishment político, un organismo único y continuo que ha gobernado la política estadounidense -y en esencia la del capitalismo mundial- desde la Segunda Guerra Mundial.
Mientras las administraciones iban y venían, el Estado permanecía. Los verdaderos asuntos cotidianos de la clase dominante serían administrados por una burocracia cuidadosamente seleccionada: altos mandos del ejército y de los servicios de inteligencia, jueces, jefes de policía, altos funcionarios, todos ellos vinculados por mil hilos a las grandes empresas, un círculo completamente cerrado que detenta el poder real, representado como los imparciales e inocuos servidores del pueblo.
Esta clase dirigente estaba y sigue estando al servicio de una aristocracia de familias adineradas, una banda de ricos de toda la vida, que se impregnan de la convicción de su propio derecho a gobernar desde la leche materna.
El propio Trump es un paria de su propia clase por atreverse a anteponer sus propios intereses a los del resto. Ha cometido los pecados mortales de apelar a amplias capas de la clase media y trabajadora para elevarse al poder, y de arrojar luz sobre el «pantano» de Washington. Por eso, la clase dominante ha intentado destruirle.
El sentimiento es mutuo. Trump persigue a su intocable «Estado profundo», al que pretende dar un machetazo. Pretende, en la medida de lo posible, reemplazar al estado mayor elegido a dedo por la clase dominante por sus propios leales.
El primer obstáculo de Trump en esta batalla será el Senado. Si lo supera, se enfrentará a un formidable cuerpo unido de oposición en el Estado, los medios de comunicación y toda la clase dirigente. Más adelante, esto podría provocar una división en el Estado y en la clase dirigente.
Trump ha reunido a un grupo dispar de inadaptados como él que han caído en desgracia de este establishment, advenedizos nuevos ricos, individuos toscos a los que la clase dirigente nunca confiaría su delicada maquinaria estatal. Mientras tanto, para ganar las elecciones apeló a ciertas capas de la clase media y trabajadora, así como a algunas capas lumpen, que están furiosas con todo el sistema que las ha dejado atrás. Pero los intereses de las distintas partes de la caleidoscópica coalición de Trump apuntan en direcciones opuestas entre sí.
Una vez en el poder, esta pandilla dispar empezará a desmoronarse, y la ira hirviente de la sociedad estadounidense buscará una nueva salida. Todo ello tiene profundas implicaciones para la trayectoria de la primera potencia imperialista del mundo.
¿El «emperador loco»?
En su artículo comentando estos acontecimientos titulado, La demolición del Estado de EEUU por parte de Trump, el Financial Times sugería a sus lectores un paralelismo sacado de los libros de historia: «Es hora de estudiar a Calígula. El más notorio de los emperadores romanos acabó con lo que quedaba de la República y centralizó la autoridad en sí mismo. Donald Trump no necesita hacer senador a su caballo; le bastará con seguir nombrando charlatanes para los grandes cargos de Estado de Estados Unidos.»
El artículo no ahonda más en la analogía histórica, lo cual es una pena. La historia ha recordado a Calígula como el «emperador loco», el hombre que propuso nombrar cónsul a su caballo. En realidad, es poco probable que Calígula estuviera loco, a pesar del mito popular. Más bien, su insólito nombramiento estuvo motivado por el deseo de humillar al Senado y a la aristocracia romana, cuyos cronistas, despreciándole, fueron los primeros en propagar el mito de su locura.
Donald Trump tampoco es un loco, a pesar de lo que la aristocracia multimillonaria estadounidense diga sobre él. Entiende muy bien lo que hace.
Pero no fue la locura ni el ansia de poder lo que elevó a los emperadores a sus posiciones de poder en Roma. Fue la furiosa lucha de clases la que desgarró Roma, que habiendo llegado a un punto muerto, dio al mundo el Cesarismo. El Senado aristocrático era despreciado por las masas, pero entre las masas, ninguna clase era capaz de derrocar el viejo orden moribundo. Así, los emperadores se alzaron por encima de la República, apoyándose ahora en un sector de la aristocracia para hacer retroceder a las masas, ahora en las propias masas para asestar golpes contra el Senado.
El capitalismo conoce un fenómeno análogo al cesarismo: el bonapartismo. Cuando la lucha de clases ha llegado a un punto muerto, el caudillo es capaz de alzarse.
Aunque las cosas están lejos de haber llegado a ese punto todavía, hay elementos de bonapartismo en la situación de EEUU.
Está claro que Trump es un producto de un punto muerto temporal en la lucha de clases en Estados Unidos, que ha visto fuertes oscilaciones del péndulo político. Podemos remontarnos a 2009, inmediatamente después de la crisis financiera de 2008, a la elección de Obama. Hubo una oleada de entusiasmo masivo por Obama, que prometía «cambio» y «esperanza», y la esperanza es algo poderoso cuando la masa de la población está desesperada.
Obama era un hombre del establishment, insertado en la situación para calmar la creciente ira e insatisfacción con el sistema. Pero defraudó las esperanzas que había despertado. Los demócratas siempre han sido calificados de «izquierdistas» a pesar de la bastardía del término que eso implica. La rabia y la decepción de las masas siguieron buscando una salida.
Existía la posibilidad de que el péndulo oscilara aún más a la izquierda, cuando Bernie Sanders apeló a «una revolución contra la clase multimillonaria». Sanders captó la imaginación de millones de personas y podría haber planteado una seria oposición a Trump. Pero su traición y su negativa a romper con la maquinaria del Partido Demócrata hicieron que el péndulo se moviera hacia el otro lado, hacia la derecha, y esa misma rabia encontró su expresión en Trump.
Para superar el poderoso cuerpo de oposición desde dentro del Estado, el propio Trump pudiera recurrir a movilizar a una parte de las masas, como hizo el 6 de enero de 2021. Pero la presidencia de Trump preparará en última instancia una nueva y más aguda oscilación del péndulo hacia la izquierda. La lucha que intentará librar en el Estado tiene los ingredientes de una posible escisión de la clase dominante.
La rabia de la clase obrera se abrirá paso a través de las brechas entre estas divisiones. Lo vimos a grandes rasgos durante las protestas por el asesinato policial de George Floyd en su primer mandato, en las que unos 20 millones de personas se movilizaron en las calles. Sus ataques a la burocracia estatal y a la función pública bien pueden engendrar un choque con algunos de los sindicatos más poderosos de Estados Unidos, que organizan a los trabajadores del sector público.
Hasta ahora, Trump ha conseguido canalizar parte de esta rabia burbujeante hacia su propio bando. Pero una vez haya sido puesta a prueba en el poder, su coalición va a empezar a desmoronarse. Una vez que eso ocurra, esta rabia buscará otra salida. ¿Adónde irá?
Con Obama y luego con Biden, las masas han experimentado dos veces la escuela de los demócratas. Para los votantes de Trump de clase trabajadora, estos se identifican con un establishment al que odian, mientras que Trump es visto como el «mal menor». Para muchos millones más que no votaron a Trump, también son un partido odiado por el establishment, y ahora por el genocidio en Gaza.
El establishment ha perdido el control total de la situación y la clase dominante estadounidense ve como su control firme sobre sus propias instituciones estatales está amenazado. Pero la llegada de Trump no significará estabilidad. Aunque no podemos predecir qué dirección tomará, no podrá resolver la crisis del capitalismo, que en última instancia subyace a todos los acontecimientos actuales. La situación está preñada de una intensa inestabilidad, de explosivas convulsiones sociales y, en última instancia, de una lucha de clases a un nivel superior al que jamás hemos visto en los tiempos modernos.