Los límites formales de la lógica formal y las desventuras de la ley de identidad

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joudain

Dialéctica antigua

“Siempre se llega a alguna parte si se camina lo bastante”.
Alicia en el país de las maravillas.

La tendencia a pensar dialécticamente – a mirar la realidad en su movimiento, como una red interconectada de procesos- estaba presente en los primeros filósofos griegos que platearon su maravillosa filosofía hace casi dos mil quinientos años, quizá porque en ellos la división social del trabajo no había petrificado su forma de pensar y porque vivían en un mundo turbulento lleno de tensiones y movimiento político.

La tendencia dialéctica fue representada, sobre todo, por Heráclito que en uno de sus aforismos más bellos escribió: “Bajamos y no bajamos a los mismos ríos, nosotros mismos somos y no somos” que expresa la idea de flujo y contradicción inmanente a todo lo existente. La historia misma de la filosofía es dialéctica –lo que en sí mismo reivindica al viejo Heráclito- algunos representantes filosóficos de la aristocracia terrateniente griega se opusieron a la concepción dialéctica del mundo, tratando de fundamentar en la filosofía una visión estática y rígida –propia de un estatus jerárquico que pretendía preservar el orden establecido-, un pensamiento que Hegel y Marx llamaban metafísico. Parménides y Zenón, más o menos contemporáneos de Heráclito, impulsaron la forma metafísica de pensar y aunque sus motivaciones eran conservadoras contribuyeron al desarrollo de la lógica formal y, sin quererlo, también a explicar que el movimiento era por su naturaleza una contradicción.

Metafísica antigua

“¿Papá tú crees que ya perdí la cabeza? — temo que sí, te has vuelto loca, demente, chiflada, pero te diré un secreto, las mejores personas lo están.” 
Alicia en el país de las maravillas.

En contraposición a los filósofos de la escuela Jónica –que trataron de explicar el mundo a partir de un primer principio material-  Parménides trató de deducir la naturaleza de la realidad –el Ser- a partir de la razón pura, al margen de la naturaleza y la percepción sensorial. En un poema que relata un diálogo con una diosa –lo que expresa también el carácter idealista de Parménides y su alejamiento del materialismo- se deducen las características que debe tener el Ser para que se eliminen de éste toda contradicción, el camino que Parménides propone es el camino del Ser –rechaza el camino del No Ser ya que éste, según él, no lleva a ningún sitio-.A partir del empeño por eliminar toda contradicción, la Diosa (en realidad la razón especulativa) le explica a Parménides que el Ser debe tener nueve características para no contradecirse y dejar de Ser, éstas son: total, ingénito (sin origen), imperecedero (sin final en el tiempo), único, inmóvil, completo, todo junto, uno, continuo.

Lo llamativo de estas características, lo que provoca una sensación de perplejidad es que si admitimos que el Ser no las cumple de inmediato caemos en una contradicción: por ejemplo, si el Ser tuviera un origen es evidente que hubo un tiempo en que no fue –porque aún no existía-, si el Ser tiene un fin en el tiempo se implica que llegará un momento en que ya no será (porque perecerá) pero esto es inadmisible ya que el Ser no puede dejar de ser, si el Ser no fuera continuo –por ejemplo sin fuera como una inmensa dona- habría espacios donde el Ser no sería –el agujero de la dona- pero el Ser no puede ser y no ser al mismo tiempo. Lo interesante de Parménides es que está demostrando que el movimiento, la existencia en el mundo en que vivimos, implican contradicciones aunque trate de evitarlas como a la peste. Al final Parménides no puede eludir la contradicción al proponer que el Ser es como una esfera porque ésta la entiende perfecta y sin contradicción (el verdadero Ser no sería en el que nos desenvolvemos, lo que adelanta la Teoría de las Ideas de Platón), pero una esfera –para serlo- debe tener límites pero esto nos lleva de nuevo a la contradicción. En contra de la opinión de Parménides, si tuviéramos que representar al Ser gráficamente, quizá sería más adecuado representarlo como una dona (claro que en términos simbólicos) ya que en ésta estructura el ser y el no ser están íntimamente relacionados, la dona es por lo que no es, su esencia está en el no ser, sin el cual no sería lo que es. Lo que Parménides está adelantando es el principio de identidad que Aristóteles postulará como base de la lógica formal y que será el dogma de los positivistas modernos.  

Falsa dialéctica. Cómo ganar un juicio contraponiendo medias verdades

”- ¿Cómo sabes que yo estoy loca? – preguntó Alicia. – Tienes que estarlo afirmó el Gato- , o no habrías venido aquí. – ¿Y cómo sabes que tú estás loco? – Para empezar -repuso el Gato- , los perros no están locos. ¿De acuerdo? -Supongo que sí – concedió Alicia. – Muy bien. Pues en tal caso – siguió su razonamiento el Gato- …  ya sabes que los perros gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos. Pues bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy enfadado. Por lo tanto, estoy loco.”
Alicia en el país de las maravillas.

Los sofistas de la antigua Grecia aprovecharon el carácter contradictorio de la realidad para contraponer los opuestos inmanentes como verdades eternas, una contra otra, en función de sus propios intereses. Mientras que Heráclito sostenía que la verdad es contradictoria y en la contradicción está su verdad, mientras que Hegel y Marx trataban de desentrañar las contradicciones reales para conocer verdaderamente un fenómeno, los sofistas tomaban un polo de la verdad y señalaba el otro como falso, al mismo tiempo que negaban la existencia misma de la verdad. Destruían la verdad en su contradicción como un físico que destruye el polo norte con la existencia del polo sur y el polo sur con la presencia del polo opuesto. Si nada es verdad, como sostienen las modas posmodernas, incluso esta misma afirmación se autodestruye. Esta postura nos recuerda al viejo símbolo de Uróboros, serpiente que engulle su propia cola hasta desaparecer.  Pero esto no es dialéctico sino sofístico, no intenta descubrir la verdad sino diluirla en sus contradicciones, la posmodernidad es la versión sofista del capitalismo.  

Una anécdota divertida de un pleito entre viejos sofistas muestra que las diversos aspectos de un proceso pueden tomarse en un sentido subjetivo y arbitrario para sostener cualquier proposición: Un día Evatlo, alumno del sofista Protágoras, se acercó a su maestro para solicitarle que le enseñara retórica –el arte de persuadir- ya que se iba presentar en un juicio y necesitaba convencer al juez de la justeza de su postura; Protágoras accedió con la condición de que Evatlo le pagara sus servicios después del juicio al que se presentaría; pero Evatlo, como buen embustero, lo que quería eran clases gratuitas, en realidad no pretendía acudir a juicio alguno. Protágoras, después de un tiempo prudente, decidió demandar a Evatlo y llevarlo a juicio al percatarse del embuste. Estando ante el juez, Protágoras, como sofista consumado, dijo: señor juez, si gano el juicio Evatlo tendrá que pagarme pues habré demostrado que intentó estafarme, pero si Evatlo gana el juicio de todas formas tendrá que pagarme puesto que eso era a lo que se había comprometido: pagarme después del juicio. Evatlo, demostrando que había aprendido bastante bien de Protágoras, le dice al Juez: si yo ganó no tendré que pagarle nada a Protágoras puesto que habré ganado, pero si pierdo el juicio tampoco debo pagar…puesto que se habrá demostrado que sus enseñanzas fueron inútiles.  Los políticos y abogados burgueses aprendieron el arte de la sofística o el de convencer de cualquier cosa, dependiendo de quién es el mejor postor.  Son prostitutas intelectuales que recogieron los aspectos negativos de los sofistas sin su brillo y erudición.

Paradojas que mostraron lo contrario de lo que pretendían

“- ¿Cuánto es para siempre?
– A veces, sólo un segundo.”
Alicia en el país de las maravillas

Zenón, alumno de Parménides, compuso una serie de brillantes paradojas que muestran que el movimiento implica contradicción, y aunque el objetivo de Zenón era demostrar que el Ser era como lo postulaba su maestro Parménides –rechazar el movimiento porque nos lleva a contradicciones que se deben desterrar- con sus paradojas Zenón brindó un colosal servicio involuntario al pensamiento dialéctico. Las más famosas de sus paradojas son la de “Aquiles y la tortuga”, la de “la dicotomía” y la de la “flecha”, más de dos mil años después siguen asombrando a quien las estudia.  Es paradójico que las paradojas de Zenón prueban lo contrario de lo que pretendían: Zenón quería demostrar que el verdadero Ser era inmóvil y sin contradicciones pero probó que el ser es contradictorio.

Con fines expositivos explicaremos la paradoja de “Aquiles y la Tortuga” de la siguiente manera: supongamos que Aquiles, el famoso héroe griego de la Iliada que de tan veloz le decían el “pies ligeros”, se enfrenta en una carrera a una tortuga (que además de vieja es reumática), como Aquiles no es abusivo le da a la tortuga una ventaja de un kilómetro porque sabe que es mil veces más rápido que la pobre y vieja tortuga. Cuando la tortuga llega a un kilómetro de distancia de la meta Aquiles arranca, cuando Aquiles llega al punto donde la tortuga estaba cuando el héroe comenzó su carrera la tortuga le lleva un metro de ventaja, cuando Aquiles recorre ese metro de ventaja la tortuga habrá recorrido un milímetro, cuando llega al milímetro la tortuga llevara una micra de ventaja… y así hasta el infinito sin que Aquiles logre jamás alcanzar a la tortuga vieja y reumática. ¡Por tanto la tortuga gana la carrera!

La otra paradoja –la de la dicotomía- establece que si una flecha es lanzada contra un árbol que –digamos- se encuentra a 10 metros de distancia, la flecha –como es evidente- deberá recorrer la mitad de la distancia que la separa del árbol (5 metros), luego la mitad de la mitad de esta distancia (2.5 m), luego la mitad de ésta (1.25), luego por la mitad de esa distancia (0.625)… y así hasta el infinito sin que el resultado sea igual a cero, el lector puede tomar una calculadora y dividir cualquier número por la mitad sin que obtenga jamás un cero absoluto aunque se pase dividiendo la vida entera; luego, la flecha jamás llega a su destino.  

Estas paradojas del movimiento nos trasmiten la idea de que el espacio y el movimiento finitos son infinitos, lo cual es una asombrosa contradicción; esta contradicción fue elaborada matemáticamente muchos siglos después (por Leibniz y Newton) con el descubrimiento del cálculo infinitesimal que opera con magnitudes que tienden infinitamente a un punto sin llegar a él, esta idea –contradictoria en sí misma- revolucionó la teoría matemática y puso las bases de la matemática moderna.

La paradoja de “la flecha” explica que una flecha en movimiento para trasladarse de un punto a otro –digamos cinco metros en un segundo- debe en un momento dado estar en una posición exactamente igual al espacio que la flecha ocupa –digamos un metro de largo- lo que implica que en el primer segundo estará ocupando un especio de un metro, y al siguiente segundo otro espacio diferente que ocupa exactamente un metro de largo; la paradoja nos invade cuando nos percatamos que para pasar del lugar que ocupa en el primer segundo al siguiente, debe estar y no estar en el mismo lugar, ya que la flecha sólo puede ocupar un espacio igual a sí mismo sin que podamos explicar cómo llegó del punto uno al punto dos. Si el movimiento no es una simple suma de estados de reposo (imaginemos la flecha en el primer segundo en un punto, el siguiente en otro) se debe aceptar que el simple movimiento mecánico implica estar y no estar, ser y no ser, justo lo que afirmaba Heráclito. La línea geométrica implica la unidad entre discreción (puntualidad definida) y continuidad (la longitud total de la línea) lo que explica que para resolver la contradicción en la paradoja de la flecha se debe aceptar la contradicción: que el movimiento lineal implica la unidad dialéctica entre puntualidad y continuidad, es decir, estar y no estar en un punto en un tiempo dado. Las paradojas de Zenón nos siguen cautivando porque demuestran que la realidad en tanto fluye es contradictoria. 

Los principios lógicos supremos de la estupidez

“¿También hoy es tu no-cumpleaños?… ¡Qué pequeño es el mundo!” 
Alicia en el país de las maravillas

Aristóteles sistematizó las formas de pensamiento de Parménides y estableció las “leyes fundamentales de la lógica formal” y aunque también se ocupó del pensamiento dialéctico (trató de explicar las causas y la naturaleza del movimiento) los “filósofos” burgueses positivistas se obsesionaron –al igual que los frailes medievales- con una parte de la lógica de Aristóteles que destierra como herejías el movimiento y la contradicción.

La lógica formal parte del principio de identidad que establece que a=a, es decir que un perro es un perro, un gato es un gato y un imbécil es un imbécil. Como señaló Hegel las otras dos leyes de la lógica formal son replanteamientos de la misma idea: el principio de no contradicción (“a” no es igual a “no a”) y de tercero excluido (o una cosa es “verdadera” o “falsa” pero no “media verdadera y media falsa”) son la ley de la identidad expresada como disyunción (o esto o lo otro) y como exclusión (uno cosa o la otra, pero no ambas). Así que la lógica formal se reduce a la simple verdad de que un gato es un gato. Sin embargo como señaló Hegel la cosa no es tan sencilla, para identificar un simple gato por medio de la sensibilidad debemos determinar lo que no es gato, diferenciar para empezar sujeto y objeto, así que de inmediato nos invade la contradicción entre ser y no ser, aunque por el momento esa contradicción sea externa. Hegel lo explica de una forma más compleja y rebuscada: “Y si nosotros reflexionamos acerca de esta diferencia, vemos que ni lo uno ni lo otro [el objeto percibido y lo demás, incluido el sujeto] son en la certeza sensible como algo inmediato [que se muestra a sí mismo de forma completa, digamos el gato], sino, al mismo tiempo como algo mediado [relacionado, que requiere de su vinculación con lo otro]; yo tengo la certeza por medio de otro, que es precisamente la cosa; y ésta, a su vez, es en la certeza por medio de otro, que es precisamente el yo».1 Con la certeza de esta simple contradicción comienza la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel. Si analizamos la identidad de forma más profunda nos encontraremos con más contradicciones, Trotsky lo explicó de una forma magistral y cómica al mismo tiempo:           

«La lógica aristotélica del silogismo simple parte de la premisa de que A es igual a A. Este postulado se acepta como un axioma para una cantidad de acciones huma¬nas prácticas y de generalizaciones elementales. Pero en realidad A no es igual a A. Esto es fácil de demostrar si observamos estas dos letras bajo una lente: son comple¬tamente diferentes. Pero, se podrá objetar, no se trata del tamaño o de la forma de las letras, dado que ellas son solamente símbolos de cantidades iguales, por ejemplo de un kilo de azúcar. La objeción no es válida; en realidad un kilo de azúcar nunca es igual a un kilo de azúcar: una balanza delicada descubriría siempre la diferencia. Nuevamente se podría objetar: sin embargo un kilo de azúcar es igual a sí mismo. Tampoco esto es verdad: todos los cuerpos cambian constantemente de peso, color, etc. Nunca son iguales a sí mismos. Un sofista contestará que un kilo de azúcar es igual a sí mismo ‘en un momento dado’. Fuera del valor práctico extremadamente dudoso de este axioma, tampoco soporta una crítica teórica. ¿Cómo concebimos real¬mente la palabra ‘momento’? Si se trata de un intervalo infinitesimal de tiempo, en¬tonces un kilo de azúcar está sometido durante el transcurso de ese ‘momento’ a cambios inevitables. ¿O este ‘momento’ es una abstracción puramente matemática, es decir, cero tiempo? Pero todo existe en el tiempo y la existencia misma es un proceso ininterrumpido de transformación; el tiempo es en consecuencia un elemento fun¬damental de la existencia. De este modo el axioma A es igual a A, significa que una cosa es igual a sí misma si no cambia, es decir, si no existe».2

La lógica formal se basa en el sostenimiento de una tautología (a, por tanto, a); es decir, en una identidad que se traslada al análisis de algunos argumentos deductivos. En el análisis de la estructura del silogismo que realizó Aristóteles lo que se asegura es que la conclusión está implícita en las premisas. La posición del término medio en las premisas (lo que se llama figura del silogismo) asegura la relación entre el sujeto y el predicado de la conclusión, siempre y cuando el modo del silogismo (el tipo de juicios categóricos que componen al silogismo) corresponda con la figura. Si yo digo que “Todos los hombres son mortales”, “Sócrates es hombre”, por lo tanto, “Sócrates es mortal” lo que sostengo en la conclusión es lo que viene implícito en las premisas por lo que en realidad el conocimiento no avanza, sino que se repite un conocimiento sabido de antemano, en la conclusión (tautología a=a). Por eso Hegel trataba con tanto desprecio a la lógica silogística porque no hace avanzar el conocimiento humano ni un milímetro. Pero ya en los juicios que componen al silogismo se esconde la contradicción –como advierte Hegel- cuando digo que “Sócrates es hombre” estoy diciendo que lo particular (Sócrates) es lo general (género humano), que existe una relación entre estos opuestos. El silogismo es sólo un momento petrificado del conocimiento humano, que oculta contradicciones que están latentes en la identidad tautológica. Hegel explica que para que el silogismo represente el avance del conocimiento debe verse como un eslabón de una red infinita: “Esta contradicción del silogismo se expresa también por medio de un progreso infinito, porque exige que las premisas deben también ser demostradas por medio de un silogismo. Pero como el silogismo tiene dos premisas inmediatas, esta exigencia se repite y repite, duplicándose siempre hasta el infinito”.3

Se puede decir, en defensa del silogismo, que la teoría y estructura de los silogismos correctos –la correcta correspondencia entre la figura y el modo del silogismo que garantiza su validez formal- nos ayuda a hacer explícito lo que de otra forma no sería tan claro; aunque sea verdad que en la conclusión se reafirma lo que ya estaba incluido en las premisas esto no siempre es evidente a primera vista. En la clarificación de esta estructura que no siempre es clara se encuentra el mérito del estudio formal de los argumentos. El estudio lógico formal del lenguaje ha incluido otras estructuras argumentales que la lógica aristotélica no permitía analizar, el cálculo proposicional moderno permite analizar la validez formal (el que el argumento esté correctamente construido y el que la conclusión se derive correctamente de las premisas) de argumentos mucho más complejos que los silogismos. Leibniz –filósofo alemán del siglo XVII de pensamiento dialéctico, inventor, junto con Newton del cálculo y, adicionalmente, del cálculo lógico formal- creyó que el análisis lógico formal de los argumentos prometía acabar con todas las polémicas inútiles:

“Me parece [señaló Leibniz] que las controversias nunca pueden tener fin a menos que dejemos los razonamientos complicados y adoptemos el cálculo, dejemos de lado las palabras vagas y de sentido incierto y utilicemos símbolos y caracteres fijos. De este modo, cuando se susciten controversias ya no habrá necesidad de la discusión entre filósofos, sino entre dos contadores. No se necesitará sino que tengan a mano la pluma, se sientan con sus tablas de cálculo y diga el uno al otro: calculemos».4 

Pretensiones desproporcionadas como ésta, sobre los alcances de la lógica formal explican la reacción de Hegel. Pero al menos Leibniz era un genio y un pionero que llevó a la lógica formal más allá –en términos de la cantidad de argumentos que se pueden analizar con ella- de donde la había dejado el genio de Aristóteles, los académicos de la “Circulo de Viena” que en el siglo XX tuvieron las mismas presuntuosas intenciones –acabar con todo debate filosófico, lo que llamaban pseudoproblemas, para restringirse al análisis formal del lenguaje- ya no pueden apelar a la disculpa de un precursor y lo que en un momento dado fue un avance se convierte en una estúpida necedad. La quimera de los positivistas lógicos radica en que la lógica formal se aplica sólo a algunos argumentos deductivos, no al lenguaje en su conjunto, se refiere sólo a la estructura formal de éstos (a su esqueleto) pero no a su contenido. Así, desde el punto de vista lógico formal, el siguiente argumento es válido porque está bien construido: “Todas los lápices tienen glándulas mamarias”, “Homero es lápiz”, por tanto, “Homero tiene glándulas mamarias”. Con motivo de la separación metafísica que la lógica formal establece entre contenido y forma, el dramaturgo de lo absurdo Eugene Ionesco compuso, en su obra “El rinoceronte”, el siguiente diálogo demencial:     

«El Lógico (al Anciano Caballero): ¡He aquí, pues, un silogismo ejemplar! Todos los gatos tienen cuatro patas. Isidoro y Fricot tienen cada uno cuatro patas. Ergo Isidoro y Fricot son gatos.
El Caballero (al Lógico): Mi perro también tiene cuatro patas.
El Lógico: Entonces, es un gato.
El Anciano Caballero (al Lógico después de haber reflexionado largamente): Así, pues, lógicamente, mi perro sería un gato.
El Lógico: Lógicamente sí. Pero lo contrario también es verdad.
El Anciano Caballero: Es hermosa la lógica.
El Lógico: A condición de no abusar de ella.

[…]

El Lógico: Otro silogismo: todos los gatos son mortales. Sócrates es mortal. Ergo, Sócrates es un gato.
El Caballero Anciano: Y tiene cuatro patas. Es verdad. Yo tengo un gato que se llama Sócrates.
El Lógico: ¿Lo ve?
El Caballero Anciano: ¿Sócrates, entonces, era un gato?
El Lógico: La lógica acaba de revelárnoslo».

Se ha avanzado tanto que seguimos donde nos dejó Aristóteles

“Y cuando acabes de hablar…Te callas”
Alicia en el país de las maravillas.

Y aunque es verdad que desde Leibniz los argumentos que se pueden analizar desde el punto de vista formal han aumentado en complejidad y se han definido formalismos para representar las proposiciones y sus operadores, al final todo se reduce a demostrar que el argumento en cuestión es una tautología, es decir, que para cualquier valor de las proposiciones (sean éstas verdaderas o falsas) la conclusión resulta siempre verdadera, es decir que a=a (el necio principio de identidad).Por ello la crítica de Hegel al formalismo lógico sigue siendo totalmente válida. Las “tablas de verdad”, compuestas por el positivista lógico arrepentido (renunció a la idea de que el lenguaje podía reducirse a un análisis formal) Ludwig Wittgenstein, muestran que incluso el análisis formal de los más complejos argumentos se reduce a una tautología [las “V” de la última columna demuestran que la proposición es tautológica, y por tanto, está bien construida], en otras palabras, que en la conclusión se plantea lo que ya está incluido en las premisas:
   
La lógica formal es bivalente, es decir sólo admite verdadero o falso como valores excluyentes de las proposiciones, de lo contrario se habla de una contingencia o contradicción, aquello que debemos evitar como al mismo Belcebú. Esta precaución supersticiosa es válida siempre y cuando el valor de las proposiciones permanezca inmutable, pero como todo se mueve en este mundo, la lógica formal entra en predicamentos cómicos a cada paso. Consideremos las siguientes proposiciones que, según la lógica formal, sólo pueden ser verdaderas o falsas pero nunca ambas como nos advierte el “principio de tercero excluido”:

Aquí hay tres afirmaciones falsas:

“2+2= 5”
“5+5= 9”
“3+3= 6”

Es evidente que es falso que haya tres afirmaciones falsas pues sólo hay dos (1.- “2+2=5” y 2.- “5+5= 9”) pero entonces la primera afirmación es falsa (“aquí hay tres afirmaciones falsas”) pues sólo hay dos; pero entonces es verdadero porque hay tres (“aquí hay tres afirmaciones falsas” es verdad), pero entonces es falso (“aquí hay tres afirmaciones falsas” porque sólo hay dos)… y así hasta el infinito. Aquí tenemos una proposición que al ser falsa es verdadera y al ser verdadera es falsa. Justo lo que prohíbe la lógica formal.

El barbero que se volvió loco

«‘No quiero caminar entre locos’, dijo Alicia. ‘Oh, no puedes hacer nada’, le respondió el gato, ‘todos estamos locos aquí’».
Alicia en el país de las maravillas

Y así como Zenón probó la contradicción al intentar probar su inexistencia, otros positivistas lógicos han encontrado paradojas que aunque mucho menos brillantes no dejan serlo hasta por el hecho de que positivistas lógicos las compongan, descubriendo contradicciones que parecen insolubles. En 1901 el famoso filósofo Bertrand Russel descubrió que la teoría de conjuntos en sí misma contradictoria, una variante para explicar esta contradicción es la “paradoja del barbero”: El único barbero de un pueblo llegó a la firme convicción de que  sólo debía rasurar a los habitantes del pueblo que no se rasuran a sí mismos –lo que es obvio puesto que si uno se rasura a sí mismo no requiere barbero-, todo iba de maravilla hasta que la barba del barbero creció y una inquietud lo invadió ¿puede rasurarse a sí mismo? Si el barbero se rasura no se tendría que rasurar puesto que sólo rasura a los que no se rasuran a sí mismos, pero si no se rasura se tendría que rasurar por la misma razón. En síntesis: si se rasura no se tendría que rasurar y si no se rasura se tendría que rasurar, cuestión que volvió loco al barbero lógico, atrapado en su propio formalismo.

Y para que no nos pase lo que al barbero, la única manera de no enloquecer es aceptar la contradicción, aceptar que las cosas son y no son porque se mueven, porque viven, porque se desarrollan, porque en todo late la contradicción como la explicación misma del desarrollo. El conocimiento humano que opera con argumentos, para vivir, requiere de la contradicción. La deducción lógica que se siente tan segura de sí misma no podría operar sin inducción incompleta (la generalización de leyes a partir de casos particulares que no son todos los objetos de una clase) que está proscrita de la lógica por ser indemostrable. La proposición de que todos los cuerpos tienen masa, que sirve para deducir todo tipo de conclusiones lógicas formales, no existiría sin la inducción incompleta que se demuestra por el hecho de que es imposible probar que los infinitos objetos del universo tienen masa y sin embargo la ciencia avanza a partir de estas contradicciones y no se detiene por ellas. Algunos sofistas lógicos han intentado saltarse la contradicción aceptando que las premisas pueden extraerse por cualquier medio siempre y cuando sean demostrables, pero esta cobarde escapatoria no hace sino abrir las puertas a la superstición más negra, puesto que justifica la revelación mística –no importa que Dios te lo haya revelado siempre y cuando hagas correctamente el cálculo lógico-. La dialéctica, en contraste, ve en la contradicción la esencia y por tanto señala que la inducción es válida en tanto descubre leyes universales en procesos particulares y que en cada juicio sobre procesos particulares están presentes conclusiones generales del pasado, que determinan nuestra observación del objeto, es decir, que entre la deducción y la inducción, lo finito y lo infinito hay una interconexión que nos permite afirmar la unidad material del universo y por tanto la aplicación de leyes universales –extraídas de una mota de polvo en el espacio infinito, nuestro planeta- que se cumplirán siempre y cuando las condiciones de operación de dichas leyes se presenten.

Conclusión

“Todo tiene una moraleja, sólo falta saber encontrarla».
Alicia en el país de las maravillas.

La lógica formal es válida para hacer evidente las conexiones entre premisas y conclusiones de un número muy limitado de argumentos –aunque en el fondo no aporte nuevo conocimiento-, es válida para la vida cotidiana donde los objetos mantienen su identidad –aunque en el fondo estén bullendo de movimiento-, pero más allá de límites muy estrechos la lógica formal se convierte en una verdadera estúpida, en un lastre conservador que provoca taras mentales, incapaz de concebir fenómenos complejos; no sólo es peligrosa para la salud mental, sino para la acción, sobre todo la acción revolucionaria. No es casualidad que Herzen, el viejo escritor y revolucionario ruso anterior al bolchevismo, afirmara que la dialéctica era “el álgebra de la revolución”. Como señaló Heráclito, la vida es un río en donde somos y no somos, cuyas aguas son y serán constantemente nuevas. Más de dos mil quinientos años después las ideas centrales de este gran pensador son más vigentes e interesantes que lo que nos aporta la muerte cerebral del positivismo lógico.

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NOTAS

1.- Hegel, Fenomenología del espíritu, FCE, México, 1994, p. 64

2.- Trotsky, L. En defensa del marxismo, pp. 28-29.

3.- Hegel, Filosofía de la lógica, Claridad, Buenos Aires, 2006, p. 178.

4.- Leibiniz, “El cálculo lógico”, Citado en Lógica, Santillana, México, 2002, p. 171.