La revolución científica y la filosofía materialista.

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En este artículo, Ben Curry explica el desarrollo del pensamiento científico desde una perspectiva marxista. Ben introduce la perspectiva del materialismo dialéctico; explica cómo se aplica al mundo natural y demuestra cómo los antiguos filósofos de Grecia y Roma sentaron las bases de la ciencia moderna. La ciencia está siempre arraigada en la sociedad de clases, y la falta de la perspectiva del materialismo dialéctico ha llevado a algunos científicos modernos de vuelta a un idealismo y misticismo del que huyó la burguesía en su fase revolucionaria.

A lo largo de los cientos de miles de años de existencia del ser humano anatómicamente moderno, el desarrollo de la sociedad ha seguido una inconfundible curva ascendente. De la más sencilla hacha de piedra al descubrimiento del fuego; del desarrollo del riego, al inicio de las ciudades, la escritura, las matemáticas, la filosofía, la ciencia y de la industria moderna: la tendencia es inconfundible. Los seres humanos han puesto bajo su control una fuerza de la naturaleza tras otra. Fenómenos que antes formaban un misterio y aterrorizaban a los adultos, hoy constituyen temas mundanos de los libros de texto escolares.

Sin embargo, lo que no está registrado en los libros de hoy es el carácter intermitente y a menudo violento que a menudo tomó la lucha por el conocimiento científico. El resultado puede ser una actitud arrogante hacia la ciencia -«nosotros» sabemos más y no podríamos repetir los errores de las no ilustradas generaciones pasadas. Sin embargo, aunque la curva general del desarrollo humano es ascendente, es una curva interrumpida por períodos de estancamiento y colapso; da saltos hacia delante, retrocesos y nuevos avances.

Lo que los libros tampoco transmiten es la ininterrumpida lucha filosófica que ha acompañado al desarrollo de la ciencia desde sus inicios. Esta lucha se dio, principalmente, entre lo que Engels describió como los «dos grandes campos» de la filosofía: el idealismo y el materialismo. Por un lado están «aquellos que defendían la preminencia del espíritu sobre la naturaleza y, por lo tanto, en última instancia asumían la creación del mundo de una forma u otra», lo que denominamos idealismo. Por otro lado, están «los que consideraban lo material como primario, [perteneciendo] a las diversas escuelas del materialismo». [1]

Debería estar claro a partir de la sucinta definición de Engels, que una perspectiva materialista es una premisa básica que subyace a toda ciencia genuina.

Al final, estas luchas en el ámbito de la filosofía que han acompañado a la civilización desde sus inicios, han reflejado las luchas reales que se dan en el mundo físico, principalmente entre las clases sociales. En su apogeo, la burguesía luchó contra el feudalismo bajo la bandera de un materialismo militante. En esta batalla, las ciencias naturales fueron (como veremos) un componente clave de la visión materialista y un arma esgrimida por la clase revolucionaria en su ascenso.

Hace dos siglos y medio, el sistema capitalista seguía estando en pleno apogeo y los intelectuales burgueses sometían todo (incluido su propio sistema) a la investigación científica. La perspectiva de un día en que el capitalismo pudiera entrar en decadencia y comenzar a desintegrarse se veía como algo lejano, o incluso no exisitía. Hoy en día la situación es muy diferente: el sistema capitalista está en completa decadencia y una nueva clase desafía a la burguesía por la supremacía: el proletariado moderno. Hoy en día la burguesía apoya todas las manifestaciones religiosas y místicas, buscando desviar la atención de las masas hacia arriba, lejos de sus problemas terrenales, hacia el cielo. Citando las palabras del filósofo Joseph Dietzgen, muy respetado por Lenin: los filósofos modernos son poco más que «lacayos graduados del clericalismo».

En su lucha, el proletariado moderno tiene aún más necesidad que la burguesía en su momento de una filosofía. En efecto, es imposible imaginar que la clase obrera comprenda claramente su papel histórico y se proponga la tarea de tomar el poder, sin antes haberse liberado de los prejuicios, la ignorancia y el misticismo propagados por la clase capitalista, y haber adquirido una posición filosófica independiente.

Esta filosofía, como veremos, no puede ser el viejo materialismo «mecánico» del siglo XVII-XVIII, que acompañó a la Revolución Científica y bajo cuya bandera la burguesía en ascenso luchó contra el feudalismo y la Iglesia. En la época moderna, el único materialismo consistente que se ajusta plenamente a los últimos avances de la ciencia, es más bien el materialismo dialéctico, cuya defensa debe interesar tanto a los revolucionarios como a los científicos por igual.

¿Qué es el materialismo dialéctico?

Antes de que podamos explorar realmente la relación entre el materialismo dialéctico, la filosofía, en general y las ciencias naturales, en particular, debemos, sobre todo, comenzar explicando qué entendemos por dialéctica. Un maravilloso aforismo del antiguo filósofo griego, Heráclito, resume la esencia de la dialéctica: «todo es y no es; porque todo fluye».

A primera vista, esta declaración parece completamente absurda. Por ejemplo, un mueble como la mesa de madera en la que descansa mi ordenador mientras tecleo estas palabras, en gran medida «es»; y difícilmente puede decirse que «fluye». La dialéctica no niega la existencia de la estasis y el equilibrio en la naturaleza -si lo hiciera, sería algo trivial refutar la dialéctica. Por el contrario, simplemente afirma que toda estasis y equilibrio es relativo y tiene sus límites; y que tal «estasis» oculta el movimiento real. El papel de la ciencia es descubrir los límites y la relatividad de tales equilibrios, así como revelar el movimiento que se esconde bajo la superficie. Heráclito ilustró este punto (de cómo el movimiento es inherente a la naturaleza) con el ejemplo de las cuerdas de una lira, en estado de tensión. Aunque aparecen quietas e inmóviles, las apariencias engañan. En realidad, hay una gran cantidad de «movimiento» (reconocido bajo el término «energía potencial» en la física moderna) contenida en la tensión de las cuerdas.

Si volvemos al ejemplo de la mesa que tengo ante mí: al examinarla más de cerca la encontraríamos en un proceso de cambio constante. Está absorbiendo constantemente la humedad del aire; cada vez que se coloca un peso sobre ella se generan zonas de presión y fracturas microscópicas; bajo el microscopio se encontrará que los hongos y otros organismos diminutos la están descomponiendo. Se encuentra en un constante proceso de cambio, no observable a simple vista.

A pesar de cualquier decisión de reemplazarla antes de que alcance los límites de su vida útil como mesa, un día la acumulación de tales cambios imperceptibles alcanzará un punto de inflexión cualitativo y la mesa colapsará. Supongamos que dentro de un año una pata se cae de la mesa y es reemplazada por otra pata de madera. Estaríamos entonces en nuestro derecho de preguntar: «¿Es ésta la misma mesa?» No hay una respuesta sencilla a esta pregunta. Como Heráclito descubrió hace milenios: es y, al mismo tiempo, no es la misma mesa. De la misma manera, soy y no soy la misma persona de hace un momento, mis células se están reponiendo y descomponiendo constantemente por procesos biológicos naturales. Eventualmente, cada partícula de mi cuerpo será reemplazada por otras y aunque en un sentido muy real ya no seré la «misma» persona, hay, sin embargo, una continuidad.

Más aún, podríamos preguntarnos, ¿qué es la mesa? A primera vista, la respuesta a esa pregunta parece obvia: está hecha de electrones, protones y neutrones. Estos forman átomos, que se unen para formar moléculas de celulosa. En vida, estas moléculas de celulosa habrían formado las paredes de las células que, sobre muchas células, darían a un árbol sus propiedades de masa y que en la muerte le dan las propiedades de masa a una mesa capaz de soportar mis libros, el ordenador y cualquier otra cosa que coloque sobre ella. De hecho, es una descripción perfectamente precisa de este mueble.

Sin embargo, se podría objetar con razón que esto no es en absoluto lo que es la mesa. Más bien, fue concebida por primera vez en la mente de un ingeniero o carpintero, que ocupa una cierta posición en un sistema socioeconómico, en una sociedad organizada de tal manera que esta persona es alimentada y vestida y entrenada para fabricar mesas. Él, o ella, se abastece de madera a lo largo de una cadena de suministro potencialmente muy compleja. Ahora bien, en este ejemplo, si el árbol que compone esta mesa hubiera muerto de una infección por hongos en una etapa temprana de su vida; o si el árbol que está a su lado hubiera sido cortado y pasado a la cadena de suministro, habría sido (a todos los efectos) una mesa idéntica. Y sin embargo, cada átomo que la constituye habría sido diferente.

Aquí tenemos una descripción igualmente válida de la misma mesa, totalmente en contradicción con nuestra primera descripción. ¿Cuál de estas dos descripciones es entonces correcta? Ambas descripciones son totalmente válidas y, sin embargo, contradictorias. En un caso, describimos la mesa según una observación concreta; en el otro, nuestro punto de partida es el concepto humano de una mesa, y un conocimiento cultural históricamente acumulado de materiales resistentes que formaron la base para tallar este particular mueble. La primera trata de la mesa como un todo constituido por muchas partes. La segunda la considera como una parte de un todo mayor. En la primera consideramos estos átomos tal y como están dispuestos ante nosotros; en la segunda consideramos la disposición particular de los átomos como puramente accidental.

Tales contradicciones son inherentes a la naturaleza: entre lo concreto y lo abstracto; lo general y lo particular; la parte y el todo; lo accidental y lo necesario. Sin embargo, hay una clara unidad entre estos aparentes opuestos. La esencia del materialismo dialéctico es considerar las cosas no de manera unilateral, sino precisamente en sus contradicciones y consideradas como procesos en movimiento.

El materialismo dialéctico puede ser considerado entonces como una forma de lógica, un sistema de ordenamiento y comprensión del mundo. La lógica «formal», o aristotélica, se aplica a categorías estáticas. Una cosa o bien «es» o «no es»; o bien está «viva» o «muerta»; o bien es «A» o «no A». La dialéctica, por otra parte, no niega la realidad de estas categorías pero (para usar una analogía de Trotsky) las ve como los puntos individuales de una pieza de tejido. Cada punto parece estar entero e independiente de los puntos a su lado, pero en realidad forman un tapiz continuo.

Sin embargo, las leyes y categorías que toman su forma en el reino de la conciencia humana, no son independientes del mundo material y como tal, las «leyes» del materialismo dialéctico son también inmanentes en la naturaleza. Como Trotsky explicó en sus cuadernos filosóficos: considerar que un conjunto de leyes se aplica a la conciencia humana y un conjunto de leyes completamente diferente existe para la naturaleza (como algunos «marxistas» han afirmado en el pasado) es considerar el mundo de manera dualista en lugar de materialista. Como marxistas y, por lo tanto, como materialistas, para nosotros, todo lo que existe es materia en movimiento. La conciencia es, en sí misma, sólo uno de los fenómenos emergentes de la naturaleza.

La transformación de la cantidad en calidad

El hecho es que los científicos trabajan a diario en base a la lógica dialéctica, consciente o inconscientemente. Esto se revela plenamente cuando desenvolvemos las simples proposiciones de esta perspectiva filosófica. Trotsky describió la «ley fundamental» del materialismo dialéctico como la conversión de la cantidad en calidad. Todos los científicos aceptan implícitamente el principio fundamental de la filosofía materialista en su actividad diaria: todo lo que existe es materia en movimiento. Todos estarán de acuerdo en que dicha materia puede describirse, en todas sus características fundamentales, en términos de sus relaciones materiales cuantitativas: posición relativa, velocidad relativa, dirección y orientación relativas, inercia y masa, etc., etc. Mi ubicación física no puede, por ejemplo, expresarse en términos «absolutos». Estoy a 5 km al noreste del centro de Londres o a 3 m de la puerta de mi oficina.

Cuando consideramos el mismo fenómeno de la naturaleza cualitativamente, en términos de color, textura, apariencia, comportamiento, etc. – estamos, por supuesto, considerando exactamente la misma naturaleza. En todo momento y en todo lugar la cantidad se expresa a través de la calidad. La calidad también es enteramente relativa y sólo puede expresar las interrelaciones de la materia en movimiento; expresando la similitud u oposición de una cosa a otra. Cualitativamente, la distancia al centro de Londres se siente muy lejana… en relación con la puerta de mi oficina, por ejemplo.

Sin embargo, como ya hemos explicado, la dialéctica considera las cosas en su movimiento y a través de sus transformaciones. Si yo hiciera un viaje en autobús al centro de Londres, varios kilómetros más tarde, el centro de la ciudad estaría cualitativamente ¡muy cerca! Cuando los marxistas hablan de la transformación de la cantidad en calidad, lo que se quiere decir no es más que esto. Una acumulación de cambios cuantitativos, que al principio puede parecer que no cambian la calidad de una cosa, puede eventualmente transformarla completamente. Los cambios cuantitativos en la naturaleza impulsan la transformación de una calidad en otra.  Cuando consideramos que las cualidades se expresan necesariamente en términos de similitudes y oposiciones, nos referimos a la transformación de las cosas en sus opuestos cualitativos.

La dialéctica en la ciencia y la sociedad

En relación a un mueble o a un viaje en autobús, la dialéctica se parece al sentido común. Uno podría entonces preguntarse: ¿Qué relevancia tienen estas ideas tan obvias para los revolucionarios o para la ciencia moderna? Como dice el refrán: el sentido común no es tan común –todos nos habremos encontrado con interpretaciones no dialécticas del mundo en nuestra vida diaria-. Todos los socialistas, por ejemplo, se habrán encontrado con la más común de las objeciones contra el socialismo: el argumento de la «naturaleza humana». Este prejuicio social está tan profundamente arraigado en la sociedad que la forma de este argumento es casi igual en cualquier parte del mundo: el socialismo puede ser bueno en teoría, pero nunca podrá funcionar en la práctica debido a la naturaleza humana. ¡Los seres humanos son por naturaleza codiciosos!

Este argumento se basa en una visión profundamente poco dialéctica de la «naturaleza humana». Dicha visión rara vez se formula conscientemente y, casi siempre, es absorbida inconscientemente por la sociedad que la rodea. El argumento es el siguiente: la codicia, la guerra, la esclavitud y la opresión existentes a nuestro alrededor en la sociedad (es decir, en esta sociedad: el capitalismo), se deben a nuestra propia naturaleza humana innata. Si la naturaleza humana fuera algo estático e inmutable, los socialistas podrían admitir la derrota. Si la sociedad humana en su conjunto expresa estos aspectos, no sería más que la expresión mecánica de nuestra propia codicia, de nuestras predilecciones bélicas y de nuestra tendencia inherente a esclavizar y oprimir a los que nos rodean.

El todo ya no se considera más que la expresión mecánica de sus partes; toda consideración histórica de la naturaleza humana se abandona en favor de una «naturaleza humana» inmutable y estática. Esta visión del mundo sin dialéctica sirve claramente a un interés de clase: los intereses de la clase capitalista.

Además, tal prejuicio social no es sólo un comentario sobre la sociedad, sino también sobre la ciencia, sobre nuestra biología y, de hecho, tiene sus teóricos científicos. Eminentes científicos, como E. O. Wilson, y campos enteros, como la «sociobiología» y la «psicología evolutiva», intentan explicar fenómenos sociales complejos e históricamente desarrollados en términos de nuestras características biológicas. Según esta visión del mundo, la avaricia en las relaciones sociales no es más que una expresión de un fenotipo naturalmente «codicioso», que en sí mismo no es más que una expresión de genes «egoístas», únicamente preocupados por reproducirse.

Esta visión filosófica fluye naturalmente de los intereses de clase de la burguesía: se predica desde los periódicos, los púlpitos y las aulas y, también, encuentra su camino en la ciencia. Como veremos, la ciencia misma no es más que otro campo de batalla y, no el menos importante, en el que las ideas filosóficas opuestas se enfrentan entre sí y, detrás de ellas, las diferentes perspectivas e intereses de clase.

El nacimiento de la ciencia

Cuando se mira la relación entre la filosofía y la ciencia, se puede decir que la historia comienza con los antiguos griegos. ¿Qué queremos decir con esto? Por supuesto que la filosofía y la ciencia (y de hecho la dialéctica) tienen una historia que se remonta mucho más allá de la antigua sociedad griega. Los elementos de la dialéctica se pueden encontrar en la filosofía taoísta e hindú. De hecho, una tremenda acumulación de cultura humana y conocimiento científico en todos los campos, desde las matemáticas a la química, apuntaló la posibilidad misma de la civilización griega. Sin embargo, en todas las tradiciones anteriores a los antiguos griegos, la filosofía y la ciencia seguían ligadas a la religión y al misticismo.

No es hasta el momento en que los seres humanos comenzaron a explicar el mundo sin recurrir a influencias externas o místicas, que podemos decir que la verdadera filosofía y ciencia, o filosofía natural, tienen su origen.

Con los antiguos griegos, los avances en la ciencia y la filosofía alcanzaron un florecimiento sin precedentes. Entre los descubrimientos más notables se encuentran las teorías atomísticas desarrolladas por Demócrito y Epicuro. Sin acceso a los modernos aceleradores de partículas o cámaras de nubes, estos gigantes del pensamiento científico temprano se vieron obligados a basarse en los más escasos indicios del funcionamiento real del mundo, y en no pocas conjeturas. El científico moderno no puede evitar leer los escritos de gente como Lucrecio, el poeta atomista de la antigua Roma, sin admirar su ingenuidad y simplicidad infantil. Sin embargo, a pesar de la ingenuidad de Lucrecio y de otros, estos escritos contienen un destello de pura brillantez.

Anaximandro, otra figura notable, desarrolló una teoría de la evolución biológica miles de años antes del viaje de Darwin en el Beagle. Sin acceso a la plétora de especímenes que tal viaje permitía; sólo tenía a mano fetos en varias etapas de desarrollo y algunas conjeturas muy creativas. De esta escasa evidencia concluyó correctamente que los seres humanos no siempre habían tenido la forma que tienen actualmente y que sus orígenes probablemente podrían retrotraerse a peces o criaturas similares a los anfibios.

Aunque a menudo invalidados en sus detalles, muchos de los descubrimientos de los antiguos griegos no fueron, al menos en sus conclusiones generales, superados hasta el Renacimiento, si es que lo fueron. Sin embargo, lo que es notable en todos estos casos, es lo poco que esos descubrimientos pudieron beneficiarse de los avances a nivel técnico de la sociedad, tal y como los modernos avances en la técnica nos proporcionan hoy en día cada vez más poderosos telescopios, microscopios y otros aparatos. Más aún, los descubrimientos de estos pensadores hicieron poco a su vez para desarrollar las fuerzas productivas de la sociedad.

Evidentemente, los desarrollos de la filosofía y la ciencia de la Antigua Grecia estaban totalmente ligados, en última instancia al sistema socio-económico sobre el que descansaba la sociedad de la Antigua Grecia: el sistema de esclavitud. De hecho, sin el trabajo de los esclavos para alimentarlos, vestirlos y alojarlos, no habría habido ningún Epicuro, ningún Aristóteles ni ningún Lucrecio. La ciencia, la filosofía y mucho del pensamiento teórico era, para los antiguos griegos y romanos y, en gran medida sigue siendo, propiedad de una pequeña y privilegiada clase dirigente. Esta clase se inclina a elevar su propio papel en la sociedad, a denigrar y despreciar el trabajo manual y a olvidar su propia dependencia de este último.

Sin embargo, reconocer el hecho evidente de que el desarrollo de la ciencia depende, en última instancia, de la evolución de la sociedad en general y de las relaciones económicas entre los hombres y las mujeres, no significa negar que pueda desarrollarse con límites siguiendo su propia dialéctica independiente.

La sierva de la teología

Con el tiempo, la dependencia del pensamiento antiguo del sistema esclavista hizo sentir que, en una cierta etapa, la esclavitud se había convertido en un grillete para el desarrollo de la sociedad. Sólo una revolución en las condiciones sociales y económicas podría eliminar las cadenas que limitaban el desarrollo de la sociedad. En ausencia de una clase revolucionaria capaz de hacer avanzar la sociedad, la antigua civilización grecorromana estaba condenada al colapso.

Entre el colapso de la antigua civilización y el Renacimiento, existió un período de oscuridad e ignorancia que duró siglos y pareció envolver a Europa. Mientras que el conocimiento de la antigua filosofía se conservó en el Al-Andalús islámico y en el mundo árabe, a través de la cristiandad reinó un período de oscuridad durante toda una época. ¿Cómo puede explicarse esto? La filosofía antigua no fue olvidada, una cierta influencia de Aristóteles y Platón recorrió todo el dogma de la Iglesia Católica. Los clérigos alfabetizados estaban lo suficientemente versados en las tendencias materialistas de la filosofía griega, como para inventar montones de calumnias contra sus mejores representantes.

¿Por qué entonces la Edad Media le dio tan poco a la ciencia y la filosofía? Un partidario de la concepción del papel de los «Grandes Hombres» en la historia, quizás sostendría que había simplemente una escasez de genios entre el mundo de los antiguos griegos y el del Renacimiento. No es éste el caso. De hecho, la Edad Media aportó algunos genios destacados.

Por ejemplo, en el siglo XIV, un clérigo y polímata francés llamado Nicole d’Oresme, mientras estudiaba la física de Aristóteles, llegó a conclusiones con respecto a la masa y la inercia muy similares a las conclusiones de Isaac Newton, 300 años antes que éste. Y sin embargo, no hablamos de las Leyes del Movimiento de d’Oresme; hablamos de las Leyes de Newton. ¿Por qué?

La explicación debe buscarse en los 300 años de desarrollo histórico que separan a estos dos hombres. No fue la falta de genios lo que frenó el desarrollo de la ciencia, sino la organización social y económica de la sociedad. La Francia de la época de d’Oresme se fundó sobre las relaciones de propiedad feudal. En efecto, el propio d’Oresme, como clérigo, pertenecía a un estado feudal privilegiado, que reclamaba para sí el derecho exclusivo de pensar por la sociedad. En todas las épocas, las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante. En la época de Nicole D’Oresme, reinaba la aristocracia feudal y la Iglesia Católica, cuya dictadura espiritual proporcionaba la justificación ideológica del status quo.

Citando a Santo Tomás de Aquino, la filosofía (y, por lo tanto, también la filosofía natural) simplemente sirvieron como «sierva de la teología». En los claustros del monasterio medieval era la física de Aristóteles la que reinaba. Según el gran pensador de la Antigua Grecia, todo tendía hacia el centro de la Tierra, todo movimiento que se desviaba del descenso vertical era considerado antinatural y requería un constante impulso externo. Para la iglesia, este impulso era Dios, que era el manantial constante de la vida y el movimiento. Poner un signo de interrogación sobre la física de Aristóteles era poner un signo de interrogación sobre la inmanencia de Dios mismo.

Como tal, los escritos de d’Oresme, mientras que inyectaban material para desarrollos posteriores, no podían por sí mismos derribar el viejo dogma. En su mayor parte sirvieron como poco más que curiosos comentarios sobre las obras de Aristóteles.

Por supuesto, la Edad Media no estuvo totalmente desprovista de ideas originales, investigación científica y desarrollo. Sin embargo, los involucrados en tal trabajo se toparían en primer lugar con las limitaciones de la fracturada estructura feudal de la sociedad, que a menudo impedía la difusión del pensamiento más allá de sus estrechos límites. Más grave aún, la Iglesia y sus partidarios seculares bloquearon tales procesos con un poder brutal con el que contaban. Las líneas de pensamiento que desafiaban el status quo se suprimían, los libros se quemaban y, a veces, sus autores también. Incluso el pensamiento religioso, si caía en desgracia de las autoridades, podía enviarte a la hoguera. Las únicas áreas en las que la ciencia prosperó abiertamente fueron en los campos de la arquitectura, la construcción naval y, por supuesto, la guerra, áreas en las que predominaban las demandas seculares. La ciencia y la filosofía fueron profesiones muy peligrosas, al menos hasta el comienzo del Renacimiento y, en ciertas partes de Europa, durante varios siglos después.

Copérnico y la revolución científica

Antes de que una revolución en la física fuera posible, otra revolución tenía que tener lugar en la sociedad. Junto con las fuerzas productivas, limitadas por la vieja superestructura, la ciencia misma tuvo que ser liberada de su posición servil. Tal tarea no podría tener lugar solo en el ámbito de las ideas, sino que tendría que comenzar como una lucha física en la sociedad, que se extendería a la ciencia. Y, de hecho, la lucha por liberar la ciencia adquirió una forma extremadamente brutal y sangrienta, y proporcionó su cosecha de mártires bajo las persecuciones de las iglesias católicas y protestantes en el período de las revoluciones burguesas en Europa.

El astrónomo Nicolás Copérnico fue uno de los primeros revolucionarios en tomar la ciencia como arma con la que se atacaría la dominación espiritual e intelectual de la Iglesia cristiana. La Europa feudal había heredado su cosmología del matemático y astrónomo romano Ptolomeo. Este punto de vista, que colocaba la tierra en el centro de la Creación, no solo fue ideológicamente útil para las clases dominantes feudales, sino que también demostró ser una herramienta explicativa extremadamente poderosa al considerar los movimientos de los cielos.

Según este punto de vista, en la Tierra, que está en el centro de la ‘Creación de Dios’, todo es mortal, imperfecto y tiende a descomponerse. Mientras tanto, por encima de nosotros están los cielos inmortales y perfectos, la morada literal de Dios, que giran alrededor de la tierra. Estos cielos estaban formados por esferas concéntricas. En primer lugar, la esfera de la Luna, luego la del Sol y los planetas, y finalmente, girando a la velocidad más absurda de todas, la esfera de las estrellas.

Sobre cada una de estas esferas presidía una jerarquía de ángeles, arcángeles y el propio Dios, en el cielo más alto, que impulsaba las dramáticas revoluciones diarias de las estrellas. Esta jerarquía, que se suponía debía proporcionar una justificación divina, reflejaba claramente la jerarquía terrenal del rey, sus señores y campesinos aquí en la tierra. Quedaba descartado todo lo que tenía que ver con el antiguo atomismo, así que más que de átomos y vacío, los cielos estaban hechos de una sustancia cristalina perfecta y entrelazada, porque Dios es perfecto y los cielos están donde Dios vive.

Desde el punto de vista moderno, esta cosmovisión parece ser una invención transparente que sirvió a los propósitos de una clase dominante feudal. De hecho, fue mucho más que eso: fue la explicación más exitosa de los movimientos del universo tal como lo vieron los hombres y mujeres feudales. Después de todo: los cuerpos celestes parecen llevar a cabo un movimiento circular alrededor de la Tierra. Además, cualquier cosmología en la que la Tierra no sea estática parece contradecir el «sentido común»: ¿no está la Tierra bajo nuestros pies completamente quieta? ¿No serían arrancados los mares y la atmósfera de la Tierra si se moviera?

Una ciencia en crisis

Sin embargo, el progreso de la astronomía y la acumulación cuantitativa de datos sobre los movimientos de los cielos comenzaron a socavar el viejo modelo ptolemaico. Los planetas («estrellas errantes») en particular no podían adaptarse al simple movimiento circular alrededor de la Tierra que se esperaba de ellos; un examen más detallado reveló lo que parecía ser un movimiento extremadamente complejo similar a un espirógrafo.

Sin embargo, la vieja teoría no colapsó simplemente bajo el peso de sus propias contradicciones. Tuvo que ser derrocada. Hasta que una nueva teoría llegó a la escena que podría desafiar con éxito la anterior, se inventaron todo tipo de dispositivos matemáticos para mantener la tierra en su ubicación central en el universo. Estos ingeniosos dispositivos matemáticos, los llamados «epiciclos» y «epicentrios», eran infinitamente flexibles. Al agregar un epiciclo aquí o allá y ajustar estas variables arbitrarias, las observaciones podrían ajustarse más y más a nuestras observaciones. Así, el modelo ptolemaico podría salvarse de cualquier nueva observación.

Cualquier persona familiarizada con el estado actual de la cosmología se sorprenderá por las similitudes que comparte con la cosmología ptolemaica en sus últimos días. Hoy también, todo tipo de variables arbitrarias (materia oscura, energía oscura, inflación, constantes cosmológicas, etc.) se han aferrado a la teoría del Big Bang, sin la más mínima evidencia de observación que la apoye. Estas variables son infinitamente ajustables. Por lo tanto, es irónico, pero no sorprendente, que un síntoma principal de la crisis de nuestra cosmología actual sea el hecho de que las teorías demuestran ser demasiado precisas en comparación con lo que uno podría esperar en el desarrollo normal de la ciencia.

Ciencia revolucionaria

En su excelente libro, La revolución copernicana, Thomas Kuhn muestra cómo estas primeras revoluciones científicas en la época burguesa naciente es un caso ejemplar de la forma en que se desarrolla el pensamiento científico en general. La visión ptolemaica proporcionó lo que Kuhn describió como un «paradigma», en el que podría llevarse a cabo la «ciencia normal»: la acumulación de nuevos datos astronómicos; observación a mayores niveles de precisión y la extensión del paradigma a nuevas áreas. Sin embargo, esta acumulación cuantitativa finalmente entra en conflicto con el viejo paradigma y hace que la vieja teoría entre en crisis. Solo un tipo diferente de ciencia, la «ciencia revolucionaria», puede derribar gran parte de la vieja teoría y erigir en su lugar un nuevo marco teórico.

En 1543, Copérnico presentó una cosmología completamente nueva en la obra De Revolutionibus («Sobre las revoluciones»), para dar cuenta del creciente cuerpo de observaciones contradictorias. Su nueva cosmología, literalmente, adoptó el punto de vista ptolemaico y «le dio la vuelta». En lugar del sol orbitando alrededor de la Tierra, ¿qué pasa si la Tierra, junto con los planetas, están hechos para girar alrededor del sol? De un golpe, se explicaron los movimientos aparentemente complejos de los planetas a través del cielo.

El desarrollo dialéctico de la ciencia a través de la transformación de la cantidad en calidad describe la lógica, no solo de la revolución copernicana, sino de todas las revoluciones genuinas en la ciencia. Por su poder explicativo, las ideas de Kuhn han logrado una amplia aceptación en el ámbito académico, hasta el punto de que sus expresiones («cambio de paradigma», «ciencia revolucionaria», etc.) se han convertido en viejos y recurrentes clichés ​. En realidad, lo que descubrió Kuhn (o más exactamente, redescubrió) es el funcionamiento de la dialéctica en el ámbito de la investigación científica.

De hecho, el siguiente párrafo del cuaderno filosófico de Trotsky muestra cuán similares eran las ideas de Kuhn a las de una visión conscientemente dialéctica de la ciencia:

“Históricamente, la humanidad forma sus ‘concepciones’, los elementos básicos de su pensamiento, sobre la base de la experiencia, que siempre es incompleta, parcial, unilateral. Incluye en «el concepto» aquellas características de un proceso vivo que cambia para siempre, que son importantes y significativas para él en un momento dado. Su experiencia futura al principio se enriquece [cuantitativamente] y luego supera el concepto cerrado, es decir, en la práctica lo niega, en virtud de que esto requiere una negación teórica. Pero la negación no significa un regreso a la tabula rasa. La razón ya posee: a) el concepto y b) el reconocimiento de su falta de solidez. Este reconocimiento es equivalente a la necesidad de construir un nuevo concepto, y luego se revela inevitablemente que la negación no fue absoluta, que afectó solamente a ciertas características del primer concepto…”.

Sin embargo, Kuhn no era un dialéctico consciente y sus descubrimientos necesariamente tenían sus limitaciones. La limitación más fundamental en el pensamiento de Kuhn fue su consideración del desarrollo de la ciencia aparte e independientemente del desarrollo social, económico y político general.

Si volvemos a la revolución llevada a cabo por Copérnico, podemos ver cómo la antigua cosmología entró en crisis siglos antes de que Copérnico naciera. No fueron nuevas observaciones o descubrimientos los que finalmente inclinaron la balanza. De hecho, el descubrimiento del telescopio y su aplicación a la astronomía por parte de Galileo no se produjo hasta muchos años después de la muerte de Copérnico. La crisis tampoco trajo automáticamente la «ciencia revolucionaria».

Más bien, fueron las condiciones sociales y económicas cambiantes y el surgimiento de una clase revolucionaria, la nueva clase de pensamiento burgués entre los burgueses, artesanos y comerciantes, lo que impulsó la revolución en la ciencia. El surgimiento de esta clase, con su oposición revolucionaria al feudalismo y sus raíces en un modo de producción que debe revolucionar constantemente la técnica y la ciencia, fue el evento más importante en la historia de la ciencia hasta el surgimiento del proletariado revolucionario; marcando el comienzo de la revolución científica.

Newton y el materialismo mecánico

Con Copérnico se inició una revolución científica que, a través de Tycho Brahe, Kepler, Galileo y otros, terminó con una cosmovisión más o menos completa que dio forma a la «ley general de la gravitación» de Newton. Por primera vez, en sus Principia, Newton unificó la física de la tierra y los cielos.

Aquí abajo en la tierra es imposible evitar la dialéctica, que nos enfrenta a cada paso. Todo aquí tiene su historia, es mortal y está en un estado constante de flujo. Mientras tanto, los cielos parecen ser muy diferentes. Son inmortales y sus movimientos se repiten eternamente, sin pasado ni futuro.

La similitud entre este movimiento regular, repetitivo y predecible de los cielos y los movimientos de un reloj mecánico se conocen desde hace milenios. Un ingeniero de la Grecia Antigua llegó a producir una computadora mecánica extraordinaria para calcular los movimientos celestiales. La revolución en la física llevada a cabo por Newton debería haber expuesto, y con el tiempo acabaría exponiendo, la debilidad y las limitaciones de ver los cielos como un reloj inmortal e inmutable. En resumen, eventualmente conduciría a la introducción de la dialéctica en nuestra comprensión de la astronomía y la cosmología.

De hecho, en su batalla contra la Iglesia Católica, por la cual pagó un precio personal terrible, Galileo defendió la visión copernicana no a través de argumentos metafísicos, sino basándose en observaciones de la cambiabilidad y la naturaleza dialéctica de los cielos. Para Galileo, los mejores argumentos contra el universo ptolemaico fueron sus observaciones de las manchas solares y las novas, que demostraron la mortalidad de la esfera celestial y su interconexión con las «leyes de la naturaleza» tal como las observamos en la tierra.

Newton, sin embargo, fue un esclavo de las tendencias filosóficas contemporáneas. De hecho, no se detuvo a estudiar filosofía. Su desprecio por todas las cosas filosóficas se resumió en su famosa frase, «Física, cuidado con la metafísica» (es decir, cuidado con la filosofía). Sin embargo, la naturaleza aborrece el vacío y, en ausencia de una visión del mundo filosófica clara, todos los hombres y mujeres quedarán bajo la influencia de las ideas y prejuicios prevalecientes en la sociedad. Para Newton, esta influencia provino del llamado materialismo «mecánico» o «metafísico».

Esta concepción filosófica se originó en Inglaterra con Francis Bacon y fue desarrollada por John Locke. Según esta visión, el mundo no se consideraba como una red de procesos interdependientes y contradictorios como se vería desde un pensamiento dialéctico. En cambio, concebía el mundo como un compuesto de entidades aisladas, desconectadas y fundamentalmente independientes, que siguen leyes simples y mecanicistas, cuyo desarrollo es tan predecible como las operaciones de un reloj.

El dominio de clase de la burguesía inglesa se erigió antes que muchas de sus homólogas europeas, sobre la base de un derrocamiento revolucionario gigantesco, pero sus ansias por eliminar su pasado revolucionario, la llevaba a adoptar una visión del mundo que adoraba las generalizaciones teóricas empíricas y resultó ampliamente ùtil. Al contraponer los «hechos» a los procesos y contradicciones más amplios que solo el pensamiento teórico puede descubrir, el enfoque estático y reformista de la historia encontró su base filosófica. A pesar de los desarrollos futuros en la ciencia, el empirismo inglés ha ejercido y continúa ejerciendo presión sobre la ciencia y la filosofía, particularmente en la anglosfera.

La historia, la contingencia y la no linealidad desaparecen de la vista en la visión mecánica del mundo a medida que cada fenómeno se elimina de su contexto y el desarrollo y el cambio se descartan. Aunque la ley por la cual cada acción tiene una reacción igual y opuesta es inherentemente dialéctica, el materialista mecánico concibe el mundo en términos de «fuerzas» que actúan externamente, arrancadas de la suma de las relaciones naturales, que perturban los movimientos de las cosas, que de otra manera serían lineales e inmutables.

Sin embargo, surge la pregunta, si los cielos no tienen futuro ni pasado y siempre han seguido sus movimientos cíclicos actuales, ¿cómo lograron su disposición actual? Para el dialéctico, la pregunta tiene una premisa falsa: los cielos están en un proceso constante de desarrollo y cambio. Para Newton, sin embargo, la respuesta no se pone en duda: fue Dios quien le dio a los cielos su configuración actual. Fue el «relojero inteligente» de William Paley quien puso en marcha este gigantesco reloj.

Lo que era verdad para los cielos era verdad para la tierra. Al igual que el sistema solar siempre ha tenido la disposición que vemos sobre nosotros, la Tierra y sus continentes y océanos, y las especies que los habitan, han permanecido inalterados desde el momento de la creación. Vemos cómo tal materialismo, que intenta lidiar con el mundo de una manera mecánica en lugar de dialéctica, solo puede describirse como semi-materialista y, en realidad, invita a un retorno al idealismo.

El cerebro mecánico

Esta visión de toda la naturaleza como un reloj gigante parecía fluir lógicamente de las condiciones económicas de la época. La creciente importancia de la fabricación racionalizó y desglosó todo el proceso de producción en una cadena de simples movimientos mecánicos. Y en cada etapa de esta división del trabajo, los seres humanos entraron como engranajes de la máquina; como poco más que máquinas complejas.

Según esta visión mecánica del mundo, incluso los procesos biológicos y químicos deben encontrar su explicación en términos de movimiento mecanicista. Así como el corazón actúa como una bomba mecánica y las extremidades se mueven según el principio de la palanca, se creía que los movimientos químicos de la célula e incluso los procesos de sensación y del cerebro son el resultado de la transmisión de movimientos mecánicos similares.

Tal filosofía no tiene cabida para una teoría consistente de la mente y la subjetividad. De hecho, según Descartes, un destacado defensor de la visión mecánica del mundo, los animales eran poco más que autómatas que reaccionaban reflexivamente como máquinas complejas. Como nuestros propios cuerpos y cerebros también se mueven claramente por los mismos procesos naturales que los animales, Descartes solo pudo encontrar una explicación dualista y sobrenatural para el fenómeno de la conciencia. En consecuencia, el cuerpo se movía por leyes mecánicas mientras la conciencia existía en otro reino, y los dos estaban mediados por algún «órgano de Dios» que se encuentra únicamente en el cerebro humano. Vemos una vez más cómo el materialismo mecanicista deja la puerta entreabierta para el regreso de las concepciones místicas e idealistas.

Materialismo y empiriocrítica

Esta visión del ser humano sobre el que la naturaleza actúa de forma mecánica y pasiva también plantea importantes preguntas sobre la fuente y la veracidad del conocimiento humano. Tanto el materialista como el idealista coinciden en que la única fuente de conocimiento que tenemos proviene de nuestros sentidos. Para el materialista, sin embargo, nuestras sensaciones no son más que las imágenes e impresiones producidas por un mundo material externo que existe independientemente de nuestro ser.

Sin embargo, el idealista o solipsista se opondría: si todo lo que poseemos son estas sensaciones, ¿cómo podemos estar seguros de que reflejan con precisión el mundo que nos rodea? De hecho, ¿no es más bien un salto a la hipótesis de que estas «percepciones sensoriales» reflejan la existencia de un mundo material? Sobre estas bases, desde el mismo punto de partida que el materialista inglés, John Locke (ese conocimiento fluye solo de los sentidos), David Hume y el obispo Berkeley construyeron su oposición al materialismo.

Para Berkeley, las cosas que consideramos reales no son más que complejos de sensaciones que se correlacionan y a las que ponemos una etiqueta en nuestras mentes. La ‘manzana’ es un compuesto de sensaciones redondas, rojas, crujientes y dulces y nada más. La idea de que la manzana exista como ‘materia’ es un salto filosófico injustificado.

Tal punto de vista suena realmente absurdo y, sin embargo, los científicos y revolucionarios no han sido inmunes a su atractivo. A finales del siglo XIX y principios del XX, el físico Ernst Mach revivió la filosofía de que el mundo no es más que «complejos de sensaciones» bajo el nombre científico de «empiriocriticismo».

Hoy también vemos revivir esa misma tendencia filosófica bajo varios atuendos. En la teoría del «universo de la información», propuesta por varios científicos informáticos y físicos cuánticos, por ejemplo, las «sensaciones» han sido reemplazadas por la «información», cuyos complejos constituyen nuestra realidad. En todos los demás aspectos, esta filosofía es una repetición de la empiriocrítica. El idioma puede haber cambiado, pero los mismos «dos grandes campos» en filosofía permanecen.

En el período posterior a la derrota de la Revolución Rusa de 1905, las ideas místicas comenzaron a revivir en Rusia, como a menudo lo hacen en períodos de desmoralización y agotamiento, incluidas las capas de los bolcheviques. Lenin consideró que era una cuestión de vida o muerte para un partido revolucionario tener claridad sobre todo sobre la cuestión de su filosofía rectora y, en su libro, Materialismo y empiriocrítica, desglosó meticulosamente los argumentos de los «machistas» rusos.

En su libro, Lenin demostró cómo el materialismo no dialéctico y mecanicista no puede responder adecuadamente a la objeción de los idealistas y solipsistas. De hecho, tiende a actuar como un trampolín: ya sea hacia un materialismo genuinamente dialéctico, el salto hecho por Marx desde Feuerbach, o hacia atrás, hacia el campo del idealismo. Después de todo, si nosotros y nuestros órganos sensoriales somos simplemente bombardeados pasivamente por una naturaleza externa, ¿cómo podemos probar la realidad o no de la materia?

Lenin respondió: por supuesto, no somos simples sujetos pasivos al bombardeo de nuestros sentidos por naturaleza. Poseemos otra herramienta además de la contemplación: nosotros mismos interactuamos activamente con el mundo. El movimiento fluye en ambos sentidos. Si sacamos la conclusión de que el mundo es de esta u otra manera por nuestros sentidos, entonces confirmamos o rechazamos la realidad de nuestras conclusiones a través de nuestras acciones sobre el mundo.

Como Marx explicó en su primera tesis de las Tesis sobre Feuerbach:

“El defecto fundamental de todo el materialismo anterior, incluido el de Feuerbach, es que solo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero solo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal».

Una filosofía osificada

La historia de la revolución científica se destaca por un movimiento, que comenzó como un desafío revolucionario al viejo orden feudal, y se convirtió en un dogma osificado y conservador. En palabras de Engels, “Copérnico, al comienzo del período, escribe una carta renunciando a la teología; Newton cierra el período con el postulado de un primer impulso divino”.

No debería sorprendernos que fue a través de la escuela filosófica del idealismo, a través de Kant y Hegel, como se redescubrió el conocimiento griego antiguo de la dialéctica. En palabras de Engels:

“El primero que abrió una brecha en esta concepción petrificada de la naturaleza fue, no un naturalista, sino un filósofo. En 1755 apreció la Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, de Kant. El problema del impulso inicial quedaba eliminado; la tierra y todo el sistema solar aparecían como algo que había ido formándose en el transcurso del tiempo. […] El descubrimiento de Kant encerraba, en efecto, lo que sería el punto de partida de todo progreso ulterior. Si la tierra era el resultado de un proceso de formación, también tenían que serlo necesariamente su actual estado geológico, geográfico y climático, sus plantas y sus animales”.

El progreso de la ciencia desde entonces ha confirmado la perspectiva dialéctica en cada uno de sus avances. Fue tarea de Marx colocar la dialéctica sobre una base materialista e inequívocamente científica. En otras palabras: dotarla de una base materialista. Sin embargo, tal filosofía saca inmediatamente a la superficie la naturaleza autocontradictoria y mortal del capitalismo. La defensa de una perspectiva materialista moderna frente a sus detractores representa, entonces, no solo el punto de vista de clase de la clase trabajadora en su lucha contra la burguesía, también es la defensa de la ciencia contra todos los intentos de retirarse al reino del misticismo y el idealismo.

[1] Engels, «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana».

[2] Trotsky, Cuadernos 1933-1935, Columbia University Press, p88