Rusia entró en la sangrienta lucha por la dominación mundial como una potencia de segundo rango dentro de la Entente, la alianza de Francia, Gran Bretaña y Rusia. La fuerza aparente del imperio ruso ocultaba sus contradicciones internas y sus debilidades estructurales. El zarismo ruso combinaba elementos propios de un país semi-feudal y semi-colonial, que dependía enormemente del capital extranjero, con las características más agresivas del imperialismo. De hecho, a pesar del subdesarrollo económico de Rusia, que jamás había exportado ni un kopek en forma de capital, Lenin consideraba que Rusia estaba entre los cinco países imperialistas más importantes.
A pesar de ello, los objetivos bélicos de Rusia eran más bien de carácter regional y provincial, como reflejo de su relativa debilidad. El zarismo no aspiraba a dominar Europa sino a hacerse con el control de los Estrechos turcos (el Bósforo y los Dardanelos) y poner sus manos sobre Constantinopla, a fin de convertir el Mar Negro en un lago ruso y permitir el libre tránsito de su armada al Mediterráneo. También deseaba extender su dominación militar y burocrática a la Galitzia polaca y a dominar los Balcanes a expensas del Imperio Austro-Húngaro, así como reforzar su bastión en el Cáucaso mediante la incorporación de Armenia a expensas del Imperio Otomano.
Gran Bretaña y Francia no se oponían a una política exterior rusa que no afectaba a sus intereses. Pero su complacencia tenía un precio: los imperialistas franceses, amenazados por el aparentemente imparable avance de las tropas alemanas, demandaban urgentemente a Rusia una acción de ataque en el Este que obligase a las tropas alemanas a disminuir la presión que hasta entonces habían puesto en las defensas francesas en dirección a su destino final: París.
El imperialismo francés presionaba a los rusos para que colaborasen en esta táctica de distracción, y dado que la Rusia zarista estaba enormemente endeudada con el capital francés, cualquier posibilidad de negarse a aceptar estas demandas estaba fuera de cuestión: en realidad, se trataba de una orden. Los acreedores franceses reclamaban sus deudas y Rusia pagó con la sangre de su pueblo su derecho de pertenencia al club de millonarios del imperialismo europeo.
Por supuesto, la clase dominante rusa tenía sus propios intereses en la guerra. Estaba sedienta de ganancias territoriales en Europa del Este, los Balcanes y los Dardanelos. Los banqueros y capitalistas rusos habían olido el aroma tentador del beneficio económico. Por su parte, el mando militar estaba deseoso de luchar contra los alemanes. Pero, además de todo ello, existía una razón política de peso para que Rusia entrase en la guerra aquel agosto de 1914. En los dos años previos al inicio de la guerra, Rusia había vivido al borde de una nueva revolución. La clase trabajadora se había repuesto de la derrota de 1905 y había generado una ola de huelgas y manifestaciones masivas. La influencia de los Bolcheviques en la clase obrera crecía exponencialmente. Este periodo de convulsión revolucionaria culminó con la gran huelga general de julio de 1914, que llegó a paralizar las cuatro quintas partes de los centros manufactureros, industriales y comerciales de San Petersburgo. Un periódico de derechas describía la situación como revolucionaria, afirmando que “vivimos sobre un volcán”.
El estallido de la guerra a comienzos de agosto de 1914 cortó este desarrollo. La lucha de clases se ahogó en una ola de patriotismo de banderas ondeantes. Cuando las órdenes de reclutamiento comenzaron, más del 95% de los reclutas acudieron a la llamada voluntariamente, en muchos casos campesinos analfabetos fáciles de manipular por los curas locales y por la propaganda patriótica. Los trabajadores eran una minoría entre los soldados rasos y la voz de la revolución fue apagada por el estrépito de los gritos y los cánticos patrióticos.
Las debilidades subyacentes
Sobre el papel, Rusia tenía un poder militar asombroso y, consecuentemente, los círculos dominantes rusos eran optimistas. En marzo de 1914 apareció un artículo en la prensa rusa, que se suponía había sido escrito por el ministro de guerra, Sujomlinov. En él se decía que “nuestro ejército no sólo es grande sino que está equipado excelentemente. Rusia siempre ha luchado en suelo extranjero y siempre ha salido victoriosa. Rusia ya no está a la defensiva. Rusia está preparada”.
El ejército ruso, aunque formidable en teoría, estaba acostumbrado a luchar contra los pueblos más atrasados del Cáucaso y Asia central, pero era totalmente inútil para enfrentarse al poder formidable de una potencia industrial moderna como Alemania. Las debilidades inherentes del ejército ruso ya habían sido descubiertas durante la guerra contra Japón en 1904-1905, que a su vez condujo a la revolución de 1905-1906. Durante los años contrarrevolucionarios que siguieron a la derrota de la Revolución, la monarquía, con el apoyo de la burguesía, había tratado de reformar y modernizar el ejército. Pero este proceso estaba inacabado hacia 1914 y, consecuentemente, Rusia se enfrentaba a un reto muy duro.
Los ejércitos son un reflejo de la sociedad en la que surgen, y el ejército ruso no era una excepción. Había oficiales de gran valía como Aleksei Alekseyevich Brusilov. Años más tarde, el mariscal de campo Bernard Montgomery hizo pública su opinión de que Brusilov había sido uno de los mejores comandantes durante la guerra. Pero por cada oficial capaz existía una docena de aristócratas perezosos, cobardes e ineptos que habían alcanzado posiciones de mando gracias al favoritismo y a las conexiones familiares.
La oficialidad se veía afectada a cada paso por las intrigas venenosas de la Corte, particularmente de la zarina, que sustituía continuamente a hombres muy válidos por sus favoritos. Las contradicciones profundas en la sociedad se exacerbaron enormemente durante la guerra, lo que no solamente volvió a los soldados rasos y suboficiales contra los mandos, sino que incluso llevó a un grupo de estos últimos a alinearse con los Bolcheviques en la Guerra Civil. La podredumbre del viejo régimen acabó por minar no sólo al ejército, sino a la monarquía misma.
El antiguo oficial zarista Tujachevsy, el héroe de la Guerra Civil, se convertiría en el líder más destacado del Ejército Rojo. Después de la Revolución de Octubre el mismo Brusilov ayudó a organizar el Ejército Rojo y sirvió a la Revolución fielmente durante la Guerra Civil. A su muerte en Moscú, en 1926, se le rindieron honores de Estado y recibió el homenaje de los Bolcheviques.Tujachevsy no tuvo tanta suerte. Fue incriminado y asesinado por Stalin en las famosas purgas de 1937.
La ofensiva rusa
El ejército ruso entró en la guerra bajo el mando del Gran Duque Nicolás, con una fuerza de un millón y medio de hombres y con tres millones de reservistas, por lo que numéricamente estaba a la altura del ejército alemán. En agosto de 1914, dos ejércitos rusos marcharon hacia Alemania pasando por los Cárpatos. Al principio el ejército ruso resultó vencedor ante alemanes y austriacos.
No cabía la menor duda respecto al valor de los soldados rusos que luchaban a golpe de bayoneta cuando se quedaban sin munición. Pero en la guerra moderna el coraje de los soldados no es el factor decisivo. A pesar de toda su valentía, los soldados rusos eran poco más que carne de cañón. Sus victorias iniciales solo sirvieron para enmascarar los profundos problemas del ejército ruso.
La verdadera relación de fuerzas en la guerra moderna no se determina solamente por el número de soldados, sino por el equipamiento y el acceso a provisiones y armamento moderno, el adiestramiento de las tropas, y el nivel de los oficiales y suboficiales. Estos factores, a su vez, dependen del nivel de desarrollo industrial, tecnológico y cultural. El subdesarrollo industrial de Rusia y la ineptitud de los mandos militares acabaron por quedar expuestos durante los acontecimientos que habían de venir.
Miles de soldados rusos fueron enviados al frente sin el equipamiento apropiado. Carecían de todo: armas, munición, botas de campaña y mantas adecuadas. Un tercio de los soldados rusos ni siquiera fueron provistos de un rifle. A finales de 1914 desde el cuartel general se informaba que cada mes se necesitaban 100.000 rifles nuevos, pero las fábricas rusas no eran capaces de producir ni la mitad (42.000 al mes). Los soldados rusos, en cambio, sí estaban bien armados con rezos, ya que los obispos y sacerdotes ortodoxos rusos trabajaban diligentemente para bendecir y rociar generosamente con agua bendita a todo aquel que estuviese a punto de partir al frente.
Las primeras acciones rusas causaron pánico entre la población civil alemana, que gritaba despavorida “¡que vienen los cosacos!”. Esta situación de alarma pronto se contagió al mando militar alemán, cuya preocupación ante el avance de los rusos en Prusia oriental les llevó a enviar dos divisiones del frente occidental al oriental. Gracias a esto Francia pudo respirar en el Marne y detener el avance de Alemania hacia París. Pero los alemanes no debieron haberse preocupado tanto.
El ejército ruso contaba con 60 baterías de artillería pesada mientras que el alemán disponía de 381. Rusia tenía dos metralletas por batallón. Alemania tenía 36. El atraso del capitalismo ruso quedó expuesto claramente en las deficiencias de su ejército, y en la falta de abastecimiento y munición. El número de fábricas era simplemente demasiado reducido como para producir a un ritmo necesario, y, además, el transporte de tropas y materiales se dificultaba por la carencia de líneas de ferrocarriles.
Hacia el mes de diciembre de 1914 el ejército ruso contaba con 6.553.000 hombres. Sin embargo, solo 4.652.000 tenían rifles. Las tropas iban al frente sin el entrenamiento ni el equipamiento adecuados. Solo había un cirujano por cada 10.000 hombres, por lo que muchos soldados heridos que hubiesen sobrevivido en el frente occidental se veían abocados a la muerte. Con un equipo médico que se extendía a lo largo de un frente que recorría más de 800 kilómetros, las posibilidades de que un soldado herido recibiese ayuda médica eran casi cero.
La batalla de Tannenberg
Los regimientos rusos que habían alcanzado el este de Prusia estaban bajo las órdenes de los generales Rennenkampf y Samsonov. El regimiento a las órdenes de Rennenkampf debía encontrarse con el regimiento de Samsonov para asegurar una superioridad numérica sobre el octavo regimiento alemán de dos a uno. Las cosas comenzaron bien, pero las relaciones entre ambos generales no eran buenas y la comunicación era muy pobre.
El regimiento alemán bajo Ludendorff contraatacó y el 29 de agosto el centro del ejército ruso, donde se encontraban tres batallones, fue rodeado por los alemanes y quedó atrapado en las tenebrosas e impenetrables profundidades del bosque de Tannenberg, sin vía de escape alguna. La batalla de Tannenberg duró tres días. El general Samsonov intentó la retirada pero se vio rodeado por un cordón de tropas alemanas que lo tenían maniatado. La mayoría de sus soldados fueron masacrados o capturados: de 150.000, solo 10.000 consiguieron escapar. Horrorizado, el general Samsonov se pegó un tiro.
La conducta de los mandos rusos en la batalla de Tannenberg fue indescriptiblemente desastrosa. Los planes de la batalla habían sido enviados por radio sin ser cifrados, y los generales que condujeron la ofensiva, Samsonov y von Rennenkampf, se negaron a establecer comunicaciones entre ellos. Inexplicablemente, durante la batalla, Rennenkampf no movió ni un dedo para ayudar a Samsonov y sus tropas, a pesar de que sabía que estaban siendo masacrados por los alemanes. Solamente en esta batalla, Rusia perdió 100.000 hombres en un solo día. Hacia el final de la batalla, los alemanes habían aniquilado la mitad del segundo regimiento ruso.
Los alemanes, que perdieron sólo 20.000 hombres, capturaron a más de 92.000 soldados rusos. Esta batalla dio el tono a la Primera Batalla de los Lagos Masurianos, que tuvo lugar una semana después y en la que un octavo regimiento alemán reforzado infringió una humillante derrota al primer regimiento ruso. A pesar de una superioridad numérica de tres a uno (había 250.000 alemanes por 800.000 rusos), el número de bajas rusas fue nueve veces mayor que el de las alemanas.
Entre los rusos muertos había un gran número de oficiales que se habían visto obligados a entrar en batalla llevando su uniforme de ceremonias, lo que los convirtió en un blanco fácil para los francotiradores y las metralletas alemanas. En 1915, cualquier oficial ruso tenía un 82 por ciento de posibilidades de morir en combate. En algunas zonas del frente no sobrevivían más de cuatro o cinco días de media. Un soldado alemán escribió: “simplemente seguían viniendo y nosotros seguíamos disparando. Cada cierto tiempo había que echar a un lado los cadáveres amontonados para disparar a la siguiente oleada”.
El noveno regimiento alemán, dirigido por August von Mackensen, atacó al segundo regimiento ruso, al mando del general Smirnov, cerca del pueblo polaco de Bolimów, en el tramo que une Varsovia con Łódź. Durante esta batalla se intentó por primera vez usar gas venenoso a gran escala. El día de nochevieja de ese año los alemanes dispararon dieciocho mil bombas de bromuro de xililo, pero el viento llevó la nube de gas hacia las líneas alemanas. No hubo muchas bajas, posiblemente ninguna, pero se había sentado un terrible precedente.
El fracaso de este ataque con gas hizo que se cancelase el plan. Como respuesta, los rusos lanzaron un contraataque con once divisiones. Fueron despedazados por la artillería alemana, sufriendo así 40.000 bajas más. Ningún otro ejército podía aguantar el número de bajas que habían sufrido los rusos en diez meses de guerra. En total, habían perdido unos 250.000 hombres (un regimiento entero), así como cantidades enormes de equipamiento militar. La ofensiva rusa en Prusia oriental había acabado en un terrible fracaso.
La caída de Varsovia
Los ataques rusos en la parte sur del frente oriental fueron más exitosos, lo que les permitió adentrarse en los Cárpatos y llegar a Galitzia. Estas victorias, espectaculares y muy celebradas, suponían un enorme contraste con las debacles sufridas en otros frentes. La diferencia era que los enemigos no eran alemanes, sino austro-húngaros. En realidad, fue más bien la debilidad de Austria-Hungría que la fuerza de Rusia lo que dio pie a estas victorias.
Sea como fuese, este comienzo victorioso de la ofensiva liderada por el general Brusilov duró poco. Una cosa era enfrentarse al Imperio Austro-Húngaro y otra muy diferente hacerlo con la poderosa máquina bélica alemana. La llegada de refuerzos desde Alemania en mayo de 1915 obligó a los rusos a ceder terreno. Para la primavera, ya se habían retirado a Galitzia y, en mayo las Potencias Centrales arrasaron a los rusos hasta llegar a la frontera sur con Polonia. El 5 de agosto capturaron Varsovia y obligaron a Rusia a retirarse de Polonia.
La invasión de la zona este de Prusia había sido un fracaso sangriento, pero lo peor aún no había llegado. En el frente oriental, la siguiente fase de la ofensiva conjunta entre Austria y Alemana comenzó en el norte de Polonia, con tropas avanzando hacia Varsovia a medida que el ejército ruso se volvía cada vez más débil dada la crónica escasez de provisiones y el creciente desencanto entre los soldados.
En cuatro días, las tropas austriacas y alemanas rompieron las líneas rusas y obligaron al tercer y cuarto regimientos a retirarse más hacia el este. Las bajas rusas sobrepasaron muy pronto la cifra de 400.000 hombres. El 5 de agosto, Varsovia misma fue tomada, poniendo fin de este modo a un siglo de control ruso de la ciudad. Alentadas por su victoria, las fuerzas austriacas y alemanas tomaron Ivángorod, Kaunas, Brest-Litovsk, Bialystok, Grodno y Vilna. A finales de septiembre, las tropas rusas fueron expulsadas de Polonia y Galitzia y devueltas a las posiciones originales desde las que habían partido al inicio de la guerra en 1914.
El ataque ruso había terminado en un desastre, pero a su vez había desviado recursos del frente occidental y aliviado la presión sobre Francia, impidiendo de este modo que los alemanes llegasen a París. El jefe de los servicios de inteligencia franceses, el Coronel Dupont, escribió: “su debacle fue uno de los elementos de nuestra victoria”. Por el momento, el vapuleado ejército ruso había sido eliminado como amenaza en el frente oriental y así, Alemania, pudo concentrarse de nuevo en el frente occidental. En realidad, el ejército imperial ruso no era más que carne de cañón para los Aliados. Los soldados rusos comenzaban a reflexionar e incluso a expresar abiertamente sus ideas: “están dispuestos a luchar hasta la derramar la última gota de mi sangre”.
Crisis en el frente interno
Las bajas totales tras la ofensiva conjunta de Alemania y Austria ascendían a 1.400.000 soldados muertos y 750.000 capturados. Estos números eran claramente indicativos del desastre. Para remplazar a los soldados perdidos a lo largo de todo el conflicto, se recurriría constantemente a reclutas apenas adiestrados.
Un problema similar afectaba a los mandos, especialmente en los grados más bajos. La ausencia de oficiales y suboficiales cualificados se suplía con soldados rasos, generalmente campesinos o trabajadores, que eran rápidamente ascendidos. Muchos de ellos jugaron un papel fundamental en la politización de las tropas en 1917. En el frente, los soldados no tenían rifles hasta que podían quitárselo a un compañero herido o muerto. No fue hasta el primero de julio de 1915 que Rusia creo un Comité para la Industria de Guerra que supervisase la producción y atajase el problema de abastecimiento de bombas y rifles.
Las noticias que llegaban sobre la catástrofe militar hicieron cundir el pánico entre los círculos gobernantes. Trotsky cita las palabras del ministro de guerra, Polivanov, en respuesta a la alarma de sus colegas por la situación en el frente: “pongo mi fe en los espacios infranqueables, el barro impenetrable y la gracia de San Nicolás Mirlikisky, protector de la Santa Rusia”. Esto fue el 4 de agosto de 1915. Una semana más tarde, el general Ruszky confesaba a los mismos ministros: “las exigencias que presentan las técnicas militares actuales están fuera de nuestro alcance. Sea como sea, no podemos seguir el ritmo de los alemanes.” Esta era la verdad sin paliativos.
Lo que se acabaría llamando “la gran retirada” originaba con frecuencia desordenes, deserciones, saqueos y huidas en bandada. Una población pacifica acabó pagando la incapacidad criminal de los generales rusos, que ordenaron cruelmente la evacuación total de la población civil polaca, lo que causó un sufrimiento terrible, ya que la gente fue obligada a dejar sus hogares y dirigirse hacia el este, obstruyendo los caminos e impidiendo el movimiento de las tropas rusas. Extensiones de tierra enormes se abandonaron y, como ocurre generalmente en estos casos, los judíos fueron víctimas de pogromos sangrientos para desviar el odio de los soldados de los verdaderos causantes de su miseria.
Las masas de soldados rusos y de población civil que huían de Polonia alimentaron las llamas del descontento político en Rusia, que se dirigía cada vez con más frecuencia contra el Zar y su corte degenerada y corrupta. El zar había manifestado su indignación ante la derrota, destituyendo a Nicolás Nikolayevich, y tomando él mismo el mando del ejército, a pesar de su falta de experiencia en asuntos de estrategia militar. Azuzado por su esposa, Nicolás marchó al frente, esperando devolver la moral a sus tropas con su presencia.
Sin embargo, esta decisión no tuvo el más mínimo efecto en la marcha de la guerra, ya que Nicolás rara vez intervenía o cuestionaba las decisiones de los generales en el campo de batalla. Más bien, lo que ocurrió fue que el zar aparecía ahora como el responsable principal de todos los fracasos militares. Además, en una época de creciente crisis social y política, había dejado el gobierno en manos de su esposa Alejandra, una mujer ambiciosa y dada a las intrigas. El hedor de la corrupción y de la incompetencia del gobierno imperial comenzó ser notorio entre la población. Por otro lado, la influencia sobre la familia Imperial del “hombre de Dios”, el alcohólico y degenerado Grigori Rasputin, era moneda corriente y ejemplo de la podredumbre que corroía las entrañas del régimen zarista.
La devastación provocada por la guerra no sólo afectaba a los soldados que estaban en el frente. A finales de 1915, se percibían signos evidentes de que la economía se estaba resintiendo por las demandas que exigía el esfuerzo de la guerra. Hubo escasez de alimentos y los precios subieron. La inflación engullía los ingresos a un ritmo alarmante y aquellos bienes que la gente si podía pagar escaseaban, especialmente en San Petersburgo, a causa de la distancia que la separaban de los centros de abastecimiento y la falta de una red de transportes adecuada. Las condiciones eran, por ello, peor en la capital que en otros lugares.
La pérdida de Polonia y de su industria y producción agraria había agravado la difícil situación económica. El reclutamiento de millones de hombres redujo la mano de obra disponible en el campo y, en consecuencia, la producción de alimentos descendió. Muchos campesinos habían sido transferidos a la industria, con lo que subió ligeramente la producción industrial, pero no hasta el nivel que requerían las exigencias de la guerra. Por todo ello, cayó la producción agraria y los civiles sufrieron escasez de alimentos: las tiendas se quedaban sin pan, azúcar, carne ni otras provisiones, y había largas colas para adquirir lo que quedase. Cada vez era más difícil comprar, e incluso encontrar comida.
El inicio de la guerra en 1914 había servido para sofocar las crecientes protestas sociales y políticas, dirigiendo la rabia contra un enemigo exterior, pero esta pretendida unidad patriótica no duró mucho. A medida que la guerra avanzaba, y sin que se atisbara su fin, la bruma de la intoxicación patriótica comenzó a diluirse de las mentes de la gente conforme el cansancio de la guerra se apoderaba gradualmente de las masas.
Las mujeres de los trabajadores eran quienes tenían que soportar la carga más pesada. En San Petersburgo, algunas llegaron a pasar cuarenta horas a la semana temblando de frio mientras hacían cola. Muchas se dieron a la mendicidad o a la prostitución para dar de comer a sus hijos hambrientos. Mientras arrancaban los tablones de madera de las vallas para calentar sus hogares, maldecían a los ricos y al gobierno, a sus guerras que solo traían miseria y sufrimiento sin fin para ellas, sus hijos y sus maridos que luchaban en el frente. Se preguntaban cuándo acabaría todo eso.
La moral y el apoyo públicos a la guerra se tambaleaban, y la gente era cada vez más receptiva a la propaganda contra la guerra. El 17 de septiembre de 1915, Alexei Kuropatkin, antiguo ministro de Guerra y Comandante del Cuerpo de Granaderos, escribió: “los grupos sociales más bajos comenzaron la guerra con entusiasmo, pero se están cansando y con cada derrota van perdiendo su fe en la victoria”. Desde mediados de 1915, el número de huelgas había comenzado a aumentar inexorablemente. Se estaba preparando el escenario de la revolución.
13 de Marzo de 2015