Historia de la Filosofía (VII) – La filosofía del siglo XX

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1. ¿Necesitamos una filosofía?
2. Los primeros dialécticos
3. Aristóteles y el final de la filosofía griega clásica
4. El Renacimiento, el empirismo inglés y el materialismo francés
5. Descartes, Spinoza y Leibniz
6. La revolución filosófica de Hegel
7. La filosofía del siglo XX
8. Apéndice: La filosofía islámica e hindú 

En nuestra época la filosofía entra en una fase irreversible de declive. La filosofía burguesa ha secado la vid. No tiene nada nuevo ni significativo que decir, por eso, y con razón, sufre el desprecio universal o para ser más exactos, la indiferencia.

Una vez más los efectos nocivos de la extrema división del trabajo se han dejado sentir con creces. En lugar de torres marfil, ahora, los académicos pasan su vida escribiendo oscuras tesis que son leídas, y a veces respondidas, por otros académicos. Pocas personas comprenden lo que ellos escriben y a menos personas aún les importa. Igual que las antiguas castas sacerdotales que tenían su propio lenguaje secreto comprensible sólo para los iniciados, los filósofos modernos recurren a todo tipo de simbolismos y jergas que parecen estar hechas a propósito para que nadie las comprenda. Aquí se termina la comparación. En la antigüedad la mayoría de la gente se tomaba muy en serio las misteriosas palabras de los sacerdotes, ahora, los únicos que les prestan algo de atención son otros filósofos que después, tienen que ganarse la vida de una forma u otra.


Hace tiempo Joseph Dietzgen dijo que la filosofía oficial no era una ciencia, sino una salvaguarda contra el socialismo. No importa que lo nieguen indignados, hoy los filósofos profesionales son reclutados por los defensores del status quo como aliados para su lucha contra el marxismo. Esto se pudo ver de una forma particularmente descarada durante el período de la Guerra Fría y todavía no ha cambiado. Tampoco esta situación es nueva. Desde el nacimiento del marxismo como una fuerza significativa que podía cambiar el orden existente, el establishment declaró la guerra a todos los aspectos de la ideología marxista, empezando por el materialismo dialéctico. La simple mención de la palabra marxismo, es una garantía de provocar una reacción rotuliana en estos círculos. “Caduco”, “acientífico”, “superado hace tiempo”, “metafísico” y todo la retahíla de aburridas y ajadas letanías.

No sólo Marx y Engels son personas non gratas en las santificadas paredes de los departamentos de filosofía, también el pobre Hegel que fue el filósofo de los filósofos por excelencia, sufre una vergonzosa conspiración de silencio. Esta situación no sólo es un reflejo de los intereses materiales, que rápidamente convencen a todas esas almas valientes que no desean ofender a aquellos que conceden las becas y controlan sus carreras. Por eso no les gusta recordar que hubo un tiempo en que los filósofos tenían algo profundo e importante que decir sobre el mundo real.

Principales tendencias

Si dejamos a un lado unos pocos disidentes, como Henri Bergson, John Dewey, George Santayana y A. N. Whitehead, en general podemos agrupar la filosofía moderna occidental en dos categorías. Por un lado están las escuelas subjetivistas relacionadas con el existencialismo, y por otro lado, las distintas ramas del “positivismo lógico”, incluida la filosofía lingüística. La primera tendencia en general encontró más eco en los países latinos, sobre todo en Francia. La segunda tendencia, hasta hace poco, disfrutó de amplio apoyo en el mundo anglosajón. Dedicaremos más atención a esta última porque pretende ser la filosofía de la ciencia. La tendencia que dominó la filosofía británica y estadounidense durante la mayor parte del siglo XX, se ha presentado con distintos disfraces y con todo tipo de alias -neopositivismo, empirismo lógico, empirocriticismo, filosofía analítica, etc.,- Aunque donde surge con más prominencia es en Gran Bretaña y EEUU, también cuenta con gran apoyo entre los filósofos alemanes y en especial los austriacos. A finales del siglo XIX el físico Ernst Mach desarrolló la filosofía conocida como empirocriticismo. Mach sostenía que era imposible demostrar la existencia del mundo material.

La mayoría de las personas pueden ver esta idea como algo, por no decir otra cosa, un poco peculiar. Y así es. Pero a pesar de todo, durante la mayor parte del siglo XX ha gozado de una considerable popularidad entre los filósofos. Sin embargo, no es una idea nueva. Se basa en las ideas elaboradas por el obispo Berkeley en el siglo XVIII.  Representa la peor clase de idealismo subjetivo y a los neopositivistas no les gusta mucho que les recuerden el verdadero autor de su filosofía, porque se consideran empiristas científicos. Las ideas de Berkeley, en última instancia, proceden de la angosta filosofía británica del empirismo, que se basaba en las ideas de Locke y que decía que todo el conocimiento humano procede de nuestros sentidos.

Cómo todo el conocimiento procede de la percepción sensorial, entonces Locke decía, por ejemplo, ¿esta manzana existe? Y la respuesta era no. Lo único que puedo decir es que la veo, la huelo, la toco, etc., En otras palabras, todo lo que puedo conocer son mis impresiones sensoriales. A pesar de que digan lo contrario, la conclusión inevitable de esta línea de pensamiento es que sólo existo yo. Esta idea es conocida en filosofía como solipsismo (del latín solo ipsus: sólo yo). Engels en 1892, en el prólogo a la edición inglesa de su libro Del socialismo utópico al socialismo científico, respondió a esta idea de que era imposible demostrar la existencia del mundo físico:

“Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos descansan en las comunicaciones que recibimos por medio de nuestros sentidos. Pero ¿cómo sabemos -añade- si nuestros sentidos nos transmiten realmente una imagen exacta de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a continuación nos dice que cuando habla de las cosas o de sus propiedades, no se refiere, en realidad, a estas cosas ni a sus propiedades, acerca de las cuales no puede saber nada de cierto, sino solamente a las impresiones que dejan en sus sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que parece difícil rebatir por vía de simple argumentación. Pero los hombres, ante de argumentar, habían actuado. ‘In Anfang war die Tat’ (‘En el principio está la acción’. Palabras de Goethe en el Fausto). Y la acción humana había resuelto la dificultad mucho antes de que las cavilaciones humanas la inventasen. ‘El pudín se prueba comiéndolo’. Desde el momento en que aplicamos estas cosas, con arreglo a las cualidades que percibimos en ellas, a nuestro propio uso, sometemos las percepciones de nuestros sentidos a una prueba infalible en cuando a su exactitud o falsedad. Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería también nuestro juicio acerca de la posibilidad de emplear la cosa de que se trata, y nuestro intento de emplearla tendría que fracasar forzosamente.

Pero si conseguimos el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea que nos formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla, tendremos la prueba positiva de que, dentro de estos límites, nuestras percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades coinciden con la realidad existente fuera de nosotros. (Engels. Del socialismo utópico al socialismo científico. Madrid. Colección Orbe. 1978. p.16).

Materialismo y empirocriticismo

El argumento central de Mach -haciéndose eco de Berkeley- era: “yo interpreto el mundo a través de mis sentidos”. Un materialista añadiría que “el mundo existe independientemente de mis sentidos”. No aceptar esta realidad elemental nos lleva directamente a todo tipo de ideas absurdas, por ejemplo, admitir que el mundo no existía hasta que las personas no estuvieron presentes en él para poder observarlo. O mejor aún, no pudo existir antes de que yo naciera porque antes no podía observarlo, porque todo lo que conozco son mis propios sentidos y por lo tanto no puedo tener certeza de que exista al más. Si seguimos por este camino de locura llegaríamos a la conclusión de que si cierro los ojos el mundo desaparecería. ¿No suena a locura? Pero no sólo filósofos, también hay respetables científicos que han adoptado ideas similares. Basta con recordar que Mach se consideraba un físico.

Lenin respondió a las ideas de Mach en su libro Materialismo y empirocriticismo, en él Lenin explica: “La materia es una categoría filosófica que denota la realidad objetiva que el hombre obtiene a través de sus sentidos, y que es copiada, fotografiada y reflejada por nuestras sensaciones, y que existen independientemente de ellas”. (Lenin. Collected Works. Vol. 14. p. 130. En la edición inglesa). Marx y Engels ya habían clarificado este punto: “La real unidad del mundo estriba en su materialidad, y ésta no queda probada por unas pocas frases de prestidigitador, sino por un largo y laborioso desarrollo de la filosofía y de la ciencia de la naturaleza”. (Engels. Anti Dühring. Op. cit. p. 45). A decir verdad, Hegel ya se hacía ocupado del tema y señaló que: “En el lenguaje de la vida cotidiana objetivo quiere decir que existe fuera de nosotros y que nos llega desde fuera a través de las sensaciones”. (Hegel. Op. cit. p. 67).
El principal error de Mach -heredado de Hume y Kant- fue considerar a los sentidos como una barrera que separa al individuo (el sujeto) del mundo material (el objeto).La realidad es que los sentidos no pueden existir sin el sistema nervioso, el cerebro, el cuerpo, la comida… y un entorno físico.

Presentar los sentidos como algo independiente y separado del cuerpo, por ejemplo, la materia organizada de una forma determinada, es un disparate idealista de la peor clase. No tiene nada en común con la ciencia y sí todo en común con la religión y el espiritualismo.

El pensamiento no es otra cosa que materia pensante, es el producto de la materia organizada de una forma determinada. De este modo, el hombre es parte de la naturaleza, aunque una parte muy especial, caracterizada por la capacidad de reflejar y comprender el resto de la naturaleza. Una de las mayores contradicciones del idealismo subjetivo es la siguiente: si el mundo físico sólo existe cuando es percibido, entonces ¿existía el mundo antes de la existencia de la raza humana o de la propia vida? Los positivistas lógicos, hasta el momento actual, no han podido dar una respuesta satisfactoria a esta cuestión tan elemental.

“Todo esto pasa cuando se toma tranquila y naturalísticamente la ‘consciencia’, el ‘pensamiento’, como algo dado y contrapuesto desde el principio al ser, a la naturaleza. Porque entonces hay que asombrarse por fuerza de que consciencia y naturaleza, pensamiento y ser, leyes del pensamiento y leyes de la naturaleza coincidan hasta tal punto. Mas si se sigue preguntando qué son el pensamiento y la consciencia y de dónde vienen, se halla que son productos del cerebro humano, y que el hombre mismo es un producto de la naturaleza, que se ha desarrollado junto con su medio; con lo que se entiende sin más que los productos del cerebro humano, que son en última instancia precisamente productos de la naturaleza, no contradigan, sino que correspondan al resto de la conexión natural”. (Engels. Op. cit. p. 36). Lenin también se ocupó del mismo tema:

“Para todo naturalista no desorientado por la filosofía de cátedra, así como para todo materialista, la sensación es el verdadera vínculo directo de la conciencia con el mundo exterior, es la transformación de la energía de la excitación exterior en un hecho psíquico. Esta transformación la ha observado cada cual millones de veces y la observa en realidad a cada paso. El sofisma de la filosofía idealista consiste en tomar la sensación por tabique o muro que separa la conciencia del mundo exterior y no por vínculo de la conciencia con el mundo exterior; consiste en tomarlo por ‘lo único existente’ y no por la imagen de un fenómeno exterior correspondiente a la sensación”. (Lenin. Op. cit. pl. 46)

La cuestión de si el mundo que nos rodea es real o no, no es una cuestión filosófica sino práctica. No se resuelve con el estudio, sino a través de toda la experiencia de la raza humana en su lucha para dominar y transformar las condiciones reales de su existencia, y al hacer esto, también se transforma. Esto expresó muy bien Marx esta idea en la segunda Tesis sobre Feuerbach:

“El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico”. (Marx. Op. cit. p. 8).

La reacción contra el idealismo hegeliano

En Gran Bretaña la filosofía dominante en las universidades durante la mitad del siglo XIX fue curiosamente el hegelianismo, presentado de una forma mística y religiosa. El empirismo está profundamente enraizado en el mundo anglosajón. Russell y G. E. Moore reaccionaron frente a la insulsa caricatura idealista de la filosofía hegeliana realizada por gente como Bradley, McTaggart y Stirling, el autor de El secreto de Hegel (Lenin decía que con este libro ¡”el secreto estaba bien guardado”!). Estos idealistas enseñaban una versión caricaturesca de las ideas de Hegel, omitieron todo lo que de valor había en ellas y sólo preservaron su lado místico. McTaggart, por ejemplo, enseñaba que el concepto de tiempo es inconsciente y por lo tanto no se puede ejemplarizar en la realidad. Esta tontería provocaba repulsión entre toda una generación de jóvenes filósofos como G. E. Moore y Bertrand Russell.

Esto empezó como una reacción sana contra la mistificación idealista. ¿Pero que pusieron en su lugar? Buscaron una alternativa y encontraron el viejo “sentido común” británico” y “los hechos”. Abogaron por una vuelta al empirismo, era un intento de eliminar el idealismo de la filosofía. Su santo y seña era la de Isaac Newton: “La física debe guardarse de la metafísica”. A diferencia de la teorización idealista equivocada, el empirismo prefería no teorizar en absoluto. Lamentablemente, eso no es posible y la filosofía, como la naturaleza, aborrece el vacío.

La única alternativa viable a la metafísica es el materialismo dialéctico. Al ignorar la revolución filosófica de Marx y Engels, que habían limpiado la filosofía hegeliana de todos sus adornos idealistas para revelar su corazón racional, sólo consiguieron regresar a un punto de partida que en el pasado ya se había superado.

La escuela empirista británica fundada por Bacon, Hobbes y Locke entró en un profundo y largo declive con Berkeley y Hume, y finalmente acabó en un callejón sin salida. El intento de J. S. Mill de reavivarla terminó en una simple e inerte vulgarización. La proposición fundamental del empirismo es: “Yo interpreto el mundo a través de mis sentidos”. A esta proposición evidente es necesario añadir: “el mundo existe independientemente de mis sentidos”.

Los sentidos son la fuente de todo el conocimiento humano. Pero también es la fuente de muchos errores. En sus inicios el empirismo representó un gran paso adelante en el pensamiento humano, porque rechazaba la dictadura de la iglesia sobre la ciencia y representaba una victoria del auténtico método científico, basado en la experimentación y la observación frente al ridículo idealismo de los escolásticos.

Pero este materialismo era incompleto y parcial, y por lo tanto, terminó cayendo presa del pensamiento mecanicista. Resulta paradójico que los mayores avances en la filosofía fueran conseguidos por filósofos idealistas como
Spinoza, Leibniz y Kant, y por encima de todos, Hegel. Esta contradicción la resolvieron Marx y Engels, que por primera vez combinaron la dialéctica con el método científico del materialismo.

Para su honor, G. E. Moore, intentó oponerse, no sólo al misticismo hegeliano, también al misticismo que inevitablemente surge de un empirismo parcial. El ejemplo de Berkeley y Hume demuestra a donde conduce esta forma de pensamiento: al pantano del idealismo subjetivo y al solipsismo (sólo existo “yo”). En La Naturaleza del Juicio (1899), Moore defendía una teoría del conocimiento que aceptara la existencia del mundo físico independiente de los sentidos.
En su ensayo titulado En defensa del sentido común, (1925), dice lo siguiente: “Desayuné esta mañana (por lo tanto existe el tiempo) y cogí un lapicero con la mano (por lo tanto el mundo externo existe)”. Aunque, evidentemente, es preferible esto al misticismo disparatado de Mach y Heisenberg, todavía resulta insatisfactorio. Este tipo de argumentos superficiales han impedido que la filosofía de un solo paso adelante desde los tiempos de Diógenes el Cínico, quién “demostró” la existencia del movimiento simplemente andando de un lado a otro. Dentro de ciertos límites el “sentido común” es útil. Pero más allá fracasa completamente y provoca errores serios. No debemos olvidar que el “sentido común” nos dice que el mundo es plano y que el sol gira alrededor de la tierra.

Para ir más allá del sentido de la percepción necesitamos hacer generalizaciones teóricas. Es inútil, como intenta Moore, combatir la metafísica apelando a las “creencias del sentido común”. ¿Porqué recurrir a este tipo de creencias? Esto equivale a recurrir a los prejuicios más comunes de la sociedad en la que vivimos. Al fin y al cabo, una vez más nos encontramos con una filosofía subjetiva y que además está firmemente vinculada al sistema dominante.

El “atomismo lógico”

Mientras que Moore defendía el regreso al “sentido común” -una respuesta típicamente anglosajona-, no sólo al idealismo, sino a cualquier tipo de pensamiento teórico que entrara en conflicto con el estrecho mundo de la experiencia, Russell, tomó un rumbo dirección completamente diferente.

Russell y, al principio Wittgenstein, pensaban que la estructura subyacente del lenguaje refleja eso del mundo y por lo tanto, un análisis del lenguaje revelaría verdades importantes de la realidad. En estas ideas, como hace tiempo señaló Hegel, sólo hay un germen de verdad. Pero se presentó de una forma tan parcial y estrecha que les llevó directamente a un callejón sin salida.

Russell discrepó con Moore al intentar elaborar una teoría y metodología nuevas. ¿Cómo dar una base científica a la lógica? Dándole un lenguaje matemático. En 1918-19 Russell, influenciado por un joven austriaco brillante -Wittgenstein-, publicó una serie de artículos titulados La filosofía del atomismo lógico, en ellos intentaba descubrir los principales mecanismos del lenguaje y de esta forma, revelar las estructuras fundamentales que el lenguaje describe.

Wittgenstein, se trasladó a Cambridge e inicialmente compartió la posición de Russell y Carnap, pero más tarde se volvió escéptico con la base matemática y la lógica y se alejó para dedicarse a estudiar el lenguaje normal. Anticipó la idea de que “toda la filosofía es una crítica del lenguaje”. Su intención era luchar “contra el encantamiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje”.

Esta clase de cosas se ha presentado seriamente como la “solución final” para todos los grandes problemas filosóficos del pasado. Poner en orden vuestra gramática y sintaxis ¡y todo irá bien! Como si todos estos problemas fueran el fruto de algún tipo de malinterpretación, por no hablar correctamente o por defectos formales del pensamiento. Ahora, por primera vez en 2.500 años, los grandes hombres de Oxbridge, de repente empiezan pensar y hablar con la claridad necesarias, aclaran todas las confusiones provocadas por despistados como Sócrates, Aristóteles y por supuesto, Marx.

La teoría del atomismo lógico se basa en una comprensión del lenguaje completamente equivocada. Esta deriva de una analogía superficial con la física. A la afirmación más simple se la llama “atómica” y la más compleja se la califica como “molecular”. Después de coger prestadas unas cuantas frases de la física, Russell, esperaba dar a sus afirmaciones un aire y un lenguaje científicos.

En esto no hay nada científico. Si hay algo menos adecuado para darle un tratamiento “reduccionista” es precisamente el lenguaje. El lenguaje es un todo complejo que es más que la suma total de sus partes individuales. La teoría de Russell refleja las deficiencias, no sólo de su estrecha y formalista filosofía, sino también los límites de la física de la época.

No hay nada nuevo ni siquiera en la filosofía lingüística. Esta filosofía ya estaba presente en los escritos de Locke, Berkeley, Hume y sobre todo Hegel, quien tuvo algunas ideas dialécticas brillantes acerca del lenguaje. El célebre Tracticus de Wittgenstein, es un buen ejemplo de cómo estos señores y señoras se enredan en sus especulaciones filosóficas sobre el lenguaje. Según Wittgenstein, sólo podemos conocer el mundo a través de las ciencias empíricas y el objetivo de Tracticus es descubrir las relaciones existentes entre el lenguaje y el mundo real.

El Círculo de Viena

Después de la Primera Guerra Mundial un grupo llamado el Círculo de Viena, encabezado por Rudolph Carnap, lanzó, con un sonar de trompetas, la escuela del empirismo lógico, y anunciaron al mundo que la “filosofía debía ser científica”. Desde entonces esta ha sido la batalla del positivismo lógico. Esta filosofía pretendía tener el derecho al monopolio del “método científico”.

Las otras filosofías -pasadas y presentes-, deben ser sometidas a los términos impuestos por la autoproclamada filosofía de la ciencia y si no se ajustan a sus principios, rápidamente son declaradas acientíficas o incluso metafísicas y son lanzadas a la oscuridad más ténebre. Aquí, en medio, gimiendo y rechinando los dientes, se encogen de hombros ante figuras como Marx, Hegel, Freud, Aristóteles, Spinoza, San Agustín y todos los metafísicos empedernidos, condenados para toda la eternidad por la Suprema Sabiduría de la filosofía de la ciencia.

Carnap comenzó con la percepción (La estructura lógica del mundo, 1928), continuó con la semántica (La sintaxis lógica del lenguaje, 1934) y finalizó con la lógica (Significado y Necesidad, 1947).

Ludwig Wittgenstein publicó su Tracticus Logico – philosophicus en 1922, con la loable intención de llegar al “pensamiento claro”, (la suposición de que los seres humanos antes eran incapaces de pensar claramente). Pero ya hemos tenido ocasión de señalar que uno de los sellos de esta tendencia es su destacable humildad. Las ideas básicas son las siguientes:

1) Todo discurso significativo consiste en, a) las sentencias formales de la lógica y las matemáticas, o b) las proposiciones basadas en los hechos de las ciencias especiales.

2) Cualquier afirmación que pretenda basarse en los hechos sólo tiene significado si es posible decir como se puede verificar.

3) Las afirmaciones “metafísicas”, no entrar en ninguna de estas clases y no tienen sentido.

4) Todas las declaraciones sobre la moral, la estética o los valores religiosos no son verificables científicamente y por lo tanto carecen de sentido.

De esta forma y en solo un par de líneas, sin ningún tipo de esfuerzo nos deshacemos de dos mil años de pensamiento humano. Todo aquello que no cabía en la estrecha camisa de fuerza de las reglas del positivismo lógico, era considerado incorrecto o un disparate. En comparación, las batallas de Julio Cesar y Napoleón son un juego de niños. Dios y el demonio, el materialismo dialéctico, el psicoanálisis, los escritos de Platón y Aristóteles, los de Spinoza, la Biblia, el Corán y el Torah son desechados sin el menor problema.

Después del ascenso de Hitler, Carnap y sus colaboradores se trasladaron a Estados Unidos donde sus ideas tenían gran influencia. Pero en todas partes el positivismo lógico llevó a un callejón sin salida. Bertrand Russell empezó con la lógica, siguió con los problemas de la percepción y finalizó con la semántica, un juego estéril de palabras y símbolos.
Su intención manifiesta era purgar a la filosofía de la metafísica. ¡Pero el camino del infierno está pavimentado de buenas intenciones! En lugar de combatir la metafísica idealista (esto sólo se podía adoptando un punto de vista materialista consistente, la única metodología verdaderamente científica), recurrieron a un subterfugio filosófico: “Como no podemos saber no debemos preguntar” (“la pregunta no tiene sentido”). En el mejor de los casos, esta posición conduce al agnosticismo y a un materialismo inconsistente. En el peor de los casos, lleva directamente al pantano del idealismo subjetivo.

En primer lugar nos encontramos es la extrema pobreza de pensamiento, el formalismo estrecho, la ausencia de un contenido real y la cobardía intelectual de todo este punto de vista. Debemos recordar que todos los avances del pensamiento humano, y en especial de la ciencia, fueron hechos por grandes pensadores estimulados por el desafío de lo desconocido y que no temían hacer preguntas que en ese momento no tenían respuestas. ¿Cómo se podían “demostrar empíricamente” las teorías brillantes de los atomistas griegos con la tecnología disponible en aquella época? Podemos imaginar a los antiguos homólogos griegos de estos filósofos de la ciencia mofándose de la ciencia de la “metafísica sin sentido” de Demócrito y Epicuro.

El positivismo lógico

Los oponentes del marxismo tienen por costumbre reírse de la cantidad de grupos escindidos en la izquierda política. Pero la situación no es muy diferente con los grupos que emergieron del positivismo lógico. Se trata de la misma melodía interpretada con diferentes tonos. En Gran Bretaña tenían su base en Oxford, allí G. E. Moore representaba una tendencia típicamente inglesa que defendía una aproximación “realista y de sentido común” a la ética y a la teoría del conocimiento.

En los primeros años del siglo XX, Bertrand Russell y Alfred North Whitehead, reaccionaron al predominante idealismo pseudo-hegeliano de una forma diferente, empezaron a desarrollar una “lógica nueva”, sus ideas están recogidas en una obra publicada en 1910-13 y a la que modestamente dieron el mismo nombre que la gran obra maestra de Newton, Principia Mathematica.

“El origen de la filosofía se halla en las realizaciones de los matemáticos que se propusieron limpiar su materia de sofismas y de razonamientos en pantuflos”. (Russell. Op. cit. p. 46).Este clase de lenguaje jactancioso también es típico de toda la tendencia del positivismo lógico, que, como Dühring, prometía mucho y dio prácticamente nada.

Hay que comprender el mundo con el análisis de las ideas, o peor aún, de las palabras. Regresamos de nuevo al antiguo misticismo del empirocriticismo de Mach y que Lenin rebatió en 1908. Russell da vueltas sobre el tema central de si los objetos físicos existen fuera de nuestros sentidos. En determinado momento, afirma que el observador tiene que deducir la existencia del mundo material porque es la mejor de las hipótesis disponibles para poder explicar sus experiencias. En otra parte dice que los objetos físicos hay que tomarlos como construcciones lógicas de los sentidos.

Esta obsesión con el lenguaje no es casualidad. Se ajusta muy bien al prejuicio tan profundamente arraigado del intelectual que, en realidad, equivale a ideas y palabras. Merece la pena recordar que el período en cuestión estuvo caracterizado por una agitación social sin precedentes. Una guerra mundial que causó millones de muertos, la revolución rusa, la crisis económica, la huelga minera de Gran Bretaña. Y, ¿en Oxford y Cambridge? Sólo gruesos volúmenes sobre el significado de las palabras e intentos de crear un “lenguaje perfecto”.

Una retirada a la atmósfera enrarecida de la sintaxis, la división del lenguaje en sus “átomos” y quizás el intento de dar sentido a un mundo carente de él. Mejor aún, negar su existencia. Este fue el camino de los escépticos griegos y romanos, de los monjes medievales, del Obispo Berkeley y ahora el de los autodenominados filósofos de la ciencia. ¿Cuándo en la historia de la filosofía se ha visto tanta ostentosidad?

Todas estas escuelas tienen un hilo común, la importancia tan exagerada que dan al lenguaje. “Al principio fue la Palabra”, escribía Juan Evangelista al principio de su evangelio. El positivismo lógico lo tomó como lema pero con una ligera modificación: no sólo fue al principio, también en el medio y al final.

Todo es una cuestión de palabras. Esto está totalmente en consonancia con la psicología y los prejuicios de esas personas que viven de las palabras, escritas o habladas. Una tierra sin nutrientes producirá sólo plantas débiles. Un entorno anémico sólo producirá una filosofía estéril. Como Hegel comentó: “Con lo poco con lo que se satisface el espíritu humano podemos juzgar el alcance de sus pérdidas”.

Si se reduce todo a las palabras y su significado (semántica) no habrá forma de escapar del idealismo. ¿Qué son las palabras si no la expresión de los pensamientos? Este supuesto “realismo científico” es, en realidad, una resurrección del idealismo pero con otra cara. Apelando simplemente al lenguaje, nos lleva un paso más allá del mundo material, así que, en lugar de preguntar si una idea concreta se corresponde con la realidad, debemos limitarnos a preguntar si una palabra o frase concretas corresponden con la idea que desean expresar

Una vez más vemos que toda la riqueza de la filosofía se reduce a un puñado de migajas desecadas. Sin negar en ningún momento la importancia del estudio del lenguaje y el significado como una rama especializada de la ciencia y la filosofía, el intento de reducir todo al lenguaje es francamente absurdo. En EEUU los seguidores de esta filosofía fueron Gilbert Ryle, J. L. Austin y P. F. Strawson entre otros.

La única “innovación” con relación a Mach es la introducción de la dimensión lingüística. Esto no representa ningún avance real, sencillamente empuja la idea un paso más allá de la realidad. En lugar de preguntar si una idea determinada es correcta o no (es decir, si refleja la realidad objetiva), ahora sólo podemos preguntar si una afirmación concreta es significativa o no. ¿Cómo sabemos si estamos diciendo algo “significativo”? ¡Por unas definiciones inventadas arbitrariamente por los propios positivistas lógicos! Es igual que jugar al fútbol y que las reglas sólo las pueda imponer el equipo al que se le permite marcar los goles, o más exactamente, que pueda imponer las reglas que le convienen. Nos recuerda a la lógica que utiliza Humpty Dumpty en Alicia en el país de las maravillas: “cuando utilizo una palabra significa sólo lo que yo quiero”.

Hay que verificar empíricamente todas las afirmaciones (el “principio de la verificación”). De esta forma, expresiones como “Dios existe” carecen de sentido porque no se pueden demostrar. Lo mismo ocurre con la mayoría de los grandes problemas centrales de la filosofía, incluida la lucha entre el idealismo y el materialismo. A éstos se les calificó de “no problemas” e igual que con las reglas del críquet, “la decisión del árbitro es la definitiva”. Así que desechemos toda la historia de la filosofía.

“Espere un minuto”, dice un estudiante en clase. “¿No se ha olvidado algo? Esta bien disponer de Dios, Marx y otros cuantos agitadores notables. ¿Qué ocurre con las verdades eternas de las matemáticas? ¿Cómo se puede verificar empíricamente la geometría euclidiana? Lo único que sabemos es que los axiomas matemáticos no están probados pero debemos confiar en su validez. ¿Cómo podemos verificar empíricamente la ley de la identidad si la mecánica cuántica parece demostrar lo contrario?

En este preciso momento el profesor neopositivista mira su reloj y decide que es hora de comer. No es capaz de responder a su ingenuo estudiante porque las llamadas verdades matemáticas y la lógica formal no se pueden demostrar empíricamente. En la profesión se las conoce como a priori (del latín, “desde el principio”). Simplemente, se consideran verdad desde el principio.

Entonces si somos consecuentes, no sólo Marx y Freud fracasaron con el principio de la verificación, también lo hicieron Pitágoras y Euclides. Hay que renunciar a todos por que son metafísicos perniciosos que nos engañan con disparates indemostrables No sólo el materialismo dialéctico está muerto, también han muerto las matemáticas y la lógica formal.
Ahora Tracticus corre al rescate con un truco que tenía oculto. Como en las pólizas de seguros donde tienes que leer la letra pequeña que siempre contiene una cláusula de excepción: las verdades matemáticas se declaran “analíticas” (un término robado de Kant). Las matemáticas son exactas, pero las tautología (truismo) como la sentencia “todos los solteros no están casados”, son verdades convencionales que llevan implícitas el uso de símbolos. ¡Qué sentido puede tener esto!

Su verdadero significado es que cuando nos enfrentamos a las contradicciones indescifrables de sus argumentos, estos caballeros “prácticos”, “con sentido común”, “científicos”, no dudan en recurrir a trucos descarados para cubrirse las espaldas. Y todo por su empeño dogmático de que todas las verdades tienen que derivar del conocimiento empírico. El materialismo dialéctico respondería: “sí, pero sólo en última instancia”. La historia del pensamiento es muy larga y ha adquirido vida y lógica propias, como la escoba del aprendiz de brujo.

Las leyes de la lógica formal, como las leyes de la dialéctica, son abstracciones que en última instancia derivan de la naturaleza. Pero una vez se han hecho estas importantes generalizaciones, es necesario que cada generación o individuo, la vuelva a descubrir a través de pruebas y errores (“empíricamente”). ¿Necesitamos reinventar una rueda? Si la respuesta es no, entonces, debemos aceptar que no todo el conocimiento procede necesariamente de la experiencia y las históricamente desarrolladas formas del pensamiento no sólo deben jugar un papel, sino que este debe ser el más importante. La única cuestión que debemos preguntar es si estas formas de pensamiento (dialéctica, lógica formal) reflejan, adecuadamente o no el mundo objetivo. Si como en el caso de los filósofos de la ciencia tenemos problemas a la hora de decidir si el mundo objetivo está allá fuera o no, entonces la situación es un poco delicada.

La “filosofía analítica”

Cuando más se hunden en la enredada maleza de la sintaxis, más y más se alejan de la realidad y llegan a un punto donde la mayoría de los “filósofos analíticos” actuales niegan que el lenguaje refleje el mundo objetivo. Han pasado tanto tiempo flotando alrededor de cimas enrarecidas que ahora han decidido que el lenguaje de los mortales no es suficiente. Han propuesto la creación de un lenguaje “ideal”, puro, preciso y libre de toda ambigüedad. Sin lugar a dudas se puede hacer un trabajo muy útil acerca del análisis lingüístico, pero de ahí a proclamar que este es la clave de todos los problemas fundamentales del conocimiento humano, realmente es una equivocación.

En el fondo la crisis de la ciencia moderna está relacionada con la división extrema del trabajo. Existe una gran dicotomía entre esos sectores de la ciencia que toman como punto de partida el mundo real, la experimentación y la práctica, y las denominadas “ciencias deductivas” y “a priori”: las matemáticas y la lógica. La tendencia de la física teórica y la cosmología a depender cada vez más de teorías matemáticas complejas, las han convertido en un instrumento incapaz de explicar el mundo real. La situación demanda una revolución de la lógica. Pero todas estas investigaciones semánticas y símbolos oscuros no provocaron una revolución.
Los positivistas lógicos sólo han servido los mismos y antiguos platos pero con diferentes guarnición. Expresar las mismas viejas ideas con símbolos oscuros que han tomado prestados de las matemáticas no les ha dado más validez. El único resultado ha sido incrementar el abismo que separa a esta casta de sacerdotes científicos con el “rebaño común”.

La filosofía por fin se ha vengado de aquellos que intentaban ignorarla. Aquellos que insistían en “los hechos” y maldecían la religión, la metafísica y todo lo demás, son los mismos responsables de reintroducir la religión y las ideas místicas en la ciencia. Todas las oscuras investigaciones sobre el lenguaje y la sintaxis, la búsqueda de un lenguaje “ideal”, un mundo de símbolos matemáticos y otras cosas por el estilo, en la práctica suponen una separación cada vez más acelerada del mundo de la realidad y la entrada en el más burdo idealismo.
La lógica formal y las matemáticas establecen una serie de reglas a priori (axiomas, teoremas, etc.,) fuera de ellas todo lo demás se deriva a través de un proceso de razonamiento deductivo. El lenguaje se desarrolla de una forma completamente diferente. En la realidad, el desarrollo histórico del lenguaje no se conforma con este método.

Cualquier intento de ajustarse a estos parámetros tan estrechos y arbitrarios estará condenado al fracaso. La gramática, el vocabulario y la sintaxis evolucionan históricamente, es el resultado de una interacción extremadamente compleja de diferentes fenómenos: sociales, económicos, políticos, nacionales, religiosos, culturales, etc., No son construcciones lógicas, sino que están socialmente determinadas. En cuanto a sus reglas, tienen una carácter totalmente diferente a las reglas de la lógica formal y la matemática.

Una reglas muertas no pueden dar vida a las palabras. Además hay que explicar estas reglas. En general, esta obsesión con las palabras y el lenguaje simplemente nos aparta del sujeto real de nuestra investigación: la realidad material. No importa en que momento comenzamos, nos encontramos discutiendo algo con otro conjuntamente, a saber, “lo que quieres decir cuando dices A, B, C…” y así hasta el infinito, como un hombre que trata de calmar la sed bebiendo agua salada. Incluso aunque sea válido (y la investigación del significado de las palabras por supuesto es un ejercicio útil), no nos lleva muy lejos en la verdadera tarea que tenemos entre manos y con frecuencia, produce exactamente el efecto contrario, nos recuerda a las discusiones interminables y estériles de los escolásticos medievales sobre cuantos ángeles podían bailar en la cabeza de un alfiler.

Esta camino finalmente nos hace regresar al subjetivismo, perfectamente ejemplarizado en la teoría del “lenguaje privado” de Russell y Moore. Lo que cada individuo “conoce” -de acuerdo con esta teoría- no es el mundo objetivo, sólo conoce sus propias sensaciones, ideas y voluntades. No es un fenómeno físico, es un fenómeno mental. Las cosas “conocidas”, esencialmente, son privadas e individuales, es decir, inaccesibles para los demás. El lenguaje es un fenómeno social. Históricamente, surge de las demandas de la producción colectiva y cooperativa. La idea de un lenguaje “privado” por sí misma es una contradicción. Es una manifestación extrema de la idea de “atomismo”, trasladada de la física al lenguaje y del lenguaje a la sociedad.

Si este fuera el caso, ¿cómo se puede conocer y expresar el mundo físico? En realidad, nos encontramos ante una trivialización de la filosofía, su reducción a lo más común o las investigaciones en este o ese detalle. Esta teoría inútil y sin ningún sentido demuestra claramente que los filósofos lingüísticos si hay algo que no comprenden, ese algo es precisamente el lenguaje. El callejón sin salida de la filosofía lingüística
“Estoy tentado a decir de los metafísicos lo que Scalinger solía decir de los vascos: dicen que se comprenden el uno al otro cuando en realidad no se creen una palabra”. (Nicolas – Sebastien Chamfort. Maximes et Pensees. Ch.7)

En 1929 Wittgenstein regresó a Cambridge desde Austria y rápidamente dio un cambio radical en las posiciones que había defendido anteriormente en el Tracticus. Ya no defendía las anteriores ideas del atomismo lógico. Así tenemos una curiosa escisión entre el primer Wittgenstein y el posterior. Dejó de lado la pretensión de representar un “sistema científico” y ahora recurría a notas sueltas y párrafos aislados que parecían más un estado de confusión que un sistema de pensamiento. En ellas podemos encontrar pronunciaciones aisladas sobre la filosofía de las matemáticas, la ética o la estética.
Sin duda fue positivo que abandonara esa idea inestable de que el lenguaje es un asunto simple y que por lo tanto se puede reducir a una serie de reglas rígidas. El lenguaje se puede utilizar para los propósitos más variados y no se puede determinar a priori unos cuantos principios. Russell (y el primer Wittgenstein el de Tracticus) tomó la lógica simbólica como modelo de las estructuras fundamentales del lenguaje. Pero la lógica formal y las matemáticas son malos modelos para el lenguaje.

Locke decía que para expresar una idea significativamente es necesario tener en mente una regla y aplicarla correctamente. Wittgenstein, frente a esta idea, señaló que una regla por sí misma está agotada. Era como una regla en manos de alguien que nunca aprenderá a utilizarla, una secuencia simple de palabras. Las reglas no pueden obligar o guiar a una persona a menos que él o ella sepa como utilizarlas; lo mismo se puede aplicar a las imágenes mentales que con frecuencia se piensan para proporcionar el patrón de uso de las expresiones lingüísticas. Wittgenstein, correctamente, sostiene que:


A.    Lo que resulta de la vida mental de un individuo sólo se puede expresar en un lenguaje que solo esta persona comprendería.

B.    Este lenguaje “privado” no sería lenguaje como tal.

C.    Es imposible decir nada sobre este lenguaje “privado”, ya que por definición, no hablamos de un lenguaje accesible a cualquiera sino a la persona en cuestión.

Su obra posterior muestra un proceso de desintegración formada por aforismos inconexos, algunas ideas inútiles y sin una visión de conjunto. En ningún momento creó una “escuela”, aunque algunos se consideren “wittgenstanianos” (G. E. Anscormbe, Norman Maleon, etc.,), su filosofía está formada principalmente por llamamientos al “sentido común”, al lenguaje cotidiano y otras cosas por el estilo.

Los intentos de crear un lenguaje ajustado a las reglas de la lógica formal, dentro de ciertos límites, pueden ayudar a conseguir una forma de expresión más clara. Pero el lenguaje es un instrumento inmensamente rico, variado y poderoso que implica una evolución de millones de años. No se puede reducir a los límites estrechos prescritos por la lógica formal, una forma de pensamiento extremadamente limitado y en última instancia insatisfactorio. Es típico de la parcialidad de esta lógica que en el lenguaje formal elaborado por Russell y Whitehead en su Principia Mathematica sólo admite afirmaciones de verdadero o falso.

Ni siquiera el lenguaje cotidiano se restringe a este tipo de afirmaciones, si lo intentamos, el lenguaje pronto se rebelaría contra cualquier intento de encorsetarlo. En nuestra forma normal de hablar no nos limitamos a simples afirmaciones de “sí” o “no”, también preguntamos, ordenamos, hacemos (y rompemos) promesas o expresamos creencias (no todas lógicas). Hablamos de posibilidades, probabilidades e incluso de certezas. Además, existe toda una gama de expresiones para formular sentimientos o emociones y que no podrían escribirse como una ecuación matemática, porque juegan un papel importante en la vida real de los hombres y mujeres. Una breve reflexión será suficiente para exponer en pocas palabras la naturaleza arbitraria, superficial y disparatada de toda esta teoría.

Otros filósofos han intentado compensar estas deficiencias con el desarrollo de nuevos “sistemas de lógica”. Pero ninguno de ellos ha estado dispuesto a empuñar la ortiga y enfrentarse al principal defecto de la lógica formal, que se encuentra en sus propias leyes básicas. Un grupo de lógicos ha rechazado la ley del medio excluido (A no es igual a B). Esto es un paso adelante pero todavía insuficiente. No es posible dar ningún paso adelante real hasta que no se admita que la ley de la identidad (A = A) por sí misma es incompleta y qué ocurre lo mismo con la ley de la contradicción (A no es igual a no A), que se la supone deducida de ella.

Para ser justos con Wittgenstein, después de ayudar a Russell en su intento de encorsetar el lenguaje en su sistema arbitrario, posteriormente, él llegó a decir que todo el método estaba equivocado, incluso desde el punto de vista del funcionamiento del propio lenguaje. El lenguaje es un fenómeno muy complejo, donde aparentemente afirmaciones análogas expresan una miríada de significados diferentes, incluso en algunos casos significados contradictorios.
Hegel ya señaló este aspecto en La ciencia de la lógica. Un estudio detallado del lenguaje en sí mismo es una tarea vital para la ciencia moderna, estrechamente vinculado con la tecnología de la información y toda la cuestión de la “inteligencia artificial”. Pero no puede tener éxito si se limita a un estudio abstracto de la estructura del lenguaje, separado y apartado del estudio de la psicología, la filosofía, el funcionamiento del cerebro, el sistema nervioso, el mundo material y la sociedad que imbuye a los sonidos producidos por nuestras cuerdas vocales con un contenido y un significado real.

El estudio del lenguaje no es una simple cuestión de la estructura de las frases. Es necesario estudiar las bases históricas y sociales del lenguaje. Wittgenstein señaló, correctamente, que los límites del lenguaje son los límites del mundo. Por ejemplo, los inuits (esquimales) tienen más palabras para designar la nieve que cualquier otro idioma y eso les permite hacer una clasificación más detallada de esta materia. Esto es un reflejo de su forma de existencia y de su economía. Para ellos las distintas variedades de nieve tienen una importancia vital para la caza, y por lo tanto, para su supervivencia. Se pueden encontrar ejemplos similares en todos los idiomas.

El lenguaje es producto de un largo período de desarrollo social. Su contenido y sus formas se han transformado en muchas ocasiones y todavía lo hacen. El funcionamiento del lenguaje no sigue unas reglas simples y rígidas. Intentar hacer esto sólo ha servido para demostrar la imposibilidad de llevar adelante esta tarea. Lo que se suponía algo simple y sencillo se ha convertido en su contrario, una cosa contradictoria y compleja

La escuela del empirismo lógico representada por Carnap, Reichenbach y otros, forma parte de la tendencia general del positivismo lógico. Se puede ver por la reducción de la filosofía al análisis lógico del lenguaje, no sólo al análisis sintáctico (como en los años treinta), también al análisis semántico. En esta tendencia está implícita la idea de que es imposible obtener una prueba objetiva de la existencia del mundo material. Intentan dar a entender que pueden ofrecer “un lenguaje empírico de la ciencia”, pero eso no significa el reconocimiento del mundo material, sólo formas “intencionales” de organizar los datos obtenidos a través de los sentidos. Sin embargo, esta escuela representa un cierto paso adelante frente a las posturas anteriores. Al alejarse de generalizaciones filosóficas y concentrarse en áreas específicas de la investigación, hicieron contribuciones positivas en algunos campos de la investigación lógica.

J. Ayer

“’Hay gloria para ti’! No sé qué significa ‘gloria’, respondió Alicia. ‘!Significa que hay una agradable discusión atropellada para ti¡’ . ‘Pero ‘gloria’ no significa ‘una agradable discusión atropellada para ti’, objetó Alicia. ‘Cuando uso una palabra’, dijo Humpty Dumpty con un cierto tono de desprecio, ‘significa lo que yo elijo, ni más ni menos’”. (Lewis Carroll. Alicia en el país de las maravillas)

El más destacado de los neopositivistas fue A. J. Ayer. Mientras que los escritos de Wittgenstein eran tratados oscuros escritos para unos pocos iniciados, las dos obras de A. J. Ayer: El lenguaje, la verdad y la lógica (1936) y El problema del conocimiento fueron escritos para una audiencia de masas. Su postulado básico es que no se puede aprender nada que no proceda de los “métodos de las ciencias empíricas”. Esto se reduce a la vieja idea empirista: “yo interpreto el mundo a través de mis sentidos”. (La famosa frase de Locke: “No hay nada en el intelecto que no se derive de los sentidos”).

Igual que Mach -a quien sencillamente plagió-, Ayer pretende rechazar el idealismo subjetivo, pero en la práctica, dice que sólo podemos conocer el contenido de los sentidos (las impresiones sensoriales de Mach) y por lo tanto, no podemos demostrar la existencia del mundo físico. En El problema del conocimiento, repite casi palabra a palabra, la polémica fraudulenta que Mach sostuvo contra el denominado “realismo ingenuo” (materialismo). Ante este subterfugio Lenin respondió:

“El remitirse al ‘realismo ingenuo’, supuestamente defendido por tal filosofía, es un sofisma de los más mediocres. El ‘realismo ingenuo’ de toda persona cuerda que no haya pasado por un manicomio o por la escuela de los filósofos idealistas consiste en admitir que las cosas, el medio, el mundo existen independientemente de nuestra sensación, de nuestra conciencia, de nuestro yo y del hombre en general. La misma experiencia (en el sentido humano de la palabra y no en el sentido machista), que nos ha convencido firmemente de que existen, independientemente de nosotros, otros hombres y no simples complejos de mis sensaciones de lo alto, lo bajo, lo amarillo, lo sólido, etc., esta misma experiencia nos convence de que las cosas, el mundo, el medio existen independientemente de nosotros.

Nuestras sensaciones, nuestra conciencia son sólo la imagen del mundo exterior, y se entiende por sí solo que el reflejo no puede existir sin lo reflejado, mientras que lo reflejado existe independientemente de lo reflectante. El materialismo asienta conscientemente su teoría del conocimiento en la convicción ‘ingenua’ de la humanidad”. (Lenin. Op. cit. pp. 66-7).
Los movimientos de contorsión lógicos son una característica constante de los escritos de los positivistas lógicos , pero alcanza proporciones estrafalarias cuando vemos el siguiente extracto de El Problema del conocimiento, donde Ayer se enreda en la cuestión de si es posible demostrar la existencia de otras personas y otras mentes. Por ejemplo, ¿cómo se si hay algún otro dolor de muelas? Pedimos disculpas por adelantado a los lectores por abusar de su paciencia y tener que leer las siguientes líneas, por nuestra parte no dudamos de su existencia o de su capacidad de sufrir considerables dolores. Sólo podemos presentar como circunstancia atenuante que si lo omitiéramos podrían pensar que nos lo hemos inventado todo.

“Si me digo a mi mismo que sufro, estoy haciendo referencia a un sentimiento del cual sólo yo soy consciente; si mi afirmación es verdadera podría ser que también mostrara ciertas señales externas de sufrimiento, pero yo no digo que sea así: eso no forma parte de mi afirmación. Incluso aunque formara parte de mi afirmación no es ese su significado. Pero si digo que alguien sufre, lo que quiere decir mi afirmación es que esa persona muestra síntomas de sufrimiento, que su cuerpo está en tal o cual estado, que se comporta o está dispuesto a comportarse de tal o cual manera. Pero eso es todo lo que puedo, presumiblemente, observar.

Una objeción obvia a esta tesis sería suponer que las afirmaciones que hago sobre mis sentimientos, tienen el mismo significado para cualquier otra persona que para mi. Así, si alguien me pregunta si sufro, respondo que sí, pero mi respuesta, como yo la entiendo, no es una respuesta a su pregunta. Lo que yo hago es informar de un sentimiento determinado,  porque es en el sentido en el que estaba interesada la otra persona, su pregunta sólo puede ser vista como una pregunta sobre mi condición física. Por eso, si él dice que mi respuesta es falsa, no me está contradiciendo: porque lo único que puede hacer es negar que yo muestro los signos propios del sufrimiento y no es esto lo que yo afirmé; es lo que él entendió que yo afirmaba pero no lo que yo entendí”. (Ayer. Op. cit. pp. 214-5).

La razón de esta gimnasia mental es que Ayer sabe que la conclusión inevitable de su postura es el solipsismo -el concepto de que sólo existo yo-.

Lenin demostró en el caso de Mach que el positivismo lógico, necesariamente, implica una negación de la objetividad del mundo material. Y no existe otra conclusión posible. Igual que Mach, Ayer recurre a un subterfugio, pretende polemizar contra lo que él llama escepticismo y al mismo tiempo se distancia del materialismo (realismo ingenuo). Ayer dice correctamente del escepticismo que “… si la teoría fuese correcta, esta distinción entre lo mental y lo físico, entre lo que es privado y lo que es público, en ningún caso sería por cuenta propia… La imagen que presenta esta teoría es la de varias personas encerradas en las fortalezas de sus propias experiencias. Ellas pueden observar los almenajes de otras fortalezas pero no pueden entrar en ellas. No sólo eso, ni siquiera pueden concebir que existe algo detrás de ellas”. (Ibíd. pp. 215-6).

El que Ayer, igual que Mach, intentase distanciarse de estas conclusiones monstruosas no cambia nada. Desde su punto de vista filosófico no tiene argumentos reales contra los llamados escépticos. En última instancia, todo se reduce a un llamamiento al “sentido común” y a la fe en la existencia de un mundo físico, de otras personas o en que el mundo existiera antes que él u otra persona estuviera presente para observarlo. A partir de sus ideas no se puede deducir lógicamente nada porque éstas, en realidad, son menos consistentes que la posición de aquellos que niegan abiertamente la existencia del mundo objetivo. El problema es que es imposible discutir con lunáticos utilizando la lógica de los lunáticos.

Lógica y ética

Antes de la existencia de la televisión, la gente solía leer esas novelas donde el héroe era atado mientras la heroína esperaba un destino peor que la muerte. El lector se muerde las uñas hasta que llega el siguiente capítulo donde el héroe finalmente se escapa con la famosa frase: “¡Con un solo salto se liberó!”.

Cuando entramos en el reino de la filosofía moral, la situación de la filosofía de la ciencia se vuelve tan desesperada como la del héroe de la novela. Hume, el ancestro espiritual de esta línea del pensamiento, decía que no se debía sacar una conclusión que no procediera de la práctica. Desde el punto de vista limitado del principio de verificación, toda la ética debería desecharse por ser un disparate redomado. Los filósofos durante siglos se han exprimido el cerebro buscando la definición de “bueno” y “malo”. ¡No importa! Los filósofos de la ciencia pueden arreglar estos problemas en menos tiempo de lo que se tarda en decir “investigación empírica”. ¡Lo único que debes hacer es descartar del conjunto aquello que no funcione!

Durante miles de años la cuestión del significado de “lo bueno” ha ocupado un lugar central para los grandes filósofos, Sócrates, Platón, Aristóteles, Spinoza, Kant, Hegel. Finalmente, Marx y Engels demostraron que la moralidad no era una categoría suprahistórica e inmutable,  la moralidad ha evolucionado con la sociedad y en última instancia, viene determinada por el orden económico y social existente, refleja los intereses y las actitudes de una clase definida. La relatividad histórica de la moralidad es un libro cerrado para los positivistas lógicos. Para ellos la moralidad no es una relación social y una forma de conciencia especial determinada históricamente, para ellos es simplemente una cuestión de lenguaje. El análisis de este fenómeno social extremadamente complejo y que durante siglos ha ocupado un lugar importante en las grandes mentes, ahora se ha conseguido resolver de una vez por todas sencillamente reduciéndolo a un análisis de las palabras.

En lugar de preguntar en qué consiste la moralidad y cual es su base en la vida real, ellos buscan una definición de los juicios y términos de la moral. Haciendo gala de esa modestia que se ha convertido en su sello, inventaron una nueva y revolucionaria palabra -“metaética”-, y que se suponía resolvería toda la cuestión. No es una teoría de la ética sino una concepción abstracta y escolástica, completamente separada de la vida real. En lugar de un estudio verdadero de las raíces de la moralidad, tienen discusiones interminables sobre el significado de las palabras y esperan hacer comprensible la ética preguntando en que sentido se utilizan palabras como “bueno”, “malo”, “demonio” y “deber”.

Un método incorrecto, inevitablemente, provocará resultados incorrectos. Los filósofos de la ciencia intentaron aproximarse a la moralidad desde el punto de vista de las ciencias naturales. En realidad, el criterio arbitrario del positivismo lógico en general resulta inútil en las ciencias físicas. ¡Y esperaban que fuese útil en el reino de la moralidad! ¿Cuándo ha producido resultados que hagan época? ¿Pueden los sentidos percibir el bien y el mal? No. ¿Se puede demostrar experimentalmente? No. La conclusión es evidente. Existen pseudoconceptos, acientíficos y metafísicos que un filósofo de la ciencia que tenga amor propio no se atrevería a utilizar.

El hecho de que estos pseudo-conceptos hayan jugado y continúen jugando un papel poderoso en la vida de la sociedad, sólo se puede explicar por la perversidad y la ignorancia de la raza humana, que, después de escuchar la palabra de los filósofos de la ciencia, persista tercamente en sus errores, motivada por pseudo-conceptos y luchando por pseudo-resultados. En vista de esto, el filósofo de la ciencia sacude la cabeza y regresa a su estudio, allí cierra la puerta a un mundo que no está preparado para escuchar su mensaje.

Lo único que pueden decir es: veis “la ciencia no necesita adjuntos” como las matemáticas y la lógica. Además, no se pueden verificar ni su definición ni su convención lingüística. El problema es que la aplastante mayoría de los seres humanos persisten en considerar algunas cosas como buenas y a otras como malas. Están tan convencidos que no importa cuantas veces se les diga que estos conceptos no son verificables y tercamente persisten en su creencia. Lo peor es que parece regir todas sus acciones, desde las más pequeñas a las más importantes, desde la compra de una camiseta al voto en unas elecciones. Lo que deshecha la filosofía de la ciencia por ser una irrelevancia sin significado, resulta ser un elemento bastante significativo en la vida social y que todavía necesita una explicación. En otras palabras, un problema no se elimina simplemente afirmando que no existe tal problema.

El positivismo lógico piensa que la moralidad es lo relacionado con los sentimientos en una situación determinada. La sentencia, “no se debe robar”, simplemente significa, “tengo un sentimiento negativo hacia el robo”. Así la moralidad se reduce a un estado de la mente completamente subjetivo por parte del individuo. Como llegan millones de individuos a tener exactamente el mismo estado mental en las materias más variadas es un completo misterio. Pero más misterioso aún es como estos estados colectivos de la mente pueden cambiar en su contrario, dependiendo si viven bajo la esclavitud, el feudalismo, el capitalismo o el comunismo tribal.

Nuestro respetable positivista lógico después de hacer la cama ahora quiere descansar. Pero ahora tendrá más espacio que antes porque sin ningún tipo de ceremonias ha echado a la lógica, la matemática, la ética y la moralidad.

Aunque todavía le queda la religión y la metafísica. Eso es lo que piensa. El agnosticismo es una forma de eludir la religión simplemente ignorándola. Ya que no se puede verificar empíricamente llegamos al acuerdo no hablar de ella, igual que las personas educadas acuerdan no mencionar temas desagradables en la mesa a la hora de comer.  Desgraciadamente, hoy en día millones de personas en todo el mundo no ignoran la religión y por lo tanto no se pueden deshacer de ella tan ligeramente. Frente a los fanáticos religiosos y los fundamentalistas, al menos el agnosticismo se puede considerar medio paso en la dirección correcta. Pero es insuficiente, precisamente, porque es sólo medio paso, y por lo tanto, deja mucha libertad para que regresen todos los antiguos disparates.

Aunque algunos de los actuales seguidores de la “filosofía analítica” probablemente se consideran materialistas, todavía sigue sin resolver el problema de la diferencia entre lo mental y lo físico.

Cada vez más se elaboran teorías sin hacer referencia al marco físico, todas son el resultado de la deducción a partir de determinados axiomas, teoremas, ecuaciones, etc., Lo peor de todo es que los hechos tienen la obligación de adaptare a la teoría. La escuela de Oxford de “filosofía analítica” mantiene que la filosofía es una disciplina “a priori” en la que el filósofo está en posesión de los conceptos que él o ella necesita y por lo tanto no necesita observaciones para el propósito de su análisis.

Como la rana toro en la fábula de Esopo aspiró hasta que “reventó”, las pretensiones de la “filosofía analítica” también se desacreditarán. Sus defensores iban a resolver todos los problemas de la filosofía con sólo llegar a las raíces del lenguaje moral y exponer los errores derivados de su mal uso. En cambio sólo han acumulado confusión sobre confusión y al final han llegado a un callejón sin salida.

La pobreza del popperismo

“No hay absurdo que no haya sido apoyado por algún filósofo”. (Cicerón. De Divinatione).

Si no fuese un tema tan serio resultaría cómico. De la manera más pomposa posible, los abogados de la teoría menos científica imaginable, inmediatamente echaron a un lado al resto de tendencias y orgullosamente se autoproclamaron los filósofos de la ciencia. Era el equivalente intelectual al intruso que se cuela en una fiesta. Y, algunas veces ocurre que los invitados a la fiesta pueden ser demasiado educadas o temen armar un alboroto y prefieren cerrar la puerta, callarse y dejarlo estar. También puede pasar que dentro aparezca alguien en su ayuda y grite: “son amigos míos”.

Niels Bohr y Werner Heisenberg jugaron un papel importante en el desarrollo de la mecánica cuántica. Trabajaron juntos y desarrollaron la denominada Interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica que comentaremos más tarde. Sin embargo su forma de enfocar el tema fue diferente. Bohr era un científico pragmático y Heisenberg siempre se inclinó hacia una postura más filosófica, durante un tiempo aceptó las teorías del positivismo lógico. La Interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica está impregnada del espíritu del idealismo subjetivo.

Ya fue bastante malo que esta tendencia pretendiera hablar por la “ciencia moderna” en el terreno de la filosofía. Pero no era suficiente para ellos. También tenían que enseñar sus ideas a los científicos. Si ellos realmente eran filósofos de la ciencia, entonces ¡todos los científicos deberían hacerles caso! Elaboraron un “método científico” que era infalible y todos debían aceptarlo, sino serían denunciados por anti-científicos. Y si alguien pensaba que era un chiste tendría que buscarse un empleo ¡como le ocurrió al psicoanálisis!

Sólo existía un pequeño problema. Los niveles de la denominada logicalidad fijados por estos caballeros no tienen nada que hacer con la práctica real de la propia ciencia. La práctica mayoría de los científicos se encogieron de hombros y siguieron con su trabajo como si no existieran estas personas, aunque no evitaron que siguieran haciendo un ruido ensordecedor.

Uno de los más ruidosos fue Karl Popper que murió recientemente. Como Napoleón, que se autocoronó emperador, Popper se autoproclamó el filósofo de la ciencia, y sin esperar el resultado de un referéndum sobre esta cuestión, procedió a establecer su corte por todo el mundo. Y entre una de sus feroces polémicas contra Marx (a quien no comprendía), escribió un gran tratado sobre el método de la ciencia (a la que interpretaba de una forma completamente parcial). El que esta clase de disparates sean tomados en serio durante tanto tiempo es una prueba más del vacío existente en la filosofía moderna.

¿Inducción contra deducción?

En 1934, Popper que entonces vivía en Viena, publicó su libro La Lógica del descubrimiento científico. En esta obra Popper rechaza categóricamente el método inductivo e insiste en que todas las conclusiones se deben extraer a partir de la deducción lógica. En concreto rechaza el método inductivo basado en la observación. Para obtener el certificado de Popper de “mérito a la ciencia”, una teoría debe ser internamente consistente, no debe ser una tautología y debe hacer predicciones que se puedan probar. Además sostenía que los resultados de una prueba no podían verificar una teoría, en tal caso sólo refutarla.

Todo esto que suena muy bonito está completamente de acuerdo con el método de la lógica formal. Pero guarda muy poca relación con la práctica real de la ciencia. Un físico comentó que las ideas de Popper eran buenas estratégicamente, pero tácticamente indefendibles, en otras palabras, hermosas en (lógica formal) teoría, pero como un paraguas lleno de agujeros -“inútil precisamente para el objetivo que decía perseguir”-.

La inducción (del latín inducere) es otro método de razonamiento. Ya era conocido por Aristóteles pero cuando consiguió gran aceptación fue durante el Renacimiento, cuando fue defendida por Bacon y Galileo. Como forma de razonamiento, la inducción procede de los hechos más simples para llegar a proposiciones generales. Los hombres y las mujeres siempre han hecho generalizaciones basándose en su experiencia, a menudo han llegado a conclusiones correctas, pero otra vez no.

Consideremos un ejemplo de razonamiento inductivo. Un niño se quema la mano y saca la conclusión, basada en su experiencia, que no es una buena idea acercarse al fuego. “El fuego (en general) quema”. Este es un razonamiento inductivo, procede de lo particular a lo general. En este caso la conclusión es perfectamente válida y bastante útil. Pero consideremos otro ejemplo. Un pavo recibe cada mañana la visita de una amable anciana con una bolsa de maíz en la mano. El pavo, por el método del razonamiento inductivo, tendría que sacar la conclusión que señora significa comida. Esta conclusión también procede de la misma experiencia repetida muchas veces, para ser exactos, 364 veces. Después, una mañana, la esposa del granjero aparece con un cuchillo de carnicero en la mano. Aquí la lógica inductiva del pavo demuestra ser un poco defectuosa y por supuesto no le va a ayudar a clarificar su dilema existencial.

La inducción científica, como su equivalente popular, también consiste en extraer todo tipo de conclusiones basadas en el número de elementos de esa clase. Pero aquí el terreno para la conclusión es proporcionado por el descubrimiento de las relaciones esenciales entre los elementos estudiados y demuestra que esa característica determinada debe tenerla toda la clase. La tarea de descubrir estas relaciones necesarias implica una observación detallada. La inducción significa el estudio experimental de las cosas de forma que pasemos de los hechos sencillos a las generalizaciones.

El método deductivo, a juzgar por las apariencias, es exactamente lo contrario que la inducción. La deducción consiste en demostrar o deducir una conclusión, de acuerdo con las leyes de la lógica, a partir de una o más premisas. El método deductivo no parte de las experiencias particulares, lo hace a partir de axiomas que desde el principio se aceptan como válidos. Es el método tradicional de las matemáticas, por ejemplo la geometría clásica basada en los axiomas de Euclides y que durante siglos se suponía que representaban verdades absolutas, válidas en todo momento y en todas las circunstancias. El razonamiento deductivo procede de lo general (ley) a lo particular.

La lucha entre la inducción y la deducción se remonta al siglo XVII, a las enfoques diferentes que adoptaron dos grandes pensadores científicos: Bacon y Descartes. El inglés, Bacon, fue el padre del empirismo y del método de razonamiento inductivo que intenta derivar las teorías sólo a partir de los hechos observados. En el caso de Bacon la observación resultó fatal porque murió de bronquitis cuando realizaba un experimento sobre la refrigeración, intentando rellenar un pollo con nieve.

Descartes se aproximó a la ciencia desde un punto de vista diametralmente opuesto. Tomó como modelo la geometría de Euclides e intentó desarrollar teoremas consistentes y coherentes derivados de la razón pura, sin recurrir a la prueba insegura de los sentidos. Su método fue el racionalismo que se convertiría en la tradición principal en Francia. El empirismo de Bacon triunfaría al otro lado del Canal. Ambos métodos, en sentidos diferentes, hicieron avanzar la ciencia y permitieron realizar grandes descubrimientos.

Pero ni de la deducción ni la inducción, por sí mismas, pueden abarcar todo el paisaje. El problema del método de Bacon es que los hechos no se seleccionan a sí mismos. Se necesita una teoría inicial (hipótesis) e incluso decidir que observaciones habrá que hacer en primer lugar. Además, los resultados de la inducción siempre tienen un carácter más o menos provisional.

Por ejemplo, una persona que haya observado a cien cisnes podría sacar la conclusión de que todos los cisnes son blancos. Esta es una conclusión inductiva. Pero estaría equivocada porque algunos cisnes son negros. Engels dice que “el empirismo de la observación por sí solo nunca puede demostrar la necesidad de una manera adecuada”. (Engels. Op. cit. p.183).

No hemos tenido que esperar a Karl Popper para que nos señalara los límites de la lógica inductiva. Pero otra cosa muy distinta es negar completamente la validez de la inducción. La inducción juega un papel necesario en la ciencia y en la vida cotidiana. ¿Es realmente necesario para alguien beber toda el agua del mar antes de estar preparado para admitir que el agua del mar está salada? El intento de Popper de eliminar la inducción de la ciencia demuestra una lamentable ignorancia, tanto de la auténtica relación entre la deducción y la inducción, como del funcionamiento de la ciencia en la vida real.

Hasta finales del siglo XIX el método deductivo era utilizado casi exclusivamente en las matemáticas. No fue hasta el siglo XX cuando se intentó aplicarlo a campos como la física, la biología, la lingüística, sociología, etc., A pesar de todas las pretensiones hechas en su nombre, la experiencia ha demostrado que el método deductivo-axiomático es bastante limitado en cuanto a sus resultados. La controversia entre inducción y deducción no tiene sentido porque en la práctica, la inducción siempre va acompañada de la deducción.

Incluso en un método tan autosuficiente como es el materialismo dialéctico, ambos se encuentran combinados como aspectos diferentes del proceso de conocimiento de la realidad, están inseparablemente unidos y se condicionan mutuamente.

En el artículo de The Economist antes mencionado se crítica el rechazo del método inductivo por parte de Popper:

“Varios filósofos cuestionan también el rechazo de Popper a la inducción. El uso de la inducción, dicen, es lógicamente insatisfactorio, pero es inevitable. Las deducciones del mundo real son tan buenas como las suposiciones sobre el mundo real en las que se basan. Estas suposiciones descansan en la inducción, como hace la interpretación del científico de los resultados experimentales que prueban las conclusiones a las que ha llegado. Tanto en la formación de hipótesis como en la interpretación de las pruebas, un científico hace la suposición básica de que la naturaleza se comportará en otros lugares y en otros momentos como se comporta aquí y ahora. Ese es una suposición inductiva. La doctora Jeniffer Trusted es una filósofa británica que sitúa la inducción en perspectiva. La inducción, dice ella, es esencial pero no suficiente para el conocimiento del mundo real. Lo mismo se podría decir de la deducción”.

Esta última observación es absolutamente correcta y va directa al centro de la cuestión. Ni la inducción ni la deducción, por sí solas son suficiente. Es necesario combinarlas y eso es lo que hace la dialéctica. La deducción también es una conclusión y por lo tanto, la inducción también es una clase de deducción. Por otro lado, todas las deducciones están, en última instancia, derivadas de la realidad material. Esto es verdad incluso en los axiomas, que se suponen son producto de la “teoría pura”. Por ejemplo, uno de los axiomas de Euclides afirma que una línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, este axioma es el resultado de una larga experiencia y de la observación. Engels explica la parcialidad tanto de la deducción como de la inducción cuando ambas se aisladas y también explica la relación dialéctica entre las dos:

“La inducción y la deducción van a por fuerza juntas, lo mismo que la síntesis y el análisis. En lugar de elogiar unilateralmente la una a expensas de la otra, podríamos tratar de aplicarla, cada una en su lugar, y ello sólo puede ser si se tiene en cuenta de que van juntas, de que se complementan”. (Engels. Op. cit. p. 182).

¿Cómo podemos predecir

La insistencia de Popper en que todas las conclusiones tienen que proceder de la deducción va en contra de la realidad de la práctica científica. Además aquellas áreas de la ciencia -como en ciertas ramas la física de partículas y la cosmología-, que han desarrollado una excesiva independencia del método deductivo y el razonamiento abstracto, están cada vez más desorientadas. Demostrar una nueva hipótesis no es algo tan sencillo como cree Popper. Hay muchas teorías que tienen un uso cotidiano a pesar de saber que no son las más adecuadas, pero no disponemos de otras mejores, un ejemplo es la ley de Hooke, utilizada por los ingenieros para demostrar la relación existente entre la tensión y la presión de un material.

En un artículo bastante perspicaz (por desgracia sin firmar) publicado en la sección de ciencia de The Economist en diciembre de 1981, las ideas de Popper sobre la ciencia son sometidas a un profundo análisis y con unos resultados devastadores:

“Hay muchos experimentos donde no puedes limitar los resultados a respuestas como sí o no, o en los que es demasiado difícil interpretar las respuestas debido a la llamada relación señal – ruido. Se supone que repites un experimento seis veces y consigues dos veces el resultado que esperabas. ¿Eso demuestra que la predicción estaba equivocada? ¿O esas cuatro veces de seis que has fracasado hacen que el experimento sea válido? En biología estos resultados son comunes: los caprichos de la naturaleza son célebres.

Mientras que los científicos se esfuerzan en conseguir respuestas claras a menudo tienen que aguantarse con mucho menos. E incluso si consigues resultados que demuestran claramente que la predicción de una teoría está equivocada, no estará claro que la hayas refutado. Literalmente hablando, probar una hipótesis aislada es imposible. Consciente o inconscientemente, el científico, además de la hipótesis probada, asume mucho más de la pirámide de conocimiento”. (The Economist. 26/12/1981. p. 101).

Se ha exagerado mucho el énfasis en la predicción como condición previa y necesaria para el método científico pero ésta no se ajusta en lo más mínimo a la realidad de la ciencia. Un astrónomo puede algunas veces predecir la posición de una estrecha a millones de años luz. Pero Darwin no podía predecir que las especies evolucionarían en un tiempo que abarcaba millones de años.

Los geólogos no pueden predecir el momento y el lugar precisos de un terremoto. Y en cuanto a los meteorólogos la situación es aún menos esperanzadora. Incluso con toda el arsenal de modernos ordenadores y la tecnología de los satélites detrás de ellos, sólo pueden predecir el tiempo con un cierto grado de seguridad en un plazo máximo de tres días. A propósito, incluso la astronomía no es una ciencia tan exacta como se piensa. En cosmología hay muchos fenómenos impredecibles y nadie puede negar que la astronomía es una ciencia porque sea incapaz de predecir de una forma precisa donde nacerá la próxima estrella.

La realidad de la ciencia implica realizar predicciones para demostrar teorías, aunque la naturaleza de la predicción y el tipo de “prueba” experimental variarán enormemente de los tubos de ensayo de los laboratorios a las distancias astronómicas lejanas. Sólo porque algunas predicciones no se hayan podido demostrar, no se puede desechar la idea del método científico.

Hay ciencias y ciencias como también hay predicciones y predicciones. Las predicciones implican sistemas lineales simples que se puedan realizar con un alto grado de exactitud. Pero los sistemas complejos son difíciles o imposibles de predecir con seguridad.
A pesar de todos los satélites y ordenadores es imposible predecir el tiempo atmosférico con total seguridad más allá de tres días de antelación. ¿Es la meteorología una ciencia? Los terremotos no se pueden predecir, no existen experimentos de laboratorio que puedan demostrar las teorías de la geología.

¿Es una ciencia? ¿Y que ocurre con los pronósticos de un médico? Incluso el mejor médico puede equivocarse en un diagnóstico y algunas veces con resultados fatales. ¿Es la medicina una ciencia? Evidentemente sí, pero no una ciencia exacta como algunas ramas de la física.

Cuando llegamos a un terreno como la psicología, las cosas son aún más complicadas. La psicología, como ciencia, está aún en su infancia. No se puede todavía hablar de un cuerpo plenamente elaborado de ideas sean aceptadas generalmente, este terreno implica las fuerzas básicas del comportamiento humano. Y cuando llegamos a la sociología, que después de todo se ocupa del comportamiento complejo de las masas, la gran cantidad de variables hacen muy difícil la tarea de la predicción. Difícil sí, pero no imposible. En una sociedad humana también hay determinados patrones de comportamiento, determinados procesos que se pueden identificar y explicar. Se pueden extraer conclusiones generales y también hacer predicciones que se pueden demostrar en la práctica. Pero no se puede esperar el mismo grado de precisión y seguridad en este tipo de predicciones que las esperadas en un experimento de laboratorio.

En el mejor de los casos, es posible predecir las tendencias mas generales de la sociedad e incluso estas predicciones habría que revisarlas constantemente, hacer añadidos y modificaciones a la luz de la experiencia. Al final los acontecimientos pueden refutarlas como ocurre con los mejores diagnósticos de los médicos que pueden estar equivocados. ¿El médico en este caso debe pensar que sacar conclusiones de un diagnóstico general es una tarea acientífica o una pérdida de tiempo? ¿O debería regresar e intentar descubrir el origen de su error y aprender? La pregunta es la siguiente: ¿Es posible obtener una comprensión racional de las leyes que gobiernan la evolución social? Si la respuesta es no, entonces toda la discusión carece de sentido. Si la historia humana es vista como una serie de accidentes sin sentido no hay razón para intentar comprenderla. Pero si la ciencia consigue descubrir las leyes que han gobernado el desarrollo de la humanidad en un pasado lejano, basándose en las ligeras evidencias de un puñado de fósiles, entonces es obvio que es imposible no descubrir las leyes que determinaron la evolución de nuestra especie durante los últimos 10.000 años. Esto está fuera de los límites del profesor Popper. Todo aquel que intente hacer esto inmediatamente será condenado por el crimen de historicismo.

Tenemos el derecho de preguntar sobre las galaxias lejanas y las más pequeñas partículas de la materia, pero no se nos permitirá intentar obtener una comprensión racional de la sociedad o la historia, es decir, de nosotros mismos -quienes somos y adonde vamos-. La arbitrariedad de esta prohibición es tan manifiesta que no se puede evitar preguntar cual es la razón para todo esto.

¿Tiene realmente algo que ver con la ciencia? O tiene más relación con intereses creados que no quieren que se hagan demasiadas preguntas sobre el pasado y el presente de la sociedad en la que vivimos, por temor a que saquen conclusiones equivocadas sobre el tipo de sociedad en la que nos gustaría vivir en el futuro.
 

Nada que ver con la ciencia

El intento de Popper de elevar las reglas de la deducción y la lógica formal  por encima de todo lo demás, en el siglo XX es el equivalente a la dictadura de la Iglesia y la rígida caricatura de Aristóteles en la Edad Media. Una vez más nos encontramos con el intento de introducir la ciencia en la camisa de fuerza del esquema idealista preconcebido y rígido, con unas leyes que adquieren la categoría de verdad absoluta y que todo el mundo debe venerar.

Lamentablemente, la naturaleza es rebelde, contradictoria e indisciplinada y no se someterá dócilmente a este tratamiento. La lógica auto consecuente no debe intentar dar respuestas elaboradas sobre el mundo. Además, hemos visto que la lógica y las matemáticas en el siglo XX no han podido ocuparse ni siquiera de las contradicciones de su propia ciencia, como en las siguientes frases: “La siguiente sentencia es falsa. La sentencia anterior es verdadera”. Ni siquiera los lógicos profesionales están de acuerdo entre ellos en si han solucionado esta y otras “anomalías”. Pero esto no ha evitado que personas como Karl Popper impongan las normas que deben dominar todo el pensamiento humano.

El problema es que la ciencia, la vida en el mundo físico, ese mundo tosco de contradicciones o la realidad material no son procesos lineales. Pero esto sencillamente no es lo suficiente bueno para la filosofía de la ciencia. A Karl Popper no le preocupaba la discrepancia. Si la ciencia no concordaba con el criterio austero del principio de verificación, ¡peor para la ciencia! Leamos lo que el gran hombre dice sobre el tema:

“La ciencia no es un sistema de afirmaciones exactas y establecidas; no es un sistema que avance a velocidad constante hacia un estado de finalidad. Nuestra ciencia no es conocimiento (epítome): nunca puede pretender conseguir llegar a la verdad o incluso encontrar un sustituto, como es la probabilidad.

La ciencia tiene más que un simple valor biológico de supervivencia. No sólo es un instrumento útil. Aunque no pueda alcanzar ni la verdad ni la probabilidad, la lucha por el conocimiento y la búsqueda de la verdad son aún las principales motivaciones del descubrimiento científico.

No podemos conocer, sólo hacer conjeturas. Y nuestras conjeturas están guiadas por lo anti científico, lo metafísico (aunque explicable biológicamente) la fe en las leyes, en las regularidades que se pueden descubrir. Igual que Bacon, podríamos describir nuestra propia ciencia contemporánea -‘el método de razonamiento que los hombres por lo común aplican ahora a la naturaleza’- y que consiste en ‘anticipaciones, precipitaciones, prematuros’ y los ‘prejuicios’”. (Citado por Ferris. Pp. 797- 8).

Este puñado de observaciones lanzadas con un estilo típicamente modesto, muy en la tradición de Herr Dühring, se pronunciaron en una conferencia en la Sociedad Aristotélica en Oxford en 1936. El conferenciante recordó más tarde, con cierta irritación, que “la audiencia se lo tomó como un chiste o una paradoja, rieron y aplaudieron”. Evidentemente, ¡no conocían a Karl Popper! No tenía la intención de hacer un chiste. Para Popper y sus discípulos el objetivo de la ciencia no es descubrir las verdades del mundo, simplemente quieren hacer un ejercicio de lógica formal, como el ajedrez o un rompecabezas.

¿Qué más podemos decir sobre este tema? A finales del siglo XX cuando los descubrimientos de la ciencia han alcanzado cuotas inauditas, nos dicen que la ciencia no quiere conocer nada en absoluto. Con relación a esta cuestión estamos de acuerdo con las palabras del siguiente artículo:

“Se debe hacer una distinción entre las teorías y los hechos. Los científicos asumen teorías; conocen hechos que son verdad dentro de unos límites de confianza aceptables. Según pasa el tiempo, sustituyen una teoría por otra, supuestamente mejor. Lo que debería hacer avanzar el debate es el conocimiento y descubrimiento de nuevos hechos.

En general, la ciencia es ‘verdad’. Sería un error negar que el hombre sabe más del funcionamiento de la naturaleza ahora, que en la Edad Media. Sin duda, algunos descubrimientos científicos son falsos y los científicos a menudo tienen un comportamiento irracional cuando emprenden la tarea de descubrir algo. Pero la alternativa a aceptar que hay una medida de la verdad en la ciencia es volver a culpar a la bruja cuando la vaca enferma”. (The Economist. Ibíd. p. 103).

La refutación definitiva del popperismo y el positivismo lógico es que a pesar de sus pretensiones, no tiene nada que ver con la realidad de la ciencia. Y también se puede observar en la actitud de los científicos, incluidos, como hemos visto, a aquellos de los que se podría esperar simpatizaran con sus teorías. Esto es lo que Niels Bohr tuvo que decir en una conferencia de científicos y positivistas lógicos que se celebró en Copenhague, sobre las implicaciones filosóficas de la mecánica cuántica:

“Por mi parte, puedo estar fácilmente gana de acuerdo con los positivistas lógicos en las cosas que pretenden, pero no en las cosas que rechazan. Lo que intentan hacer todos los positivistas es proporcionar a los procedimientos de la ciencia moderna una base filosófica, o si se quiere, una justificación. Ellos, señalan que los conceptos de los primeros filósofos carecían de la precisión de los conceptos científicos y piensan que muchas de las cuestiones planteadas y discutidas por los filósofos convencionales no tienen ningún significado, son pseudo problemas y como tales, es mejor ignorarlos. La insistencia de los positivistas en la claridad conceptual es, por supuesto, algo que yo apruebo completamente, pero es muy útil para mí su prohibición de cualquier discusión que abarque temas más amplios, simplemente porque en esta esfera se carezca de los conceptos suficientes -esto mismo nos impediría comprender la teoría cuántica-“. (Citado por Ferris. Op. cit. p. 822.)

El famoso físico Wolfgang Pauli, dijo que los positivistas lógicos utilizaban el término metafísico como si fuera una clase de palabra malsonante, o mejor aún, como un eufemismo para el pensamiento poco científico. “Considero que es completamente absurdo -y Niels (Bohr) estaría de acuerdo-, tener que cerrar la mente a los problemas y las ideas de los primeros filósofos simplemente porque no se expresaron con un lenguaje más preciso. La verdad, con frecuencia tengo grandes dificultades en comprender lo que querían expresar estas ideas, pero cuando ocurre, siempre intento traducirlas a la terminología moderna y descubrir si pueden proporcionarnos repuestas nuevas”. (Citado por Ferris. P. 824).

Finalmente, debemos citar a un testigo clave de la acusación, un hombre del que se podría esperar un apoyo entusiasta al positivismo lógico, se trata de Werner Heisenberg. En general, desde el principio siguió estas ideas y negó la independencia de la realidad física en el acto de la observación, insistió en la “indeterminación” del proceso en el nivel subatómico. Sin embargo, como científico implicado en una investigación seria, Heisenberg llegó a acuerdos con la realidad objetiva del mundo físico. Al final, esa absurda pretensión de autoproclamarse filósofo de la ciencia fue demasiado para él.

“Los positivistas tienen una solución simple: el mundo debe dividirse en lo que se puede decir con claridad y todo lo demás, y esto último debemos pasarlo por alto. Pero ¿como alguien puede concebir una filosofía sin sentido y de la que casi lo único que podemos decir claramente es está próxima a la nada? Si omitimos todo aquello que no está claro, probablemente lo único que quedaría serían tautologías triviales y sin ningún tipo de interés”. (Ibíd. p. 826).

Después de décadas vagando por el árido desierto, los científicos más avanzados han dado la espalda a una filosofía que para ellos no tenía nada que ver con el funcionamiento de la naturaleza ni con su comprensión. El advenimiento de las teorías del caos y la complejidad, suponen una ruptura definitiva con la filosofía de la ciencia y un acercamiento a la naturaleza desde un punto de vista dialéctico. La actitud de la nueva generación de científicos de las actuales escuelas de pensamiento está resumida en las siguientes observaciones del biólogo, Stuart Kaufmann, y donde explica por qué decidió no estudiar filosofía:

“No es que no me gustase la filosofía. Me disgustaba esa cierta superficialidad que había en ella. Los filósofos contemporáneos, o al menos los de los años cincuenta y sesenta, se dedicaron a examinar los conceptos y las implicaciones de los conceptos -no los hechos del mundo-. Así a través de ella podías descubrir si tus argumentos eran convincentes, oportunos, coherentes y otras cosas por el estilo. ¡Pero no podías saber si estabas equivocado!” (M. Waldrop. Complexity. P. 105).

Hay un proverbio inglés que dice: “Las cosas pequeñas gustan de mentes pequeñas”. Aquellos que piden cosas imposibles a la ciencia y después, con no se cumplen, sacan la conclusión de que la ciencia no es realmente “verdad”, no dicen nada en absoluto de la ciencia y sí mucho de un método trivial que busca respuestas simples a cuestiones complejas. La antigua pretensión de representar a la filosofía de la ciencia está muerta y bien muerta. Parafraseando lo que Marx dijo una vez sobre Matthew Arnold, la filosofía de la ciencia es demasiado buena para este mundo.
 

El existencialismo

El existencialismo hunde sus raíces en la tendencia irracionalista de la filosofía del siglo XIX, representada por Nietzsche y Kierkegaard. Ha adoptado las formas y colores políticos más variados. Hay tendencias religiosas (Marcel, Jaspers, Berdyayev y Buber) y tendencias ateas (Heidigger, Sartre y Camus).

Pero la característica común de ambas tendencias es un subjetivismo extremo que se refleja en su vocabulario preferido: sus santos y señas -“el ser en el mundo”, “el temor”, “la inquietud”, “el ser respecto a la muerte” y otras cosas por el estilo.

Ya lo adelantó Edmund Husserl -un matemático alemán convertido en filósofo-, en su “fenomenología” que era una forma de idealismo subjetivo basada en el “mundo personal e individual que se experimenta directamente y el ego en el centro”.

Para Karl Jaspers el objetivo de la filosofía era la “revelación del ser”. Un objetivo claramente místico y religioso. Jean Paul Sartre hablaba del “ser y la amenaza de la nada”, “la libertad de elección”, “el deber” y otras cosas por el estilo.
Estas ideas eran la expresión de un ambiente determinado que existía entre algún sector de los intelectuales después de la Primera Guerra Mundial en Alemania y después en Francia. Era una prueba de la profunda crisis del liberalismo, fruto de la “Gran Guerra” y la agitación social que provocó. Estos filósofos veían los problemas a los que se enfrentaba la sociedad por no veían una alternativa. Sus escritos estaban llenos de un destino condenado, un sentimiento de impotencia e “inquietud”, junto con el intento de buscar una alternativa individual.

El existencialismo es una reacción irracional frente al racionalismo de la Ilustración y la filosofía alemana clásica, una racionalismo ahora manifiestamente fuera de lugar en un mundo enloquecido. Los existencialistas critican a los racionalistas por dividir el mundo en sujeto y objeto. La unidad de sujeto y objeto, para ellos es existencia. Para ser conscientes de la existencia, es necesario encontrarse en una situación crítica, por ejemplo, enfrentarse a la muerte. El resultado es que el mundo se “acerca íntimamente” al hombre. De esta forma, se conoce la existencia no a través de la razón, sino a través de la intuición.

En el existencialismo ocupaba un lugar destacado la cuestión de la libertad de elección. La libertad se ve como la “libre elección” del individuo de una posibilidad entre un número infinito de posibilidades. Así llegamos a una concepción completamente abstracta de “libertad”,  concebida como lo contrario a la necesidad.

Todo esto se reduce a una afirmación de voluntarismo, es decir, el individuo es libre de hacer una elección, independientemente de las circunstancias objetivas. Esto, a su vez, implica la “libertad” del individuo aislado de la sociedad. Es la “libertad” de un Robinson Crusoe, es decir, la ausencia absoluta de libertad. En realidad, ellos consideran la cuestión de libertad como un problema ético abstracto. En la práctica la libertad es una cuestión muy concreta. Es imposible que los hombres y las mujeres reales puedan ser libres ignorando las restricciones que les esclavizan, no más que saltar de un acantilado e ignorar las leyes de la gravedad.

Con el existencialismo llegamos a la desintegración total de la filosofía moderna. Jean Paul Sartre realizó un intento infructuoso de unir el existencialismo y el marxismo, los resultados eran previsibles. No se puede unir el agua y el aceite. El pensamiento de Sartre no se puede describir como un cuerpo coherente de ideas filosóficas. Es una mezcolanza desordenada de conceptos prestados de diferentes filósofos, en particular Descartes y Hegel. El resultado final es un incoherencia total con un espíritu pesimista y nihilista.

Para Sartre la principal experiencia filosófica es la nausea, un sentimiento de repugnancia ante la naturaleza absurda e incomprensible del ser. Todo se resuelve en la nada. Esta es una caricatura de Hegel quien, evidentemente, no creía que el mundo fuera incomprensible. Sartre utiliza en sus escritos la jerga hegeliana de tal forma que convierte los pasajes más oscuros de Hegel en modelos de claridad.

En estas ideas todo lo que subyace es el sentimiento de impotencia que experimenta el intelectual aislado, enfrentado a un mundo hostil e incomprensible. El intento de escapar del mundo cruel a través del individualismo se resume en la célebre frase de Sartre: “L’enfer, c’est les autres” (El infierno son los otros). Es difícil imaginar cómo puede esta perspectiva encajar con el optimismo revolucionario que caracteriza al materialismo dialéctico. Pero no se puede acusar a Sartre de no ser consecuente. Por lo menos se adhirió a causas progresistas como las protestas contra la guerra de Vietnam y la solidaridad con los trabajadores y estudiantes franceses en 1968. Pero desde un punto de vista filosófico y psicológico la postura de Sartre era completamente ajena al marxismo.