El 20 de noviembre se cumplen 40 años de la muerte del dictador Francisco Franco. Dos días, más tarde, el 22 de noviembre se cumplen también 40 años de la coronación de Juan Carlos –elegido por Franco como su sucesor en 1969– y de la reinstauración de la monarquía borbónica. Ambos sucesos fueron el punto de partida de lo que la historia oficial decidió llamar “la transición a la democracia”. Ofrecer un análisis marxista, es decir, un análisis desde el punto de vista de los intereses generales de los trabajadores, que expliquen estos acontecimientos y la caída de la dictadura franquista, es fundamental en estos momentos, pues durante este último periodo toda una nueva generación de millones de jóvenes se ha incorporado a la vida activa de la sociedad sin haber tenido una experiencia directa de aquellos acontecimientos.
La dictadura de Franco
Después de los centenares de miles de muertos de la Guerra Civil, la represión posterior a la misma alcanzó cotas increíbles de crueldad, contándose por decenas de miles los fusilados y encarcelados. El régimen de Franco nació como un Estado fascista clásico, las organizaciones obreras fueron suprimidas, y sustituidas por organizaciones de tipo fascista fuertemente jerarquizadas.
Sin derechos, sometidos a una explotación atroz, los trabajadores españoles soportaron todo el peso de la derrota que significó, entre otras cosas, la desaparición física de los mejores componentes de su clase. Agravado todo ello con la miseria moral y el retroceso absoluto en la cultura y cualquier otro aspecto progresivo de desarrollo social.
A finales de los años 50 el régimen franquista se mantenía exclusivamente por el miedo y la represión, por la rutina y la inercia de la sociedad, junto con el recuerdo de la anterior y dolorosa derrota de la clase obrera, que necesitó de décadas para curar todas sus heridas.
Progresivamente, el Estado franquista evolucionó hacia un régimen clásico de bonapartismo burgués, una dictadura sustentada en la pura represión pero sin ningún apoyo social significativo entre la población, salvo, claro está, el de la burguesía española.
El Desarrollismo
El enorme auge en el desarrollo de las fuerzas productivas que duró casi tres décadas en los países capitalistas más avanzados después de la II Guerra Mundial, junto con el ensanchamiento del mercado internacional fue el factor fundamental que posibilitó un importante desarrollo industrial mundial, que tuvo su correlato en el Estado español, permitiendo a la débil burguesía española beneficiarse temporalmente de esta nueva situación.
España era el paraíso de los inversores. Sin organizaciones obreras que obstaculizaran la explotación de los trabajadores, bajo un régimen represor, los beneficios de los capitalistas se elevaron a tasas nunca vistas. En el periodo 1961-74 el PIB creció de manera intensa, multiplicándose la producción un 300%.
El efecto social más significativo se reflejó en la composición de la fuerza laboral. Y, dentro de ésta, en el peso creciente, tanto a nivel cuantitativo como cualitativo, de la clase obrera industrial. Entre 1950 y 1974 el número de ocupados en agricultura y pesca se reduce casi a la mitad, descendiendo el peso del sector primario en 1976 por debajo del 10% del PIB. Mientras, el sector secundario alcanzó su peso máximo, con el 38,95% en 1974; y los servicios suman el 50,66% en ese mismo año.
Todos los datos anteriores se plasmaron en un fuerte flujo migratorio del campo a la ciudad, en concreto, hacia las zonas más industrializadas del Estado: Cataluña, Madrid o Euskadi. Nunca la economía española vivió una transformación semejante a la ocurrida entre 1960-74: 6 millones de personas salieron del campo, donde habían vivido durante generaciones. Jornaleros y campesinos que se criaron trabajando la tierra se enfrentan a un proceso de proletarización, con las profundas transformaciones económicas, sociales y psicológicas, que les ha acompañado hasta el día de hoy.
Incluso en esta etapa excepcional, el capitalismo español es incapaz de absorber la marea humana procedente del agro, por lo que unos dos millones de trabajadores se vieron forzados a marchar al extranjero.
La clase obrera recompone sus fuerzas
El fortalecimiento del peso de la clase obrera conduce al aumento paulatino de la confianza de los trabajadores en sus propias fuerzas. Poco a poco se restañan las heridas de la derrota de los años 30.
La vanguardia, aglutinada básicamente en torno al Partido Comunista de España (PCE), extiende la formación de Comisiones Obreras por toda la geografía peninsular, penetrando y usando para ello las propias estructuras del sindicato vertical franquista. El final de la década anticipa lo que habría de ser la explosión de lucha obrera y política de los 70.
En un contexto de creciente confianza del movimiento obrero, que se enfrenta a una dictadura que niega derechos elementales, muchas huelgas económicas se convierten en huelgas políticas. La represión es feroz: entre 1969 y 1974 murieron 11 trabajadores en enfrentamientos con la policía. Sólo entre octubre de 1971 y diciembre de 1972, más de 17.000 enlaces sindicales que son vinculados por el Régimen a CC.OO., son despedidos.
A pesar de ello, entre finales de los años 60 y el año 1975, la clase obrera española protagonizó el movimiento huelguístico más grande que se ha dado en un país bajo un régimen de dictadura. Así, mientras que en el trienio 1964/66 se perdieron 171.000 jornadas de trabajo en conflictos laborales, en 1966/69 fueron 345.000; en 1970/72, 846.000; y en 1973/75, 1.548.000. Posteriormente a la muerte del dictador, el movimiento huelguístico adquirió unas dimensiones insólitas, perdiéndose desde 1976 hasta mediados de 1978 13.240.000 jornadas de trabajo.
La llamada crisis del petróleo supuso un punto de inflexión en el desarrollo de la economía capitalista a nivel mundial. Por primera vez se combinaba de manera generalizada un proceso de caída de la producción, junto a altas tasas de inflación. Los “expertos económicos” acuñaron un término para denominar a este nuevo fenómeno, la estanflación. La subida del coste de la vida espoleaba la lucha de los trabajadores, agobiados por el alza de los precios.
La situación prerrevolucionaria en los años 70
La revolución de los claveles en Portugal, en 1974 (dirigida por oficiales izquierdistas del ejército portugués), y el fin de la dictadura de los coroneles en Grecia fueron algunos de los acontecimientos que jalonaron el camino previo a la muerte del dictador Franco.
Uno de los hechos que mejor revelaba la situación de fermento que impregnaba a toda la sociedad fue la creación, de manera clandestina, de la UMD (Unión Militar Democrática) en agosto de 1974, por un grupo de oficiales y suboficiales jóvenes contrarios a la dictadura franquista. Fue desarticulada en julio de 1975 y en aquellos momentos contaba con cerca de 200 oficiales y suboficiales del ejército y con ramificaciones hasta en la Guardia Civil. Los dirigentes de la UMD fueron expulsados del ejército y condenados a prisión.
Si esta situación es la que podía vivirse en sectores de la oficialidad, podemos imaginarnos la que se vivía entre la tropa. Los sectores más perspicaces de la burguesía se daban cuenta de que no podrían utilizar al ejército contra la población sin provocar la ruptura del mismo. Lo mismo ocurrió en Octubre de 1.975, cuando Marruecos invadió el entonces Sahara Español, y la burguesía española se vio impotente para utilizar su ejército contra Hassan II. Temían con razón que si generaban una guerra con el vecino africano se recrearía unas condiciones ideales para un desarrollo similar al portugués.
ETA y los últimos fusilamientos de Franco
Para muchos activistas de la clase obrera, especialmente entre la juventud, los militantes de ETA aparecían como luchadores antifranquistas. La represión, el ambiente asfixiante que se respiraba en la sociedad, eran odiados por miles de jóvenes en Euskadi. Esta situación se combinaba con el desprecio a la cultura vasca y a los derechos democráticos nacionales del pueblo vasco. Muchos jóvenes tomaron la vía del terrorismo individual creyendo que era la forma más efectiva de luchar contra el dictador.
Para los marxistas, el terrorismo individual es un método ajeno a la clase obrera. El capitalismo como sistema social no descansa en individuos, sino en el dominio de la burguesía sobre el resto de la sociedad. La clase dominante utiliza el aparato del Estado (ejército, policía, jueces, leyes, etc.) para asegurar su poder y mantener la respuesta de la clase obrera dentro del orden establecido.
Son las formas colectivas de organización y lucha (asamblea, huelga, insurrección) las que generan una tradición colectiva a la hora de preparar a los trabajadores para participar en la toma del poder político y económico.
Ni siquiera el éxito que significó para ETA el atentado sobre Carrero Blanco (que iba a ser el heredero de Franco) que ocasionó su muerte, significó un resquebrajamiento significativo de la dictadura. Al contrario, se incrementó la represión.
Aparte de ETA, desde 1974 había surgido el FRAP (brazo armado del PCE-ml, primera escisión maoísta del PCE), que radicalizó sus atentados en el año siguiente.
Las 5 últimas ejecuciones del franquismo (de 2 militantes de ETA y de 3 del FRAP) fueron un golpe sobre la mesa del sector del búnker franquista, decidido a dar un escarmiento ejemplar en un contexto en el que el sacrificio heroico de centenares de jóvenes parecía marcar un camino a seguir para miles.
A los detenidos se les aplicó una Ley Antiterrorista promulgada al efecto. Ello produjo una inmensa conmoción en todo el país.
Hubo una huelga general de tres días en Euskadi seguida por más de 200.000 trabajadores. Era la tercera huelga general que se convocaba en un mes y, por el mismo motivo, ya había habido otras protestas en agosto. Las huelgas políticas contra la represión, por la amnistía de los presos políticos… serán numerosas en los dos años siguientes.
El impulso de la lucha tras la muerte del dictador
Franco murió el 20 de noviembre de 1975. Entre toda una serie de activistas cansados y escépticos es recurrente la frase de que “el dictador murió en la cama”, y no se tuvo fuerza para más. No es cierto.
El heredero designado por Franco, el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, juró “guardar lealtad a los principios del Movimiento Nacional” franquista. El “franquismo sin Franco” subsistió con el primer presidente del gobierno elegido por Juan Carlos, Arias Navarro.
El impulso huelguístico, la afiliación masiva a las organizaciones de izquierda y sindicales cobraron un brío inusitado, tras como se vio en la lucha de Vitoria, donde, en el curso de una movilización de tres meses, se dieron elementos de doble poder, a lo que la dictadura respondió con el asesinato de 5 obreros el 3 de marzo de 1976.
Todavía varias decenas más morirán asesinados por las fuerzas de orden público hasta el verdadero fin de la dictadura, en 1978.
Después de Vitoria, las fuerzas más perspicaces de la burguesía se movilizarán para impedir la culminación de un proceso revolucionario, tratando de asegurar una transición pacífica, es decir, pactada, a la democracia burguesa.
Las luchas continúan y el movimiento huelguístico se generaliza, cada semana sale un sector a la lucha, una región, una empresa emblemática… Hubo picos de huelga con un millón de trabajadores coincidiendo el mismo día en movilizaciones en toda la geografía hispana, movilizaciones que nunca fueron coordinadas en jornadas de huelga unificada de ámbito nacional por la UGT, CCOO o el PCE. Al tope del movimiento huelguístico se llegó en 1979, con 20 millones de jornadas perdidas por huelgas.
Todo ese ambiente se reflejó en el crecimiento explosivo, una vez que se produce su legalización, de la afiliación a los sindicatos de clase, alcanzándose en 1978 el nivel más alto de sindicalización, el 26% de la fuerza laboral (4,5 millones de trabajadores afiliados), aunque hay otras cifras que apuntan a cerca de seis millones de trabajadores (casi el 40% de la población activa).
Al mismo tiempo, decenas de miles de jóvenes y obreros se organizan políticamente en los partidos obreros. En el caso del PCE la cifra superó los 200.000 militantes. El PSOE, que a principios de 1976 solo tenía 6.000 militantes, llega a 100.000 en meses.
Varias formaciones políticas a la izquierda del PCE (LCR, MC, PTE, ORT) llegaron a encuadrar a muchos miles de militantes cada una, con una significativa influencia en algunas zonas del Estado. Había otras organizaciones más que se agrupaban a la izquierda del PCE, reflejando los deseos de cambio hacia la ruptura con el régimen capitalista.
Sin embargo, la principal contradicción a despejar era la falta de una dirección de los trabajadores que conscientemente formase a sus militantes en la tarea de impulsar la transformación socialista de la sociedad.
Reforma o revolución
La mayor responsabilidad en este sentido la tuvo la dirección del PCE. No hay que olvidar que su organización encuadraba en sus filas a la mayoría de los activistas, cuadros sindicales y sociales de las principales ciudades y pueblos; y que contaba con mayor capacidad para movilizar a amplios sectores de las masas que la dirección del PSOE. En esos cruciales años la dirección del PCE, con Carrillo al frente, combinaba la tradición estalinista de falta de democracia interna en el régimen partidario con la defensa, al igual que sus impulsores en el PCI, de la llamada teoría del “Eurocomunismo”, esto es, de una política abiertamente reformista.
De hecho, fueron los dirigentes del PCE quienes tomaron la iniciativa a la hora de apostar por la política del “consenso” y de la llamada “ruptura pactada”. En lugar de unificar y coordinar las luchas obreras, utilizaron su autoridad en las fábricas y centros de trabajo para controlar el movimiento, actuando en muchos casos como apagafuegos.
También Felipe González hablaba de “gradualismo”. En una entrevista al diario El País(14-6-79) afirmaba:
“La dialéctica entre reforma y revolución ha desaparecido en la sociedad industrial de nuestros días. Sólo se mantiene a niveles ideológicos y debe mantenerse. El cambio ahora es únicamente posible por la reforma, no por la revolución. Lo que pasa es que puede haber reformas más imaginativas y profundas que otras. En ese gradualismo es donde se sitúa la localización de quiénes son radicales y quiénes moderados (…) En definitiva, hoy el marxismo más riguroso es reformista en las sociedades industriales”.
No es comúnmente conocido el que desde 1974 hasta 1978 los trabajadores españoles conquistaron ganancias netas en todos los ámbitos: subidas salariales, derechos sociales, convenios…, a diferencia de sus hermanos de clase del resto del continente que, mayormente, sufrieron pérdidas debido a la crisis. Los sectores más perspicaces de la burguesía eran conscientes de este proceso y estaban dispuestos a perder un poco hoy, con tal de seguir conservando el poder mañana. La conclusión fundamental a extraer es que la correlación de fuerzas favoreció a la clase trabajadora en los hechos.
Como afirmábamos los marxistas en 1979 en el documento En Defensa del Marxismo:
“… Las masas no pueden llegar a comprender la necesidad de una radical transformación de la sociedad sin haber pasado previamente durante una etapa más o menos larga de luchas por una serie de reivindicaciones parciales. En resumen, sin la lucha diaria por reivindicaciones que significan un avance dentro del sistema capitalista, la revolución socialista sería imposible. Mediante la lucha por reformas, en defensa del nivel de vida, por un salario digno, por un puesto de trabajo… se forjan las fuerzas de la revolución socialista. (….) Pero, a diferencia de los reformistas, los marxistas entendemos que mientras exista el sistema capitalista, estas reformas tendrán un carácter parcial, inestable y poco duradero…”.
Conclusión
La “Ley de Amnistía” de 1977 se presentó a los trabajadores como un triunfo que permitía la salida de los luchadores anti franquistas de las cárceles. Por su parte, los dirigentes del PCE y PSOE, que nunca se plantearon impulsar un desarrollo revolucionario, en aras del consenso aceptan como “contrapartida” que esta norma se convierta en una auténtica “Ley de Punto Final”, renunciándose a exigir responsabilidad legal alguna a los artífices de la Dictadura.
Las direcciones de los partidos obreros con su apoyo a la Constitución de 1978, amén de su aceptación de la propiedad privada y del sistema de “Economía de Mercado”, dotaron de credenciales democráticas a la Monarquía impuesta por Franco, aceptaron los privilegios de la Iglesia Católica, y permitieron que se impusiera la unidad forzada de los distintos pueblos ibéricos, renunciando a la defensa del derecho de autodeterminación.
Toda la experiencia de los 70 volvió a poner de manifiesto que sólo apoyándose en las muletas de la política reformista de las direcciones obreras de los sindicatos, de los dirigentes “comunistas” y “socialistas”, pudo la burguesía en el estado español (como antes en Grecia o Portugal) retomar el control de la situación, y en unos años recomponer su dominio político.
De cara al futuro, debemos tener muy presente el papel que juegan los dirigentes de los trabajadores, por un lado en su interrelación con la clase obrera y, por otro, sometidos a la presión ideológica y material de la burguesía a la hora de salvaguardar el sistema capitalista. Esta contradictoria relación conforma una parte, y no menor, de la situación objetiva actual.
Sólo la organización consciente de los trabajadores, junto con el incremento del nivel político que permita el aprendizaje de las lecciones del pasado, suponen una salvaguarda que pueda superar las contradicciones a las que se enfrenta el movimiento hoy en día.
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