La batalla de Waterloo fue el último gran evento que marcó el final de ese gran proceso histórico que se inició en 1789 con la Gran Revolución Francesa. Con la derrota de Napoleón, se apagaron los últimos rescoldos parpadeantes de los fuegos encendidos por la Francia revolucionaria. Un período largo y gris se estableció en Europa como una gruesa capa de polvo sofocante. Las fuerzas de la reacción triunfante parecían firmemente al mando.
Waterloo es uno de los acontecimientos definitorios de la historia europea y mundial. Sobre eso, no puede haber ninguna duda. Puso fin a las sangrientas guerras napoleónicas que habían llevado directamente a la muerte hasta 6 millones de personas. Bonaparte, con su ambición desenfrenada, quería ser el amo de toda Europa. Pero él se enfrentó a una sólida falange de monarcas feudales reaccionarios: el zar de Rusia, el rey de Prusia y el emperador de Austria-Hungría, siempre respaldados por las reservas financieras y el poder naval de Gran Bretaña.
La rivalidad entre Inglaterra y Francia no era nueva. Durante la mayor parte de un siglo, una rivalidad comercial y colonial amarga entre Gran Bretaña y Francia había llevado a una guerra tras otra. Francia había apoyado la rebelión de las colonias norteamericanas, con el objetivo de socavar el poder del Imperio Británico. Los estadounidenses habían ganado su libertad pero Francia estaba financieramente quebrantada. Fue precisamente la lucha sobre quién pagaba el déficit resultante lo que encendió la mecha que llevó a la explosión de julio de 1789.
La Revolución Francesa
La Revolución Francesa fue uno de los mayores acontecimientos de la historia humana. Incluso hoy en día es una fuente inagotable de inspiración. En cada etapa la fuerza motriz que impulsó la revolución hacia adelante, barriendo a un lado todos los obstáculos, fue la participación activa de las masas. Y cuando esta participación activa de las masas decayó, la revolución llegó a su punto final y giró en sentido contrario. Eso fue lo que condujo directamente a la reacción, en primer lugar a su variedad termidoriana y más tarde a la bonapartista.
Los enemigos de la Revolución Francesa siempre tratan de manchar su imagen con la acusación de violencia y derramamiento de sangre. Como cuestión de hecho, la violencia de las masas es, inevitablemente, una reacción contra la violencia de la vieja clase dominante. Los orígenes del Terror hay que buscarlos en la reacción de la revolución a la amenaza del derrocamiento violento tanto de sus enemigos internos como externos. La dictadura revolucionaria fue el resultado de la guerra revolucionaria y sólo fue una expresión de esto último.
Bajo el gobierno de Robespierre y de los jacobinos, los Sans-Culottes semiproletarios llevaron la Revolución a una conclusión exitosa. De hecho, las masas empujaron a los dirigentes a ir mucho más lejos de lo que habían previsto. Objetivamente, la revolución era de carácter democrático-burgués, ya que el desarrollo de las fuerzas productivas y del proletariado aún no había llegado a un punto en el que la cuestión del socialismo pudiera ser planteada.
En un momento determinado, el proceso, después de haber alcanzado sus límites, se revirtió. Robespierre y su facción golpearon al ala izquierda y luego fueron liquidados ellos mismos. Los reaccionarios termidorianos de Francia cazaron y aplastaron a los jacobinos, mientras que las masas, agotadas por años de esfuerzo y sacrificio, habían comenzado a caer en la pasividad y la indiferencia. El péndulo ahora giró bruscamente a la derecha. Pero no restauró el Antiguo Régimen. Las conquistas socioeconómicas fundamentales de la Revolución se mantuvieron. El poder de la aristocracia terrateniente estaba quebrado.
El Directorio podrido y corrupto fue seguido por la dictadura personal igualmente podrida y corrupta de Bonaparte. La burguesía francesa tenía terror a los jacobinos y a los sans-culottes, con sus tendencias igualitarias y niveladoras. Pero estaba aún más aterrorizada por la amenaza de la contrarrevolución monárquica, que la desalojaría del poder y haría retroceder el reloj a la víspera de 1789. Las guerras continuaban y aún había revueltas internas efectuadas por los reaccionarios. La única salida era reintroducir la dictadura, pero en la forma de un gobierno militar. La burguesía estaba buscando un salvador y lo encontró en la persona de Napoleón Bonaparte.
El 18 de Brumario (9 de noviembre) de 1799, Napoleón tomó el poder en Francia por medio de un golpe de Estado. Bonaparte restableció todos los adornos exteriores del viejo orden aristocrático, preservando al mismo tiempo la principal conquista socio-económica de la Revolución: la entrega de la tierra a los campesinos. Aquí encontramos el secreto de la lealtad fanática del campesinado francés a Bonaparte y sus sucesores. Stalin, mientras que destruía el régimen de democracia obrera de Lenin, y exterminaba a los viejos bolcheviques, defendió sin embargo las nuevas relaciones de propiedad nacionalizados que habían sido establecidas por la Revolución de Octubre. De la misma manera, Napoleón, mientras que aplastaba a los revolucionarios bajo una bota militar, defendía las nuevas relaciones de propiedad establecidas en 1789-1793.
El Bonapartismo es, en esencia, el gobierno de la espada –la dictadura personal de un hombre fuerte militar. Pero también tiene otra particularidad. El dictador bonapartista tiende a equilibrarse entre las clases, se presenta como la encarnación de la Nación, permaneciendo por encima de todas las clases, por encima del bien y del mal. Pero el prestigio y la autoridad de Napoleón dependían de su habilidad para derrotar a los enemigos de Francia y traer la victoria –y saquear. Él decía: “Hay que tener buenos soldados, una nación debe estar siempre en guerra.” Y se aseguró de que Francia estuviera siempre en guerra.
Las guerras napoleónicas
El derrocamiento de la monarquía en Francia añadió una nueva y terrible virulencia al viejo conflicto con Gran Bretaña. A partir de entonces el odio de la clase aristocrática inglesa gobernante no conoció límites. La mano de Inglaterra estaba detrás de cada coalición anti-revolucionaria. Ella pagó las facturas de los ejércitos mercenarios extranjeros enviados contra Francia. Pero cada vez que la invadían, se encontraban con la feroz resistencia del pueblo revolucionario y de su ejército. Uno tras otro, los ejércitos contrarrevolucionarios fueron rechazados y los ejércitos revolucionarios avanzaron.
Gran Bretaña y Francia firmaron el Tratado de Amiens en marzo de 1802. Ese breve interludio fue el único período de paz general en Europa entre 1792 y 1814. Pero la Paz de Amiens fue sólo una preparación para una nueva guerra. La frágil tregua fue llevada a su fin cuando Gran Bretaña declaró la guerra a Francia en mayo de 1803. Esta es la fecha más comúnmente aceptada como el verdadero inicio de las guerras napoleónicas. A partir de entonces, la historia de Europa fue una guerra tras otra.
Las guerras de Napoleón se ven a menudo como una continuación de las guerras revolucionarias, pero en realidad su contenido fue diferente. La guerra, como explicó Clausewitz, es la continuación de la política por otros medios. Un régimen revolucionario lanza guerras con medios revolucionarios. Pero el régimen termidoriano contrarrevolucionario que surgió de la derrota de los jacobinos era de un carácter completamente diferente. En su fase temprana, progresista, la Revolución Francesa representaba la libertad universal. La bandera de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad incendió Europa e inspiró las esperanzas de hombres y mujeres en todas partes. El gobierno revolucionario ofreció “la fraternidad y asistencia” a todos los pueblos que estuvieran dispuestos a seguir el ejemplo francés y a luchar por su libertad.
Sin embargo, bajo el Directorio, y aún más en tiempos de Napoleón, este mensaje revolucionario fue distorsionado. Si bien para muchos el dominio francés era mucho más preferible al dominio de “nuestros propios” aristócratas, sacerdotes y reyes, la realidad del bonapartismo con demasiada frecuencia se reveló cínica, opresiva y corrupta. En la figura de Napoleón la Revolución parecía cada vez más una caricatura grotesca. Cuando el compositor Ludwig van Beethoven, quien fue un entusiasta partidario de la Revolución Francesa, se enteró de que Napoleón se había hecho coronar emperador, exclamó: “¡Así que él también no es más que un hombre!” Y arrancó su dedicatoria a Napoleón de la partitura de su Sinfonía Heroica con tal violencia que le hizo un agujero al manuscrito.
En última instancia, estas guerras fueron un conflicto titánico entre Francia y Gran Bretaña por la dominación de Europa y del mundo. La política británica era mantener un equilibrio entre las potencias de Europa y garantizar así su dominio sobre todas ellas. Esto se vio amenazado por las victorias de Napoleón en Suiza, Alemania, Italia y los Países Bajos. Temía perder el control, así como la pérdida de los mercados, y vio en Napoleón una posible amenaza a las colonias británicas de ultramar. Sobre todo temía que Napoleón tomara el control completo de Europa, dejando a Gran Bretaña aislada.
Con una población de 16 millones, Gran Bretaña tenía la mitad del tamaño de Francia con 30 millones. Pero Gran Bretaña había entrado en el camino del desarrollo capitalista mucho antes que Francia y fue capaz de movilizar sus enormes recursos industriales y financieros para derrotar a su enemigo. Dejó que otros lucharan por ella y se limitó a pagar las cuentas. Los subsidios británicos pagaron los servicios de los soldados austríacos y rusos. Según el acuerdo anglo-ruso de 1803, Gran Bretaña pagó un subsidio de un millón y medio de libras esterlinas por cada 100.000 soldados rusos en el campo de batalla.
Como potencia isleña, Gran Bretaña dependía crucialmente de su marina. Desde el principio Gran Bretaña mantuvo su control sobre los mares. No es casualidad que el célebre himnoRule Britannia(Domina Britannia) contenga las palabras:
¡Domina, Britannia! ¡Britannia, domina las olas!
¡Los británicos nunca, nunca, nunca
Serán esclavos!
En la batalla de Trafalgar el 21 de octubre de 1805, la Armada británica al mando del almirante Lord Nelson consiguió la victoria naval más decisiva de la guerra. Veinte y siete buques de guerra británicos derrotaron a los treinta y tres franceses y españoles en el Atlántico frente a la costa suroeste de España, justo al oeste del Cabo de Trafalgar. La flota franco-española perdió veintidós naves, sin la pérdida de una sola nave británica. Pero en el mismo continente europeo los asuntos eran totalmente diferentes. Aquí, Francia tenía el dominio supremo. En 1807 sus ejércitos habían eliminado sucesivamente a Austria, Prusia y Rusia como adversarios militares. Sólo Gran Bretaña continuó resistiendo el poder de Francia, alcanzando una seguridad contra la invasión gracias a la victoria de Nelson.
En respuesta al bloqueo naval de las costas francesas promulgadas por el gobierno británico el 16 de mayo de 1806, Napoleón introdujo el Sistema Continental, una política encaminada a aislar a Gran Bretaña con el cierre del territorio controlado por los franceses (es decir, la mayor parte de Europa) a su comercio. Esta política sólo tuvo un éxito parcial, pero indispuso a los países europeos cuyo comercio fue de esta manera interrumpido.
España, Rusia, Elba
No hay duda de que Napoleón era un gran general. En el curso de su carrera militar, combatió en cerca de 60 batallas y perdió siete, la mayoría de éstas en su etapa final. Marengo, Austerlitz, Jena, Friedland, Wagram: se leen como la marcha triunfal de un ejército invencible. Sin embargo, al final, Napoleón conoció su Waterloo. De hecho, incluso en la cara de esta fachada triunfal, habían comenzado a aparecer algunas grietas. La más grave fue España.
Se podría argumentar que las semillas de la derrota y la abdicación de Napoleón en 1814 fueron sembradas por el mismo emperador seis años antes, cuando usurpó el trono español a favor de su hermano José y, al hacerlo, provocó al pueblo español a la revuelta. La Guerra Peninsular, conocida en España comoLa Guerra de la Independencia Españolacomenzó con el levantamiento heroico del pueblo de Madrid contra las tropas de ocupación francesas el 2 de mayo de 1808, y finalizó el 17 de abril 1814.
La guerra de España representó un drenaje colosal de sangre y dinero para los franceses y terminó en derrota. La guerra española se caracterizó por las tácticas de guerrilla – la primera vez en que se utilizó esa palabra. Las tácticas de ataques y fugas repentinos de las fuerzas irregulares españoles minaron gradualmente la fuerza de los ejércitos franceses. Las fuerzas guerrilleras españolas fueron apoyadas por tropas inglesas dirigidas por el duque de Wellington, Arthur Wellesley, que fue la némesis de Napoleón. Para 1810-1811, 300.000 soldados franceses estaban maniatados en la Península. Sin embargo, sólo 70.000 de ellas podían estar disponibles para luchar contra Wellington; el resto estaba inmovilizado por la amenaza de insurrecciones locales y de las acciones de la guerrilla.
El punto de inflexión más decisivo, sin embargo, fue la desastrosa invasión de Rusia por Napoleón en 1812. Sus ejércitos lograron apoderarse de Moscú, pero se vieron obligados a retirarse a través de las ventiscas heladas del invierno ruso, que los diezmaron. Los soldados franceses agotados luchaban con la nieve a la altura de sus rodillas. Sólo en la noche del 8-9 de noviembre cerca de 10.000 hombres y caballos murieron congelados Esta fue una derrota de la que Napoleón nunca se recuperó.
Animado por la debacle rusa de Napoleón, Prusia se unió a Austria, Suecia, Rusia, Gran Bretaña, España y Portugal en una nueva coalición (la Sexta). Wellington había derrotado al ejército francés en España el 21 de junio 1813, en la Batalla de Vitoria. La noticia de la victoria de Wellington fortaleció la alianza ruso-prusiana y contribuyó a la consolidación de la Coalición. Pero a pesar de estos contratiempos, Napoleón todavía fue capaz de desplegar 350.000 soldados. Él infligió una serie de derrotas a la Coalición que culminó en la Batalla de Dresde, en agosto de 1813. Pero las cifras siguieron aumentando contra Napoleón, y el ejército francés fue derrotado por una fuerza doble en tamaño y perdió en la batalla de Leipzig, que costó más de 90.000 víctimas.
Los aliados ofrecieron un acuerdo de paz, según el cual Napoleón permanecería como emperador de Francia, podría mantener el control de Bélgica, Saboya y la región del Rin (la orilla oeste del río Rin), mientras que renunciaba a España y a los Países Bajos, y a la mayor parte de Italia y de Alemania. Era una buena oferta, pero Napoleón, siempre jugador, esperaba ganar la guerra y perdió la oportunidad. Los aliados, impacientes con sus dilaciones y engaños, retiraron su oferta.
Cuando trató de reabrir las negociaciones de paz sobre la base de la aceptación de las propuestas anteriores, Napoleón se enfrentó con nuevas condiciones, más duras. Permanecería emperador, pero Francia tendría que regresar a sus fronteras de 1791, lo que significaba perder Bélgica. En realidad, los británicos no querían que aceptara. Querían aplastarlo de una vez por todas. Y consiguieron lo que querían. Napoleón se negó y se retiró a Francia, aunque su ejército se había reducido ahora a 70.000 soldados, y algunos de caballería. Era superado en número más de tres veces por las fuerzas aliadas.
Francia estaba rodeada de enemigos. Los ejércitos británicos avanzaron desde el sur, y otras fuerzas de la coalición estaban dispuestas para atacar desde Alemania. Napoleón consiguió una serie de victorias en la Campaña de los Seis Días, pero la situación era desesperada. París se rindió a la Coalición en marzo de 1814. Los vencedores exiliaron a Napoleón a Elba, una isla de 12.000 habitantes en el Mediterráneo frente a la costa toscana. Al hombre que había sido el amo de Europa, le dieron gentilmente la soberanía sobre una pequeña isla. Y con un delicioso sentido del humor, le permitieron retener el título de emperador.
Napoleón claramente no apreció la broma. Rompió su exilio de nueve meses en la isla de Elba, y regresó rápidamente a Francia para movilizar un ejército. Era un plan audaz. El ejército enviado para interceptarle hizo contacto cerca de Grenoble el 7 de marzo de 1815. Napoleón se acercó al regimiento sin compañía, desmontó su caballo y, cuando estaba a tiro de bala, gritó: “Aquí estoy. Matad a vuestro emperador, si así lo deseáis”. Los soldados respondieron con “Vive L’Empereur!” y se unieron a Napoleón en su marcha a París.
El restaurado rey Borbón Luis XVIII huyó para salvar su vida. El 13 de marzo, las potencias se reunieron en el Congreso de Viena y declararon a Napoleón fuera de la ley. Cuatro días más tarde, Gran Bretaña, Rusia, Austria y Prusia se comprometieron a poner cada una 150.000 hombres en el campo de batalla para derrotarlo de una vez por todas. Napoleón había conseguido levantar un ejército de cerca de 200.000 hombres para enfrentarse a las fuerzas de la Coalición.
La concepción de su campaña final fue brillante. Él planeó dividir las fuerzas comandadas por Wellington y las del ejército prusiano bajo Gebhard von Blücher, y luego derrotar a cada uno por separado. Sin embargo, su ejecución dependía de la velocidad y capacidad de decisión, y parece que los subordinados inmediatos de Napoleón, los mariscales Ney y Grouchy no estaban del todo a la altura.
La batalla de Waterloo
Wellington comentó algunos años más tarde: “La historia de una batalla no es diferente a la historia de una pelota. Algunas personas pueden recordar todos los pequeños acontecimientos de los cuales el gran resultado es la batalla ganada o perdida; pero ningún individuo puede recordar el orden en el que, o el momento exacto, en que se produjeron, lo que marca toda la diferencia en cuanto a su valor o importancia”.
¡Una comparación muy extraña! Nada menos que con una pelota, sería difícil de imaginar. La magnitud de la masacre y del sufrimiento fue inmensa. Sobre todo si tenemos en cuenta que todo el asunto se llevó a cabo en un campo de batalla de 10 millas (16km) al sur de Bruselas. Durante un largo día de junio, alrededor de 200.000 hombres lucharon entre sí, comprimidos en un área de cinco millas cuadradas (13 kilómetros cuadrados). La masacre resultante fue terrible y queda más allá de toda descripción. Cuando la oscuridad cayó finalmente, hasta 50.000 hombres yacían muertos o gravemente heridos y 10.000 caballos estaban muertos o moribundos.
La noche antes de la batalla, Wellington se quedó en una posada de Waterloo mientras que Napoleón estaba tres millas al sur. Sus hombres dormían a la intemperie bajo la lluvia que cayó durante toda la noche. Wellington sabía que las posibilidades de victoria dependían de la llegada del general Blücher y del ejército prusiano que se recuperaba en Wavre, a 18 millas al este de Waterloo. El plan de Napoleón se basaba en mantener a los prusianos y a los ejércitos británicos separados, de modo que pudiera derrotar a Wellington y tomar Bruselas. Pero Wellington, que tenía subordinados y personal experimentados y competentes, no tenía rivales en el arte de la defensa.
Wellington estableció una fuerte posición defensiva, bloqueando el camino a Bruselas con el fin de detener el avance de Napoleón hacia la capital. Sabía que estaba en inferioridad numérica –aproximadamente 68.000 tropas aliadas contra las 72.000 de Napoleón. Por lo tanto, colocó a sus hombres detrás de una loma y en tres granjas: Papelotte, Le Haye Sainte y Hougoumont. A partir de aquí podía tratar de mantener el terreno hasta que llegaran los prusianos.
El propio Engels señaló que la infantería británica era excepcional en su capacidad de mantenerse firme, resistiendo impasiblemente cualquier ataque. Los hombres de Wellington eran veteranos endurecidos en la Guerra de la Independencia española, soldados de la más alta calidad. Este ejército altamente disciplinado resistió los ataques repetidos de los franceses, que fueron expulsados del campo de batalla. Su resistencia obstinada dio margen a los prusianos para llegar a tiempo y romper el flanco derecho de Napoleón, lo que decidió el resultado de la batalla.
Napoleón pudo ver que el suelo estaba empapado por la lluvia caída durante la noche, lo que dificultaba el movimiento de sus hombres y armas de fuego de sus posiciones. Por lo tanto, decidió retrasar su primer gran ataque hasta que el suelo se hubiera secado. Esta era una estrategia peligrosa, ya que podría dar tiempo a que el ejército de Blücher llegara para unirse a Wellington en el momento preciso. Pero ante la perspectiva de que la infantería y la caballería francesas quedaran empantanadas en medio de un mar de barro se corría el riesgo de quedar agotados en las primeras etapas de la batalla.
Por el momento, Napoleón decidió sacar a los británicos de sus posiciones y mellar sus líneas defensivas. Comenzó la batalla con un asalto con un cañoneo a gran escala y luego lanzó un ataque contra la guarnición mejor defendida de Wellington en la granja de Hougoumont. Los 5.000 soldados franceses eran mucho más numerosos que los 1500 británicos recluidos en el interior de la granja. Pero sus muros la convertían en una fortaleza sólida. Los británicos podían disparar a los franceses a través de agujeros en las paredes y hacer blanco sobre ellos. Durante todo el día los franceses se lanzaron una y otra vez contra Hougoumont. A las 12.30 rompieron las puertas de entrada, pero los británicos rápidamente las cerraron de nuevo, atrapando a 40 soldados franceses en el interior. Los masacraron a todos menos a un tamborilero de 11 años.
En realidad fue una distracción para cubrir el objetivo real de Napoleón, que era dañar el centro de las líneas británicas. Envió 18.000 soldados de infantería a lo largo del camino a Bruselas para dar un golpe decisivo. Capturaron la granja de Papelotte y el área que rodeaba La Haye Sainte. Parecía que la victoria estaba ahora al alcance de Napoleón. De pronto, se le informó que los prusianos avanzaban. Para empeorar las cosas, la caballería de Wellington cargaba contra la infantería francesa, cortando sus filas como guadañas en un campo de maíz. Las líneas de Napoleón habían sido seriamente debilitadas.
Aunque Blücher no pudo alcanzar a Wellington en la batalla principal, sus esfuerzos sí pusieron a los franceses bajo presión que tuvieron que dividir sus recursos. Los prusianos atacaron a los franceses enérgicamente: Napoleón se vio obligado a comprometer más tropas a lo largo de la tarde conforme el territorio cambiaba de manos varias veces. Wellington pudo oír el cañonazo a la distancia –que anunciaba que Blücher había formado una línea propia formidable, como había prometido.
Los franceses estaban ahora luchando en dos frentes. Eso era lo que Napoleón quería evitar a toda costa. En un desesperado intento de liquidar la fuerza británica, ordenó al mariscal Ney capturar La Haye Sainte, bastión central de Wellington. Durante dos horas, ola tras ola de soldados franceses fuertemente blindados a caballo cargaron sobre la línea de los Aliados. Las tropas aliadas formaron cuadrados. Aunque partieron la fuerte caballería francesa de 4.000 soldados, ahora eran un blanco fácil para la artillería pesada de Napoleón. De los 747 hombres del 27º Regimiento británico, perecieron cerca de 500.
Después de horas bajo ataque, La Haye Sainte finalmente cayó. Wellington había perdido su preciada guarnición. Este fue un golpe demoledor. Napoleón estaba ahora en condiciones de llevar la artillería francesa al frente y atacar el centro aliado con resultados devastadores. Todo lo que Wellington podía hacer era defender desde detrás de la cresta de la colina y esperar una rápida llegada de los refuerzos prusianos.
Napoleón sabía que el tiempo se estaba acabando. Por lo tanto, se jugó el As de su baraja, y ordenó a sus tropas de élite, la Guardia Imperial, que atacara. Estos hombres valientes avanzaron, con las espadas desenvainadas, en una estampa magnífica. Los hombres de Wellington esperaron fuera de su vista, agazapados en la hierba detrás de la loma. Cuando los franceses alcanzaron la colina, Wellington ordenó a sus hombres que se levantaran y abrieran fuego. Dispararon casi a quemarropa. Una lluvia mortal de balas de mosquete atravesó los soldados franceses, doblándolos hacia atrás, y su potencial como fuerza de combate se rompió completamente.
El resultado final de la batalla estuvo en duda casi hasta el último momento. Pero la derrota de la Guardia Imperial debió haber asestado un golpe demoledor a la moral de Napoleón y fue un punto de inflexión en la batalla. Por fin, las fuerzas de Blücher estaban ahora llegando. El ejército aliado avanzó, persiguiendo a la Guardia Imperial. El emperador era protegido por sus hombres mientras huían del campo de batalla. Wellington tuvo la oportunidad de matar a Napoleón, pero parece que ordenó a sus hombres que lo mantuvieran a cubierto de su fuego.
Después de su derrota, Napoleón quedó a merced de los británicos, esperando ingenuamente que podría vivir sus días como caballero rural en Inglaterra. Pero esta vez no estaban dispuestos a tomar ningún riesgo. Fue llevado educadamente pero con firmeza por oficiales de la Marina Real a un barco con destino a su segundo y último exilio. Tenían órdenes de transportarlo a Santa Elena, una isla remota donde le resultaría imposible causarles más problemas.
El emperador y lo que quedaba de su séquito estaban profundamente ofendidos por esta traición. Pero él tuvo la suerte de no haber caído en manos de los prusianos, que si lo hubieran atrapado habrían sido algo menos considerados. Habría sido colgado en el árbol más cercano. En las orillas de una isla desierta, el hombre que quería ser el Amo del Mundo podía, al menos, pasar el resto de sus días contemplando hermosas puestas de sol, y ser el amo de todo lo que tenía a su vista. Eso era mucho más que el destino de los pobres diablos cuyos cuerpos cubrían los campos de Waterloo.
Nadie sabe cuántos murieron exactamente porque las pérdidas francesas eran sólo estimaciones. Johnny Kincaid, un oficial del 95º batallón de Rifles que sobrevivieron al ataque de los franceses en el cuerpo central de Wellington, cerca de la granja de La Haie Sainte, declaró fríamente: “Yo nunca había oído hablar de una batalla en la que hubiera muerto todo el mundo; pero esto parecía probablemente una excepción, ya que todos caían por turnos “.
A menudo se dice que el duque de Wellington exclamó al inspeccionar la escena de la matanza después de la batalla: “Al lado de una batalla perdida, la mayor miseria es una batalla ganada”. Lo que en realidad dijo fue: “Gracias a Dios, yo no sé lo que se siente al perder una batalla; pero sin duda nada puede ser más doloroso que ganar una con la pérdida de tantos amigos”.
Por supuesto, el siglo XX vio un gran avance en la civilización humana, y particularmente en la capacidad de las personas para matar a otras personas. En comparación con la batalla del Somme, el asunto de Waterloo fue sólo una escaramuza menor ¡Cómo ha avanzado la humanidad!
Las secuelas
¿Era inevitable la derrota de Napoleón en Waterloo? Ciertamente, Wellington no lo creía. Dijo más tarde, que fue “la batalla más igualada que se haya podido ver en la vida”. Se cometieron errores. Napoleón se privó de sus dos generales más eficaces: el mariscal Davout, que dejó atrás para proteger París, y el mariscal Suchet, que puso a cargo de la defensa de la frontera oriental contra un posible ataque de los austríacos. El segundo error fue la vacilación de Ney en tomar el cruce estratégico de Quatre Bras, la clave para dividir los ejércitos de la coalición.
El Conde d’Erlon y sus 20.000 soldados vagaban sin rumbo bajo la lluvia entre la batalla de Quatre Bras contra los anglo-holandeses y la batalla de Ligny que los prusianos estaban perdiendo. Si él no hubiera intervenido en ninguna, el impacto podría haber sido decisivo. La falta de iniciativa de Grouchy permitió a los prusianos reagruparse para rebasarle y llegar en el momento crítico para salvar a Wellington en Waterloo.
Sin embargo, incluso si Napoleón hubiera ganado en Waterloo, no hubiera podido finalmente ganar la guerra. El tamaño y la determinación de las fuerzas a las que se enfrentaba en toda Europa lo hacían imposible. Las consecuencias de la batalla de Waterloo fueron profundas y se prolongaron durante décadas, mientras que redibujaron el mapa de Europa. Gran Bretaña y sus aliados crearon un sistema reaccionario conocido como el Concierto de Europa que reforzó a todos los regímenes monárquicos reaccionarios de Europa.
En Francia, la monarquía borbónica fue restaurada. Al igual que un enjambre de langostas hambrientas un ejército de parásitos aristocráticos consentidos descendió sobre Francia, deseosos de chupar la sangre de su pueblo. La Iglesia Católica Romana recuperó su poder y, en contra de la tenaz resistencia de la mayoría que había aprendido a respirar el aire de la libertad, comenzó la ardua tarea de volver a imponer su vieja dictadura espiritual. En Francia se asentaron años de asfixiante represión.
En toda Europa hubo un carnaval de contrarrevolución. Desde San Petersburgo a Nápoles la sociedad fue aplastada bajo la grupa de plomo de la reacción. Sin embargo, las guerras de Napoleón tuvieron consecuencias revolucionarias. Ellas dieron como resultado la disolución del Sacro Imperio Romano y sembraron las semillas del nacionalismo que llevaría a la consolidación de Alemania e Italia más tarde.
Incluso en su distorsionado disfraz bonapartista los ideales democráticos de la Revolución Francesa habían encendido una llama en los corazones y las mentes que no podía extinguirse fácilmente. Eso se demostró incluso en la Rusia zarista con la rebelión de los “decembristas”. Esta primera manifestación de la revolución rusa fue encabezada por jóvenes oficiales del ejército que habían luchado en las guerras y que habían sido afectados por las ideas democráticas y revolucionarias. Fue brutalmente aplastada y sus líderes ejecutados. Pero el ejemplo de los decembristas inspiraría a una nueva generación de jóvenes revolucionarios, y en última instancia, sentó las bases de la revolución bolchevique.
Los años posteriores a Waterloo fueron un período de tensión y de inmensas protestas políticas de masas en Gran Bretaña. Menos del 2% de la población tenía derecho a voto, y el hambre era generalizada. Las desastrosas Leyes del Maíz convirtieron el pan en un objeto inasequible para muchos. En la Gran Bretaña de la posguerra el malestar entre los trabajadores comenzó a expresarse en la formación de grupos políticos organizados que pedían democracia. En 1819, la Sociedad de Reforma Femenina de Manchester denunció la “guerra injusta, innecesaria y destructiva, en contra de las libertades de Francia”, afirmando que había “tendido a triplicar el valor de la propiedad de la tierra, y a cargar nuestro amado país con una carga insuperable de tributación”.
El 16 de agosto de 1819 la enorme zona abierta en torno a lo que hoy es la Plaza de Saint Peter, en Manchester, una manifestación de protesta de masas de más de 60.000 manifestantes pacíficos a favor de la democracia y de la lucha contra la pobreza fue aplastada brutalmente en lo que se conoció comoLa Masacre de Peterloo. Se estima que 18 personas, entre ellas una mujer y un niño, murieron a causa de los sablazos o del pisoteo bajo los cascos de los caballos, mientras que más de 700 hombres, mujeres y niños recibieron lesiones muy graves. Aunque él no participó personalmente en esta masacre, el duque de Wellington se ganó el odio de los radicales por su hostilidad a la reforma. El nombre de la Masacre de Peterloo era una referencia irónica a la batalla de Waterloo.
En Alemania, la reacción contra Napoleón condujo a un aumento de los sentimientos nacionalistas, sobre todo entre los intelectuales y estudiantes que establecieron clubes llamados Burschenschaft. Descontentos con el régimen establecido por el Congreso de Viena, los nacionalistas alemanes comenzaron a asesinar a los líderes reaccionarios. Metternich reaccionó impulsando los Decretos de Carlsbad, que prohibió los Burschenschaft y los condujo a la clandestinidad. Los decretos incrementaron la regulación gubernamental de las universidades, lo que limitaba lo que se enseñaba, y allanó el camino para la censura del gobierno sobre los periódicos alemanes.
Este fermento entre los intelectuales alemanes finalmente produjo a los autores deEl Manifiesto Comunista, que se abre con las célebres palabras:
“Un fantasma recorre Europa – el fantasma del comunismo. Todos las potencias de la vieja Europa se han unido en santa cruzada contra este fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes”.
Estas palabras describen el sistema reaccionario que fue establecido por el Congreso de Viena después de la derrota de Napoleón en 1815. Fue pensado para eliminar el riesgo de la revolución para siempre, y exorcizar el fantasma de la Revolución Francesa para siempre. La dictadura brutal de las “potencias de la vieja Europa” parecía como si fuera a durar para siempre. Pero tarde o temprano las cosas se convertirían en su contrario. Debajo de la superficie de reacción, nuevas fuerzas estaban madurando poco a poco y una nueva clase revolucionaria –el proletariado– estaba estirando sus extremidades.
La contrarrevolución fue derrocada por una nueva oleada revolucionaria que recorrió Europa en 1848. Estas revoluciones combatieron bajo la bandera de la democracia –la misma bandera que fue levantada sobre las barricadas de París en 1789. Pero en todas partes la fuerza principal en la revolución no era la burguesía reaccionaria cobarde sino los descendientes directos de los Sans-Culottes franceses –la clase obrera, que inscribió en su bandera un nuevo tipo de ideal revolucionario, el ideal del comunismo.
Londres 18 de junio 2015