EE.UU.: cavando un agujero cada vez más profundo: la «gran y hermosa ley fiscal» prepara una crisis de las finanzas públicas

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Las últimas semanas han puesto de relieve el déficit del Gobierno estadounidense. Tras décadas de grandes déficits presupuestarios, los bancos y las compañías de seguros están empezando a preocuparse de que incluso el Gobierno estadounidense ya no sea un prestatario fiable.

Se estima que la «One Big Beautiful Bill Act» (gran y hermoso proyecto de ley) de Trump mantendrá el déficit presupuestario entre el 6 % y el 7 % del PIB tras prorrogar los recortes de impuestos del primer mandato de Trump para las rentas altas y medias. Al mismo tiempo, la inflación se mantiene por encima del objetivo, aunque ha bajado desde los máximos alcanzados tras la pandemia. Esto ha hecho que los bancos, las compañías de seguros, los fondos de pensiones y otras entidades se preocupen por las inversiones futuras.

El proyecto de ley beneficia en gran medida a los estadounidenses más ricos. El 10 % más pobre perderá una media de 1600 dólares, principalmente por la pérdida del acceso a la asistencia médica. El 10 % más rico ganará 12.000 dólares.

Las consecuencias del proyecto de ley reflejan las contradicciones del Gobierno de Trump y son una de las razones del enfrentamiento entre Musk, que representa el ala más libertaria y partidaria de un Estado reducido, y Trump, que no comparte ese punto de vista.

Musk quiere recortes más profundos y, desde luego, no quiere mantener un déficit masivo. Probablemente tampoco ve el valor de medidas como la abolición del impuesto sobre las propinas [una medida popular que beneficia a los trabajadores de la hostelería]. Así lo declaró en Twitter:

«Lo siento, pero ya no puedo más. Este proyecto de ley de gastos del Congreso, enorme, escandaloso y lleno de prebendas, es una abominación repugnante. Qué vergüenza para los que lo han votado: sabéis que habéis hecho mal. Lo sabéis».

Los propios republicanos llevan años haciendo campaña para reducir el déficit. El movimiento predecesor del de Trump, el Tea Party, se centraba en reducir la deuda nacional y el déficit mediante recortes. Musk se hace eco de ese sentimiento.

Sin embargo, la mayor parte del presupuesto del Gobierno estadounidense se destina a proporcionar una red de seguridad para los pobres, que cubre los salarios miserables con los que se obliga a vivir a una parte de la clase trabajadora. Esto afecta especialmente a algunas zonas semiurbanas que votan a los republicanos. Los republicanos y Trump, ahora en el Gobierno, no están muy dispuestos a atacar a los estadounidenses pobres de clase trabajadora.

Los recortes que propone el proyecto de ley son muy pequeños en comparación con el presupuesto total, pero, no obstante, supondrán que millones de estadounidenses perderán el acceso a los servicios médicos.

Como dijo una madre del distrito de Luisiana del presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson:

«[Mi hijo de 19 años] tiene trabajo. Pero, ¿va a subir el salario mínimo? ¿Va a subir el sueldo para que pueda pagarse el seguro médico? ¿Va a poder ganar lo suficiente para vivir?».

Y añadió:

«[Johnson] tiene que bajar a nuestro nivel y vivir como nosotros. Me temo que no sobreviviría».

El 38 % de la población del distrito de Johnson está inscrita en Medicaid. Sin duda, los congresistas republicanos pueden sentir la presión de la clase trabajadora, y esa es la razón de su renuencia a lanzar un ataque frontal contra este sector de los trabajadores.

Si bien los recortes son demasiado para todo un sector de la clase trabajadora, también son demasiado pequeños para los prestamistas del gobierno estadounidense. Tal es la contradicción en la que se encuentra el gobierno estadounidense. No son los únicos.

Cómo los bancos centrales financiaron a los gobiernos

Desde 2007, los gobiernos han acumulado deuda como si no hubiera un mañana. Del 64 % del valor del PIB (el valor de la producción estadounidense en un año), la deuda pública estadounidense ha alcanzado ahora el 120 %. En el Reino Unido, la deuda ha pasado del 36 % al 100 %, y en Francia del 69 % al 97 %. Esto a pesar de la inflación y de cierto crecimiento económico.

El Financial Times, en un reciente documental sobre la crisis de la deuda, se refería a que el mundo estaba «adicto a la deuda», lo cual no es una mala forma de describirlo.

La realidad es que, desde la década de 1980, se han ido acumulando contradicciones en la economía mundial, ya que el aumento de la productividad no ha ido acompañado de un aumento de los salarios. Los trabajadores han sido cada vez más explotados y exprimidos. En términos marxistas, la tasa de explotación aumentó enormemente.

El resultado fue que cada vez era más difícil encontrar consumidores que igualaran la creciente capacidad creada en la industria, porque los trabajadores simplemente no podían permitirse comprar los productos que fabricaban. En otras palabras, la forma en que se salió de la crisis de los años setenta creó un enorme problema de exceso de capacidad, o sobreproducción, en la economía.

Para resolver este problema, se amplió enormemente el crédito mediante la desregulación y los bajos tipos de interés. Por ejemplo, en la década de 1990 se legalizó que los bancos concedieran préstamos a personas que sabían que no podían devolverlos. Todo ello condujo a la crisis de 2007-2008, cuando el crédito incobrable provocó un colapso de los préstamos.

Pero a medida que se redujo el crédito a los hogares y, en menor medida, a las empresas, alguien tuvo que tomar el relevo. Y ahí es donde intervinieron los gobiernos. Lejos de seguir el dictado de que los gobiernos deben mantenerse al margen de la economía, de repente se convirtieron, como dice el documental del Financial Times, en «el consumidor de última instancia».

Desde entonces, los gobiernos han gestionado los déficits presupuestarios como si estuvieran en plena recesión, incluso cuando la economía crecía. El resultado es que la deuda pública ha alcanzado el nivel de 1945, al final de una guerra mundial.

Al mismo tiempo, los bancos centrales mantuvieron el suministro de crédito en marcha con tipos de interés históricamente bajos y la impresión de dinero (lo que denominaron «flexibilización cuantitativa»), compensando la falta de voluntad de los bancos y otras instituciones para prestar dinero. Esto mantuvo bajos los tipos de interés tanto para las empresas como para los gobiernos, cuando en circunstancias normales se habrían disparado.

Durante la pandemia, esto alcanzó proporciones ridículas. Los gobiernos de los países ricos abrieron el grifo del gasto y los bancos centrales pusieron en marcha la imprenta electrónica. Durante un breve periodo de tiempo, pareció que había dinero gratis. Parecía que se podía incurrir en déficits financiados con la impresión de dinero y que eso no tendría consecuencias. De repente, la utopía reformista que los defensores de la «teoría monetaria moderna» llevaban tiempo intentando vender se puso de moda.

Pero eso tuvo un coste, que se hizo evidente cuando la inflación despegó. Si se aumenta masivamente la oferta total de dinero mientras la producción se estanca, la inflación es una consecuencia inevitable. Hay mucho más dinero persiguiendo la misma cantidad de bienes y servicios.

Como resultado, los bancos centrales tuvieron que poner el freno, subiendo los tipos de interés y destruyendo parte de la enorme cantidad de dinero que habían creado (lo que denominan «reducción gradual»).

Se avecina una nueva crisis

Ahora bien, si las grandes deudas y déficits públicos son apenas sostenibles con tipos de interés del 1 % o el 2 %, de repente se vuelven mucho menos sostenibles con tipos del 4 % o el 5 %. Para empeorar las cosas, el banco central ha empezado a intentar vender la deuda pública y corporativa que ya ha acumulado.

La deuda pública consiste principalmente en bonos, que son como «pagarés», con una fecha en la que deben pagarse y un importe. Cuando el bono «vence», es decir, cuando llega su fecha de vencimiento, el gobierno tiene que emitir un nuevo bono y venderlo a algún inversor. Además, tiene que emitir bonos para cubrir el déficit del presupuesto público. Esto es lo que se denomina mercado primario de bonos. El mercado secundario es aquel en el que los inversores venden estos bonos a otras personas, y ese es el mercado que suele citarse en la prensa.

Este mercado primario es en sí mismo enorme. Cada año, antes de la pandemia, se creaban alrededor de 10 billones de dólares en bonos del Estado. Ahora, son alrededor de 20 billones. Solo Estados Unidos representa la mitad de esa cifra. Se estima que este año tendrá que emitir deuda por valor de 9,2 billones de dólares para cubrir los préstamos que vencen y otros 1,9 billones para cubrir el déficit.

La forma en que los gobiernos piden dinero prestado también implica que los tipos de interés tardan algún tiempo en repercutir en el sistema. El interés medio que paga actualmente Estados Unidos por su deuda es del 3,3 %, pero cualquier nuevo préstamo tendrá que hacerse al 4-5 %. Así, con cada bono que vence, hay que vender uno nuevo para sustituirlo al nuevo tipo y los pagos de intereses aumentan.

Últimamente, los bonos a 10-30 años son muy difíciles de vender porque los inversores se sienten inseguros sobre el crecimiento de EE. UU. (que es lo que les da margen para pagar la deuda) y la tasa de inflación del país. Una cosa es prestar dinero al Gobierno al 4 % de interés si se espera que la inflación sea del 2 %. Y otra muy distinta es prestarle al Gobierno cuando la inflación es del 6 o del 10 %. Si ese fuera el caso, sería más seguro invertirlo en algún activo como el oro o en el mercado de valores, donde el valor tiende a seguir la inflación.

Además, está muy claro que, en algún momento no muy lejano, habrá que ajustar el presupuesto. En 2024, por cada cuatro dólares que gastó el Gobierno, pidió prestado uno. En otras palabras, para equilibrar las cuentas, tendría que aumentar los ingresos en un 37 % o recortar el gasto en un 25 %. A esto hay que añadir el coste cada vez mayor de los pagos de intereses. Se estima que el año que viene el Gobierno federal de Estados Unidos tendrá que gastar 1,1 billones de dólares solo en intereses, lo que supone más de una quinta parte de todos sus ingresos.

Durante décadas, Estados Unidos ha podido mantener este déficit gracias a su gran economía, pero también porque el dólar es una «moneda de reserva», lo que provoca un flujo constante de dinero hacia el dólar, incluidos los mercados de bonos. Ser la moneda de reserva del mundo también significa que, cuando el Banco Central de Estados Unidos imprime dinero, no se produce un colapso del valor de la moneda, como ocurriría con otros bancos centrales.

El hecho de que el Gobierno, las empresas y los consumidores estadounidenses pudieran pedir préstamos a un tipo de interés más bajo que el resto del mundo se denominaba el «privilegio exorbitante» de Estados Unidos. Sin embargo, con el deterioro del estatus del dólar debido a la política exterior estadounidense y su relativa pérdida de poder imperial, esto ya no es tan útil como lo era antes.

Llegado un punto, los inversores dirán: «Esto es insostenible, corro el riesgo de no recuperar mi dinero o, cuando lo haga, valdrá mucho menos que cuando lo presté». En la prensa económica, incluso se ha acuñado un término para referirse a estos inversores: «vigilantes de los bonos». El hecho de que Moody’s rebajara la calificación de la deuda estadounidense de AAA —la última de las grandes agencias de calificación en hacerlo— es sintomático.

Una receta para la lucha de clases

Naturalmente, cualquier intento de corregir este desequilibrio presupuestario provocaría la reacción de la clase trabajadora. Ya con estos recortes relativamente pequeños en la asistencia médica, los republicanos están sintiendo la presión. Si tuvieran que llevar a cabo el programa de recortes necesario para sanear las finanzas, se enfrentarían a un nivel de presión totalmente diferente.

Lo mismo ocurre con otros gobiernos de todo el mundo. El gobierno británico ha sufrido un fuerte golpe en su popularidad por sus intentos de reducir el déficit y se ha visto obligado a dar marcha atrás en una política especialmente impopular. El gobierno de Macron se derrumbó después de que impusiera las reformas de las pensiones para apaciguar a los mercados. Desde entonces, no ha sido capaz de formar un gobierno estable.

Oliver Blanchard, que fue economista jefe del FMI entre 2008 y 2015, comentó sobre la situación francesa: «Es muy posible que se necesite una crisis que haga que la gente se siente a la mesa y esté dispuesta a aceptar recortes».

En otras palabras, no cree que ningún gobierno francés pueda evitar una crisis de deuda, y que será necesario un ajuste de este tipo para equilibrar las cuentas. Lo mismo parece ocurrir en Estados Unidos.

Los medios de que dispone la clase dominante para hacer frente a la deuda son todos poco atractivos. Pueden subir los impuestos, normalmente a la capa ligeramente más acomodada de la clase trabajadora, lo que supondría un recorte significativo de su nivel de vida. También reduciría la capacidad de esta capa para consumir, comprar coches, vacaciones, etc. Por lo tanto, amenazaría con empujar la economía a la recesión.

Por supuesto, pueden recortar el estado del bienestar. Pero después de unos 15 años de austeridad, muchos servicios públicos están al borde del colapso. Más recortes los empujarían definitivamente al abismo.

Hay soluciones menos ortodoxas, que ahora se están debatiendo abiertamente. Por ejemplo, podrían inflar la deuda imprimiendo dinero, lo que alimentaría la inflación. Por cierto, la única vez que la deuda pública se redujo desde 2008 fue en los años en que la inflación alcanzó el 8-10 %.

Pero una política de este tipo también causaría estragos en la frágil estabilidad política existente. Mantener una inflación significativa durante mucho tiempo destruiría el ahorro. Arruinaría los fondos de pensiones y las compañías de seguros, que dependen en gran medida de los intereses para obtener sus ingresos. Y provocaría una lucha de clases masiva, ya que los trabajadores lucharían por mantener sus salarios, mermados por la inflación.

En este sentido, toda la crisis económica encuentra su expresión en la crisis de las finanzas públicas. Por un lado, es un reflejo de la crisis, pero ahora también es, cada vez más, una fuente de inestabilidad para el conjunto de la economía. Si el mundo ha dependido de los gobiernos para mantener en marcha la industria, es evidente que estos pronto dejarán de ser capaces de hacerlo.

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