En el momento en que entramos a un nuevo año, el mundo se enfrenta a un punto de inflexión decisivo. La crisis del capitalismo está alcanzando un nuevo nivel, que amenaza con derrocar todo el orden mundial existente que fue organizado laboriosamente después de la Segunda Guerra Mundial. 10 años después del colapso financiero de 2008, la burguesía no está cerca en modo alguno de resolver la crisis económica.
Todos los sacrificios y el dolor de los últimos 10 años no han resuelto la crisis, sólo han incrementado el sufrimiento, el empobrecimiento y la desesperación de las masas, mientras que una pequeña minoría de parásitos ha adquirido niveles obscenos de riqueza. Pero la política, en última instancia, es economía concentrada. Hace una década predijimos que todos los intentos de los gobiernos por restablecer el equilibrio económico solo servirían para destruir el equilibrio social y político. Vemos esto en un país tras otro.
En Europa, tenemos la crisis hirviente del Bréxit, en sí misma un elemento altamente desestabilizador de la situación. Esto ha arrojado a Gran Bretaña a una profunda crisis sin un final claro a la vista. No hace mucho, Gran Bretaña era quizás el país más estable políticamente de Europa. Ahora es uno de los países más inestables.
Hace unas semanas, en Channel 4 News, se le preguntó al conocido comentarista político conservador Matthew Parris si creía que la crisis actual era la más grave de la historia británica. Él respondió de la siguiente manera:
“Puedo recordar la crisis de Suez de 1956. Esa fue una crisis muy seria, y desde entonces he vivido otras. Pero siempre en el pasado, sin importar cuán profunda fuera la crisis, siempre tuve la sensación de que alguien, en algún lugar, tenía un plan: una idea clara de cómo salir de la misma. Ya no tengo ese sentimiento”.
En poco más de una semana, la primera ministra británica, Theresa May, presentará su desafortunado acuerdo para su aprobación en el Parlamento británico. Sus posibilidades de éxito se parecen a las de una bola de nieve en el infierno. Pero, si este acuerdo tan dolorosamente elaborado con la UE es derrotado, ¿qué pasará después? La posibilidad de que Gran Bretaña deje la UE sin un acuerdo es una receta completa para un caos económico, social y político sin precedentes, no sólo en Gran Bretaña sino en toda Europa.
Es una medida de la bancarrota completa del establishment político británico que tal escenario pudiera incluso contemplarse. Pero el reloj no se detiene y Gran Bretaña se está quedando sin tiempo. Cualquier alternativa que se proponga será desastrosa. La única cuestión a dilucidar es el grado del desastre. En cualquier caso, el escenario está preparado para un período muy tormentoso para Gran Bretaña.
Pero la crisis de Europa no termina ahí. En Alemania, que durante décadas fue la verdadera fuerza motriz de la economía europea, el largo dominio de los dos principales partidos políticos, los demócratas cristianos y los socialdemócratas, está a punto de colapsar. La renuncia de Angela Merkel a su posición como líder de los demócratas cristianos fue simplemente un síntoma de las tensiones políticas subyacentes que son un presagio de una creciente polarización social.
El mismo fenómeno se puede observar en muchos países. En Francia, la victoria electoral de Emmanuel Macron fue anunciada como una gran victoria para el centro político. Al igual que San Jorge y el Dragón, Macron bajó milagrosamente de las nubes para matar al malvado Dragón del extremismo de izquierda y derecha. Pero no pasó mucho tiempo para que el hombre que se creía que caminaba sobre el agua se hundiera bajo las olas tormentosas de la lucha de clases.
Las ilusiones absurdas de los comentaristas políticos que vieron en este pequeño narcisista político un salvador, no sólo para Francia sino para toda Europa, se evaporaron como una gota de agua en una estufa caliente. El colapso de la popularidad de Macron ha sido mucho más rápido y más catastrófico que el de su desafortunado predecesor, François Hollande. Las encuestas que le daban más del 70 por ciento de apoyo en el momento de su elección, estaban por debajo del 20 por ciento en diciembre.
Este giro dramático fue el resultado directo de algo que no se suponía que sucedería: la acción revolucionaria directa de las masas. En cuestión de semanas, los trabajadores y jóvenes de Francia lograron demoler la falsa imagen de invulnerabilidad del presidente francés, quien se vio reducido a suplicarles que le permitieran gobernar. El hombre que se jactaba de que nunca se rendiría a “la calle” se vio obligado a realizar un giro humillante de 180º. Sin embargo, al final, eso no será suficiente para salvarlo.
Francia y Alemania
Durante décadas, los destinos de Europa fueron decididos por dos países: Francia y Alemania. Al principio, la clase dominante francesa, con su exagerado sentido de importancia, quería vincular a Alemania a su lado, quien proporcionaría la base económica para una Europa unida, mientras que Francia proporcionaría el liderazgo político. ¡Una vana esperanza! Al final, es el poder económico el que decide la política, y no al revés.
Hoy en día, sólo un tonto puede dejar de entender que es Alemania, y no Francia, la que decide todas las cuestiones fundamentales en Europa. La ambición de Macron de que él le dictaría a Berlín (¡e incluso a Washington!) fue pronto expuesta como la ilusión ridícula que siempre fue. La crisis de Merkel no servirá para aumentar el poder y la autoridad del presidente francés, que ahora se encuentra en la posición poco envidiable del emperador que desfiló su desnudez bajo un supuesto traje nuevo. Incluso cuando se esconde detrás de su escritorio dorado, su desnudez política está clara para todos.
La creciente división entre Francia y Alemania no se basa en principios religiosos, la moral, la filosofía o el humanitarismo, sino en el dinero en efectivo, que bajo el capitalismo reemplaza al corazón y al alma como la verdadera fuerza motriz de la sociedad. Bajo condiciones de crisis capitalista, no hay forma de que esta división pueda ser curada. Amenaza con provocar una crisis existencial en el corazón mismo de la Unión Europea.
Macron muestra una simpatía muy conmovedora por los problemas de Italia y de otras naciones mediterráneas que lamentablemente se han endeudado en los últimos años. Envolviéndose en la bandera de la solidaridad europea, suplica a la UE que muestre humanismo y generosidad. Después de todo, ¿no dijo nuestro Señor mismo: “y perdona nuestras deudas”?
Es un hecho bien conocido que pocos placeres en la vida pueden compararse con el gentil arte de gastar el dinero de otras personas. Cuando Macron aboga por el perdón de la deuda, es consciente de que los que deben perdonar no se encuentran en París, sino en Berlín. Y aquellos que manejan las cuerdas del Bundesbank no están demasiado interesados en perdonar deudas, o cualquier otra cosa, como el pueblo de Grecia puede testificar voluntariamente.
En su propio país, Emmanuel Macron, el presidente rico, estaba empeñado en llevar a cabo una política de profundos recortes junto con la reducción de impuestos para los ricos mismos. Pero la rendición de Macron a los manifestantes de los Gilets Jaunes (“chalecos amarillos”), prometiendo un paquete de € 10 mil millones ($ 11,4 mil millones), significará que el déficit presupuestario de Francia, como el de Italia, superará los límites permitidos por la zona euro. Este hecho explica de alguna manera las diferentes actitudes adoptadas por los gobernantes de Francia y Alemania.
Todos los factores se combinan para acentuar las tendencias centrífugas, agravando las contradicciones y las tensiones entre las naciones que debían prevenirse con la creación de la UE. Para agregar combustible a las llamas, tenemos la crisis a fuego lento causada por la inundación de refugiados que golpean las puertas de Europa. Esto, a su vez, ha abierto nuevas líneas de falla entre Alemania y sus satélites de Europa del Este.
Polonia y Hungría están en una confrontación directa con la Unión Europea sobre la cuestión de la inmigración, respaldadas por el gobierno de derecha de Austria. En Alemania, el partido reaccionario anti-inmigrante Alternativa para Alemania (AfD) está ganando terreno, particularmente en los cuatro estados del este de Alemania.
Por lo tanto, el escenario está listo para un gran drama político en Europa. La crisis sobre el Bréxit no es más que el telón del escenario. La visión federalista para Europa se ha hundido sin dejar rastro. Lejos de avanzar hacia una mayor unidad, la Unión Europea se está fragmentando ante nuestros propios ojos.
Surgen nuevas líneas de falla
Las tensiones políticas entre Francia y Alemania son simplemente una expresión superficial de divisiones económicas profundas entre el norte y el sur de Europa. Recientemente, ha surgido un nuevo bloque, otra línea de falla junto a las muchas otras grietas que amenazan a la Unión Europea con una ruptura. Algunos lo han bautizado como una nueva liga hanseática, que se remonta al poderoso grupo de estados mercantiles de la zona del Báltico que dominó gran parte de la vida financiera de Europa en el período medieval.
Se ha abierto un abismo entre los países más pobres del sur de Europa y las economías más prósperas del norte. Dinamarca, Suecia, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, los Países Bajos e Irlanda son países relativamente pequeños en el contexto europeo más amplio, pero se han unido para resistir los reclamos de los países del sur de Europa de un presupuesto europeo para cubrir sus enormes déficits públicos.
Después de años de austeridad, recortes y terribles sufrimientos, Grecia se vio reducida a la ruina por el abrazo de hierro de Berlín y Bruselas. Nada se ha resuelto, y la crisis ahora se ha extendido a Italia, donde la deuda acumulada asciende al 130 por ciento del PIB. El gobierno de coalición anti-UE de Roma aprobó un presupuesto que violaba los límites impuestos por Bruselas, provocando una confrontación abierta. Por el momento, las grietas han sido tapadas. Pero la crisis de Italia continúa, y tiene implicaciones mucho más graves para la UE que las que tuvo Grecia alguna vez.
Después de todo, Grecia es una economía relativamente pequeña en la periferia de Europa. Por el contrario, Italia es la tercera economía más grande de la eurozona. El gobierno italiano esperaba que al inyectar dinero en la economía, eso pudiera hacer que ésta volviera a crecer. Pero si el Tesoro italiano se hubiera visto obligado a pagar multas enormes, por imposición de la UE al violar el límite del déficit, eso habría eliminado cualquier impacto que el gasto extra pudiera haber tenido en la economía.
Mirando el cañón de una pistola, Luigi Di Maio, el líder del Movimiento Cinco Estrellas (M5S), y Matteo Salvini de la Liga vieron que la discreción era la mejor parte del valor, tragaron con fuerza y tiraron la toalla. Al final, se improvisó un acuerdo inestable. La Comisión Europea aceptó a regañadientes un plan de compromiso.
Italia se comprometió a recortar su déficit presupuestario nominal del 2,4 por ciento del PIB al 2 por ciento. La comisión aceptó a regañadientes que el déficit estructural, que deja fuera las medidas puntuales y los efectos cíclicos, debería permanecer sin cambios el año próximo. “La solución en la mesa no es la ideal”, se quejó el vicepresidente de la Comisión Europea, Valdis Dombrovski. Eso fue una subestimación de genio.
El acuerdo permite a la Comisión evitar acciones legales contra Italia, “siempre que las medidas se apliquen plenamente”. Esa cláusula subordinada indica que el choque con Italia no se ha resuelto, solo se retrasó. El presupuesto del próximo año no ofreció soluciones para los problemas a largo plazo del país.
¿Por qué la Comisión Europea aceptó un trato insatisfactorio? La respuesta se encuentra, no en la economía, sino en la política. Acababan de permitir que el presidente de Francia se saliera con la suya prometiendo hasta 10 mil millones de euros en gastos adicionales para sofocar la rebelión de los “gilets jaunes”. Eso amenazó con empujar el déficit presupuestario de Francia el año próximo muy por encima del límite de la zona euro del 3 por ciento del PIB. Por lo tanto, apenas podían ejercer mucha presión sobre los italianos, cuyo déficit proyectado era en realidad inferior al 3 por ciento del PIB.
Pero había claramente otras consideraciones más serias. En una entrevista con el Corriere della Sera, un diario italiano, el Primer Ministro italiano, Giuseppe Conte, dijo que le había recordado a la comisión que su gobierno “se enfrentaba al deber de mantener la estabilidad social en Italia”. Esa fue una amenaza apenas velada: o dejas de presionarnos, o Italia se enfrentará a una explosión social que tendrá repercusiones más allá de nuestras fronteras. La advertencia no pasó desapercibida para los hombres de Bruselas.
Puede decirse que Italia es demasiado grande para fracasar. Pero hay que añadir que también es demasiado grande para salvarse. No hay suficiente dinero en el Bundesbank para rescatar al enfermo capitalismo italiano. Este drama aún no se ha escenificado hasta el final.
Una crisis mundial
En la década de 1920, Trotsky predijo que el centro de la historia mundial, que ya había pasado del Mediterráneo al Atlántico, en el futuro pasaría del Atlántico al Pacífico. Esa notable predicción es ahora un hecho. Europa se está quedando atrás de América y China en la carrera por nuevas tecnologías de inteligencia artificial. En 2019, la India probablemente superará a Gran Bretaña y Francia (al menos en términos absolutos) para convertirse en la quinta economía del mundo. El futuro de la historia mundial se decidirá finalmente, no en Europa, sino en el Pacífico.
Pero este proceso en sí está lleno de contradicciones. El destino de la economía mundial depende en gran medida de China, que hasta hace poco era una de sus principales fuerzas motoras. Pero China depende en gran medida de las exportaciones. La caída de la demanda en Europa y los Estados Unidos ha creado una crisis de sobreproducción en el acero y otros sectores clave de la economía china. La tasa de crecimiento de China se ha reducido a alrededor del 6,5 por ciento.
Si bien esto puede parecer una cifra alta en comparación con las miserables tasas de crecimiento en Europa y los EE. UU., es alarmantemente bajo en comparación con el pasado. En general, se ha aceptado que cualquier tasa de crecimiento inferior al 8 por ciento para China es peligrosamente baja, ya que esa es la tasa requerida para mantenerse al día con el crecimiento de su población.
Para estimular las exportaciones, China ha recurrido a vender por debajo de su valor grandes cantidades de acero barato en el mercado mundial. Esto ha llevado a una grave crisis de acero en Europa, y a aullidos de protesta de los estadounidenses en particular. Este es uno de los principales factores que llevaron a la actual guerra comercial entre los Estados Unidos y China.
China ahora se ha convertido en una potencia mundial que está entrando cada vez más en conflicto con los Estados Unidos. La guerra comercial entre estos dos países es una clara manifestación de este hecho.
Sin embargo, los Estados Unidos aún conservan su posición dominante en la economía y la política mundiales. La combinación del aumento de las tasas de interés y el alza del dólar ha servido para atraer grandes cantidades de capital especulativo a los EE. UU., con efectos desastrosos para los llamados mercados emergentes de América Latina, Asia y Oriente Medio. Sus frágiles economías se encuentran a merced del todopoderoso dólar, que las está estrujando, agravando el endeudamiento y arrebatándoles inversiones valiosas.
En el último período, las llamadas economías emergentes actuaron como un estímulo para el crecimiento económico mundial. Ahora han sido sacudidas bruscamente. Turquía, Argentina, Brasil y otras economías anteriormente elásticas se han derrumbado en recesiones o, en el mejor de los casos, se han estancado.
La verdadera cara del imperialismo norteamericano
La consigna de Donald Trump “volver a hacer grande a Estados Unidos” es una especie de manifiesto imperialista, cuyo subtítulo dice lo siguiente: “haremos que Estados Unidos vuelva a ser grande a expensas del resto del mundo”. Detrás de esta retórica arrogante y jactanciosa yace una clara amenaza para el resto del mundo: haced lo que decimos, o enfrentaros a las consecuencias.
El presidente Trump tiene muy poco tiempo para los aliados europeos de Estados Unidos, a quienes ve correctamente como enanos en comparación con el poder gigantesco de los Estados Unidos. Se siente irritado por las pretensiones de los europeos: su inquietud por el escenario mundial y sus ridículos intentos de influir en la política exterior de los Estados Unidos. Zumban alrededor de su cabeza como tantas otras moscas molestas. Y mientras que los presidentes estadounidenses anteriores se contentaban con fingir prestarles algo de atención, su instinto es aplastarlos con fuerza para que dejen de molestarlo.
La política de Trump, en esencia, no es muy diferente a la de sus predecesores. Tampoco dudaron en utilizar la fuerza económica y militar de Estados Unidos para imponer su voluntad en el resto del mundo. Pero lo hicieron de una manera diferente: algunos podrían decir con más delicadeza, otros dirían, más sinceramente, con extrema hipocresía.
Al proclamar las virtudes de la democracia, la justicia, la paz y el humanitarismo, no dudaron en pisotear todas las expresiones que contradecían los intereses reales o aparentes de Estados Unidos. Donald Trump hace exactamente lo mismo, pero no se molesta en proclamar valores en los que no tiene ningún interés en absoluto, y que, en cualquier caso, no desempeñan ningún papel en la política exterior del imperialismo estadounidense ni en ninguna otra clase de imperialismo.
Trump ha tirado a un lado la máscara hipócrita de la decencia para revelar el rostro real y feo del imperialismo estadounidense para reconfortar al mundo entero. Hasta ese punto, uno podría decir que es refrescantemente honesto.
América sigue siendo un coloso a escala mundial. Su poder económico y militar es verdaderamente vasto. Pero el poder de Estados Unidos no es ilimitado. Sus límites se han demostrado con claridad brutal en Irak, Siria y Afganistán. Y el presidente Trump no ha tardado en sacar conclusiones.
Todo el instinto de Trump se inclina hacia el aislacionismo, una tradición muy antigua y querida de cierto sector de la clase dominante estadounidense. Como hemos observado, no le interesan los asuntos de sus “aliados” europeos (en un momento de sinceridad no acostumbrada, los describió como “enemigos”, a diferencia de los rusos, que eran meros “rivales”).
De hecho, ni siquiera tiene mucho tiempo para la OTAN, y preferiría verla disuelta, junto con las Naciones Unidas, el TLCAN, la Organización Mundial del Comercio y todas las demás manifestaciones no saludables de organizaciones extra nacionales.
Pero dado que, lamentablemente, tiene que escuchar las opiniones de sus numerosos asesores molestos, se ha visto obligado a aceptar a regañadientes la existencia de esta inconveniente alianza militar, al tiempo que exige enérgicamente que sus “aliados” europeos se metan las manos en los bolsillos para financiarla, y así aliviar la carga de los contribuyentes estadounidenses cuyos votos son más importantes para él que las opiniones de la gente de París, Berlín y Londres.
Sin embargo, ha decidido retirar unilateralmente a las tropas estadounidenses de Oriente Medio. Esto les mostrará a los europeos que él lleva a la práctica lo que dice, y quizás finalmente les obligue a poner su dinero encima de la mesa. Una motivación similar está detrás de su actitud aparentemente paradójica hacia Vladimir Putin. Durante su campaña presidencial, no perdió la oportunidad de alabar al hombre del Kremlin, llamándolo “un tipo realmente inteligente” y un hombre con quien uno podría hacer negocios.
Estos comentarios no sentaron bien en el establishment militar de los EE. UU., ni en los halcones del Partido Republicano. Y le brindaron a sus enemigos políticos una oportunidad de oro para atacarlo, alegando la complicidad rusa en su campaña presidencial. La campaña sobre la llamada interferencia rusa en las elecciones ha continuado sin parar desde entonces, aunque ha generado más calor que luz.
La idea de que la victoria de Trump fue causada por la interferencia rusa no parece creíble para un niño de inteligencia promedio de seis años. Es simplemente un reflejo de la incapacidad de los Demócratas para aceptar que el público estadounidense estaba totalmente alejado del establishment político existente y motivado por un profundo deseo de cambio.
Bajo la presión de sus adversarios, Trump se vio obligado a soplar frío y calor en relación con Rusia. Pero su decisión de retirarse de Siria indica que no ha cambiado su posición desde la elección presidencial. Una vez más, los instintos aislacionistas de Trump han prevalecido. John Kelly, el Jefe de Estado Mayor de la Casa Blanca, y Jim Mattis, Secretario de Defensa, renunciaron en protesta. Pero las protestas y renuncias no han tenido ningún efecto en Trump en el pasado, y no hay razón para creer que esta vez será diferente.
Pero el aislacionismo de ninguna manera significa el abstencionismo. Esto se vuelve imposible por la tendencia imparable de unificar todas las economías dispares del mundo en un solo mercado mundial. La globalización es simplemente una expresión de un fenómeno que ya fue predicho por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista hace más de 150 años.
Esa predicción ha sido brillantemente confirmada por la historia mundial, particularmente en los últimos 50 años. Ningún país, por grande y poderoso que sea, puede escapar a la fuerza irresistible del mercado mundial. Toda la cháchara sobre la soberanía nacional, el control de nuestras propias fronteras y demás, no es más que aire caliente.
Se avecinan nubes de tormenta
Colgando sobre toda la ecuación inestable como una nube de tormenta amenazadora se cierne la amenaza inminente de una nueva recesión mundial. Esto ahora es aceptado por todos los economistas serios. La pregunta no es si sucederá, sino cuándo.
La inestabilidad económica mundial se refleja en los constantes giros de los mercados bursátiles. Tras las caídas en octubre y el estancamiento en noviembre, el índice bursátil de Wall Street, el S&P 500, se desplomó un 15 por ciento entre el 30 de noviembre y el 24 de diciembre. A pesar de una breve recuperación del 5 por ciento el día después de Navidad, el índice terminó el año un 6 por ciento por debajo de donde comenzó. La primera jornada de negocios de 2019 mostró una mayor inestabilidad, con la caída de las existencias en Asia y la turbulencia en Europa.
La inesperada noticia de una caída en las ventas de Apple causó una ola de alarma. La compañía emitió una advertencia de una fuerte desaceleración en la economía de China y débiles ventas en otros mercados emergentes. Esto significó que los ingresos en el cuarto trimestre erraron las expectativas hasta en un 10 por ciento. Poco después siguieron las noticias de que el sector manufacturero de China se contrajo en diciembre, lo que desconcertó a los inversores a nivel mundial. Los mercados de futuros del S&P 500 bajaron antes de que Wall Street reabriera el 3 de enero.
Estos cambios febriles en las bolsas de valores del mundo son una indicación de extremo nerviosismo y creciente preocupación por las perspectivas futuras de la economía mundial. Si bien es cierto que los movimientos de los mercados de valores no reflejan con precisión el estado de la economía real, sin embargo, sirven como un barómetro útil para medir el estado de ánimo actual de los inversores.
Un artículo reciente en The Economist expresó su preocupación:
“Pero el mal funcionamiento de los mercados bursátiles el año pasado, que se ha mantenido al comienzo de éste, puede atribuirse en parte a la creciente preocupación por el estado de la economía mundial, y en particular de sus dos economías más grandes”.
El artículo continúa:
“Según la Unidad de Inteligencia de The Economist (EIU), nuestra compañía hermana, Estados Unidos crecerá un 2,3% este año. Eso es sustancialmente inferior a una tasa de crecimiento estimada del 2,9% para el año pasado, conforme la Reserva Federal restringe la política monetaria y los efectos de los recortes de impuestos del año pasado disminuyen. La tasa de crecimiento pronosticada para China es mucho más alta, con un 6,3%, pero aún está por debajo de su rendimiento estimado para 2018, y mucho más temen por la guerra comercial con Estados Unidos y la campaña de China para controlar la deuda.
“Europa presenta una imagen aún más sombría. Se pronostica que Gran Bretaña, que debe abandonar la Unión Europea en marzo, crecerá en un tibio 1,5%; Francia se enfrenta a menos incertidumbre pero no le va mejor. Italia, una decepción económica perenne, está orientada a incrementar el crecimiento en tan solo un 0,4%. Eso lo convierte en el séptimo peor resultado en la tabla de pronósticos de la EIU. Se prevé que todos los que se encuentran debajo de él se contraigan en 2019, ninguno más precipitadamente que Venezuela, que ha estado en caída libre durante años”.
Como se podría esperar, The Economist necesariamente trata de encontrar algunas migajas de comodidad, señalando que se espera que India crezca a la misma tasa que el año pasado (7,4 por ciento). Pero como sabemos, cada lado positivo tiene otro negativo y no es por casualidad que la Economía es conocida como la ciencia sombría. Con un rudo sentido del humor, el autor concluye:
“Pero la economía que se espera se desempeñe mejor en 2019, Siria, con un crecimiento previsto del 9,9%, es un recordatorio aleccionador de que una cifra alta puede reflejar los peores puntos de partida”.
Existe una alarma creciente en las filas de los economistas burgueses más serios. Esta alarma está bien fundada. El rendimiento total (ganancias o pérdidas de capital más dividendos) del índice S&P 500 de las principales acciones estadounidenses fue negativo por primera vez en una década. Las cosas eran aún peores en otros mercados. El índice de Shanghai cayó un cuarto. Hay una estampida de inversores de activos arriesgados (incluidos los llamados mercados emergentes) hacia refugios más seguros. Los bonos del tesoro y el oro superaron a las acciones de las empresas. Anticipando tiempos difíciles, los capitalistas ahora están acumulando efectivo en lugar de invertir en producción.
Todo sugiere que, cuando llegue el momento, la próxima recesión será mucho peor que la crisis de 2008. La razón principal de esto es que, durante la última década, la burguesía ha agotado todos los instrumentos que tradicionalmente se han utilizado para prevenir las recesiones o para limitar su duración y profundidad.
Los capitalistas tienen básicamente dos armas a mano para enfrentarse a la recesión. El primero de ellos es la bajada de las tasas de interés. Pero en sus intentos desesperados por salir de la última recesión, han reducido las tasas de interés a niveles históricamente sin precedentes, por lo general en la región de cero. Por lo tanto, el margen para nuevas reducciones de tipos es insignificante. Incluso en los EE. UU., donde la Reserva Federal ha aumentado las tasas varias veces durante el último año, el margen de maniobra sigue siendo muy restringido.
El segundo arma es aumentar la cantidad de dinero en circulación a través de la intervención del Estado y de los bancos centrales. Pero aquí hay un problema. Grandes cantidades de dinero fueron bombeadas a la economía durante la última década para rescatar a los bancos privados. Todo lo que se ha logrado ha sido transformar lo que originalmente era un gigantesco agujero negro en las hojas de cálculo de los bancos en un gigantesco agujero negro en las finanzas públicas.
En todas partes se han acumulado enormes déficits, que actúan como un gigantesco lastre para la economía. La burguesía está luchando para reducir las deudas, no para aumentarlas aún más. Dado este hecho, no hay manera de que la burguesía pueda nuevamente saquear el Estado para salir del agujero.
El dilema de la burguesía queda ilustrado por el hecho de que el Banco Central Europeo anunció el fin del estímulo monetario (“flexibilización cuantitativa”), justo cuando hay indicios de que la economía europea se está desacelerando. Pero la burguesía europea, obsesionada con el problema del Bréxit y la inmigración, parece ajena al peligro. El BCE está haciendo lo contrario de lo que se necesita desde un punto de vista capitalista. Todo esto plantea serias dudas sobre el futuro del euro y, en última instancia, de la propia UE.
La situación al otro lado del Atlántico no es mejor. El año 2019 ha sido celebrado por los gobernantes políticos de Estados Unidos mediante una pelea poco edificante que llevó al cierre parcial del gobierno el 22 de diciembre por falta de fondos. Durante una reunión televisada en diciembre con Nancy Pelosi y Chuck Schumer, líderes Demócratas en la Cámara de Representantes y el Senado, se escuchó al Sr. Trump decir: “Cerraré el gobierno si no consigo [dinero para] mi muro”. Y cumplió su palabra.
Es cierto que tales cierres han ocurrido antes. Pero ninguno ha durado tanto como éste. Esto refleja una profunda crisis en todo el sistema político, con un Congreso controlado por los Demócratas, amargamente hostil al Presidente. Como era de esperar, un acuerdo ha sido cosido en el último minuto. Pero Trump está amenazando con vetar el acuerdo. Y ninguna de las contradicciones subyacentes ha sido resuelta.
Para sumarse al caos general, existe una continua y amarga disputa entre el Presidente y la Reserva Federal de los EE. UU. como resultado de la insistencia de esta última en elevar las tasas de interés. Pero mientras los políticos discuten sobre la política económica, los mercados están listos para emitir su veredicto sin consultar a los hombres de Washington.
Donald Trump es un hombre que parece haber tenido suerte la mayor parte de su vida. Un hombre afortunado tiende a ser un jugador. Dado que las apuestas pasadas han tenido éxito, ¿por qué no continuar apostando? Pero la historia muestra que a todo jugador le llega su hora cuando se acaba su racha de suerte. Trump tuvo la suerte de ingresar a la Casa Blanca en el momento en que la economía de los Estados Unidos estaba bastante bien. Él pudo reclamar el mérito por cosas que realmente no le pertenecían. Pero los que lo apoyaron no podían ver la diferencia. Su suerte se mantuvo.
Podría argumentar, con cierto grado de corrección, que sus medidas de reducción de impuestos ayudaron a impulsar la economía por un tiempo. Pero en economía, como en la naturaleza, tarde o temprano todo se convierte en su opuesto. Los efectos a corto plazo del paquete de estímulo del presidente Trump, que entró en vigor hace un año, están desapareciendo en un momento en que hay signos claros de desaceleración económica en China y Europa. La imposición de aranceles de Trump y la amenaza de nuevas disputas comerciales actúan como un elemento disuasivo adicional para la inversión. Las previsiones de beneficios se han reducido.
El nerviosismo de los mercados de valores refleja preocupaciones sobre la economía real. Los Estados Unidos están a punto de entrar en el período más turbulento de toda su historia. Y la racha de suerte de Donald está a punto de llegar a un final lleno de baches.
Una crisis de dirección
La sociedad está cada vez más dividida entre un pequeño grupo de personas que controlan el sistema y la mayoría abrumadora que se está empobreciendo y está en abierta rebelión contra el sistema mismo. Dondequiera que miremos, vemos un creciente descontento, ira, furia y un odio hacia el orden existente. Esto se expresa de diferentes maneras en diferentes países. Pero en todas partes vemos que las masas, los trabajadores y los jóvenes están comenzando a moverse, a desafiar el viejo orden y a luchar contra él.
2018 vio un aumento en el movimiento de masas en muchos países diferentes: Irán, Irak, Túnez, España, Cataluña, Pakistán, Rusia, Togo, Hungría y, por supuesto, Francia. Los recientes acontecimientos en Francia proporcionan una respuesta aplastante a todos los cínicos y escépticos que dudan de la capacidad de la clase trabajadora para cambiar la sociedad. Como un rayo en un cielo azul despejado, los trabajadores y los jóvenes salieron a las calles y en un par de semanas pusieron al gobierno de rodillas. Si ese movimiento hubiera estado equipado con una dirección seria, podría haber derribado al gobierno y preparado el camino para una transformación radical de la sociedad francesa.
En ausencia de una dirección y de un programa claros, es posible que el movimiento se apague por un tiempo. Pero las contradicciones subyacentes permanecen. El gobierno de Macron es como un barco que navega por debajo de la línea de flotación. Puede continuar flotando por un tiempo, pero sus días están contados. Los trabajadores y los jóvenes ahora sienten el poder de la acción colectiva de clase. No serán comprados por concesiones parciales y temporales. Tarde o temprano, entrarán en acción nuevamente, esta vez con una visión más clara de lo que se necesita: un programa combativo para expulsar a un presidente odiado y luchar por un gobierno que actúe en interés de la clase trabajadora.
Este movimiento espontáneo de las masas es la condición previa de la revolución socialista. Pero en sí mismo, no es suficiente para garantizar el éxito. En 1938, Trotsky escribió que uno podría reducir la crisis de la humanidad a la crisis de la dirección del proletariado. Esa afirmación es aún más cierta hoy que cuando fue escrita. La historia de la guerra nos da muchos ejemplos de cómo un gran ejército de soldados valientes ha sido derrotado por una fuerza mucho más pequeña de tropas disciplinadas dirigidas por oficiales experimentados. Y la guerra entre las clases tiene muchos puntos de similitud con la guerra entre naciones.
Las cobardes evasivas y medidas tintas de los reformistas, lejos de resolver la crisis, simplemente le impartirán un carácter aún más convulsivo, doloroso y destructivo. Es tarea de los revolucionarios asegurar que esta larga y dolorosa agonía del capitalismo se reduzca lo antes posible, y con el menor sufrimiento posible para la clase trabajadora. Para que esto ocurra, es necesaria una acción decisiva. Solo los marxistas son capaces de proporcionar la dirección que garantice tal resultado pacífico e indoloro frente a la crisis actual.
Es cierto que las fuerzas del marxismo a escala mundial han sido rechazadas durante un largo período por factores objetivos. Las traiciones del reformismo y del estalinismo permitieron que el capitalismo sobreviviera, pero sus acciones fueron posibles gracias a la capacidad del capitalismo para lograr una estabilidad relativa y hacer ciertas concesiones a la clase obrera.
Pero este período ha llegado a su fin. Durante décadas hemos estado nadando contra la corriente. Sólo mantener nuestras fuerzas intactas en ese período fue una hazaña considerable. Pero ahora la marea de la historia ha comenzado a cambiar. En lugar de nadar contra la corriente, estamos empezando a nadar a favor de ella.
Todas las viejas certezas están desapareciendo. Las viejas ilusiones se están quemando gradualmente en la conciencia de la clase trabajadora. Las masas se ven obligadas por fin a enfrentarse a la realidad. Están empezando a sacar conclusiones lentamente. Esa es nuestra gran fortaleza y la gran debilidad del capitalismo y del reformismo.
Nuestra Internacional carece de los enormes recursos financieros de los partidos reformistas. Pero en el campo más importante, somos inmensamente más fuertes que cualquier otra tendencia en el mundo. Tenemos las ideas del marxismo. Y es el poder de las ideas lo que puede cambiar el mundo. Debemos tener plena confianza en nuestras ideas, programa y perspectivas, y confianza en la clase trabajadora, la única clase que puede cambiar la sociedad. Sobre todo, debemos confiar en nosotros mismos, porque si no hacemos este trabajo, nadie más lo hará por nosotros.