En la izquierda argentina existe un debate sobre el carácter de la etapa por la que estamos atravesando. Los compañeros de El Militante sostenemos que desde el mes de diciembre del 2001, se abrió un proceso revolucionario en nuestro país, un proceso que se va a prologar durante meses o varios años hasta que desemboque en un desenlace definitivo.
El rasgo más indiscutible de toda revolución, como explicaba Trotsky, es la participación directa de las masas en los acontecimientos históricos, cuando las más amplias masas ven la necesidad de tomar su destino en sus manos para cambiar la realidad que les rodea. En esas condiciones, la agenda de los acontecimientos pasa a ser marcada no por el parlamento, no por los despachos oficiales, no por las editoriales de la prensa burguesa, sino por la actividad elemental de las masas en la calle.
En la Argentina de hoy, las masas de la clase trabajadora, de la juventud, del conjunto de las capas oprimidas de la sociedad están comenzando a cuestionarse todo el orden social existente, dejando de confiar en las certezas del pasado, en los políticos oficiales, para cambiar el curso de su existencia por medio de la actividad práctica, en la calle. Es verdad que, en las primeras etapas del proceso, no hay una idea muy clara de lo que se quiere, pero sí de lo que no se quiere, de lo que se rechaza. Cualquier observador superficial de la realidad argentina en los últimos meses tiene que reconocer que esto fue así, y continúa siendo así.
Para los marxistas, una revolución no es un acto aislado, sino un proceso. A veces se confunde la revolución, que es un proceso que se puede prolongar más o menos en el tiempo, con una insurrección victoriosa, que es el acto final de la revolución, y cuyo resultado no está determinado de antemano. Comparándolo con un fenómeno biológico, es como confundir el parto con el embarazo; es decir, el nacimiento del bebé con el proceso previo de gestación del mismo.
Lenin explicó las condiciones para la revolución. La primera condición era que la clase dominante estuviera dividida y en crisis, incapaz de gobernar de la misma forma que en el pasado. La salida de tres presidentes de la república en 15 días, la debilidad del gobierno Duhalde, los enfrentamientos abiertos dentro de los partidos burgueses y entre diferentes sectores de la burguesía argentina entre sí y el pánico de la clase dominante a la reacción popular, por poner sólo algunos ejemplos, son pruebas más que suficientes de que esto es así. La segunda condición era que la clase media estuviera en fermento y mantuviera, al menos, una actitud neutral entre el proletariado y la burguesía. En la situación actual de la Argentina, la mayoría de las capas medias, que fueron conducidas a un empobrecimiento masivo en los últimos años, no sólo no mantienen una actitud neutral ante los acontecimientos, sino que demuestran una activa simpatía hacia la lucha de los trabajadores y desocupados. La tercera condición es que la clase obrera esté dispuesta a luchar y hacer grandes sacrificios para cambiar la sociedad. Las batallas callejeras de diciembre, las innumerables marchas y huelgas acaecidas en los últimos meses y los estallidos de furia popular que siguieron a cada uno de los cobardes asesinatos de jóvenes y piqueteros a manos de la maldita policía demostraron suficientemente que la juventud y los trabajadores perdieron el miedo a la policía y al Estado, y que están dispuestos a luchar hasta las últimas consecuencias para defender su causa justa.
Pero la condición final para el triunfo de la revolución es la existencia de un partido de masas y una dirección revolucionaria, reconocida como tal por todos los explotados, dispuestos a dirigir el movimiento y dotarlo de un programa y perspectiva. Si este partido existiera, si tuviera raíces profundas entre la clase obrera y sobre todo en los sindicatos, el movimiento hacia la revolución socialista podría completarse rápidamente y con el menor costo en nuestro país. Lamentablemente, éste es el único factor que está temporalmente ausente en la situación, pero es la obligación de todos los activistas obreros, juveniles y de la izquierda forjarlo al calor de los acontecimientos.
Es obvio que la gestación de un proceso revolucionario no cae del cielo, viene preparado por todo el período anterior, por toda la experiencia pasada de la sociedad, que va acumulando contradicciones hasta que éstas estallan en un punto.
La revolución comenzó con el derrocamiento del gobierno de Fernando de la Rúa, quien dimitió después de que miles de manifestantes enfurecidos y empobrecidos tomaran las calles de Buenos Aires. Fue la primera etapa de la revolución y refleja la profunda crisis en la que está hundida la Argentina y que también afecta al conjunto de América Latina.
Éste fue un movimiento que incluyó a todos los sectores de las capas oprimidas de la sociedad: no sólo a los trabajadores, también a los desocupados y a la clase media. Este hecho llevó a algunos a cuestionar las bases de clase del movimiento y a negar el papel del proletariado. Pero esto significa que no comprenden la dinámica de la revolución argentina. La profundidad de la crisis, que arruinó a un gran número de pequeños empresarios, ahorristas y jubilados, ha empujado a la lucha a las más amplias capas de las masas y ha despertado incluso a las capas más atrasadas y previamente inertes. Esto es tanto una fortaleza como una debilidad. La presencia otras clases en el movimiento ensombrece su verdadero carácter. Pero solamente bajo la dirección del proletariado el movimiento puede triunfar.
El papel de la clase obrera en la sociedad
Precisamente cuando los estrategas de la burguesía, en la Argentina y en el resto del mundo intentan introducir el veneno del escepticismo y la impotencia dentro del movimiento obrero con ideas tales como: "la revolución es imposible", "es cosa del pasado", "las cosas nunca cambiarán" , asistimos al inicio de un proceso revolucionario en un país, Argentina, con un nivel de desarrollo industrial significativo y con un nivel cultural avanzado. No obstante, a pesar de las evidencias no poca gente, inclusive dentro del campo de la izquierda, a los que además el movimiento les tomó completamente desprevenidos, están aceptando acríticamente todos los "análisis" que minimizan el papel de la clase obrera y niegan que estemos ante en el curso de un proceso revolucionario.
En medio de un movimiento como el que vemos, con un presidente de la república derribado por una insurrección popular, con la celebración centenares de marchas a lo largo y ancho del país en las que participan centenares de miles de personas, organizándose en asambleas en los barrios, ocupando las fábricas cerradas, luchando contra la subida de los precios y la escasez de alimentos, afirmar que los trabajadores no están participando en el movimiento y permanecen tranquilamente en sus casas viendo por la tele las movilizaciones de la clase media y los desocupados, no tiene ni pies ni cabeza.
Para contestar a este razonamiento es necesario dejar claro en primer lugar qué entendemos cuando nos referimos a la clase obrera. La clase obrera la forma el conjunto de los trabajadores asalariados. Ni más, ni menos. Y la realidad es que la clase obrera representa en todos los países industrializados (y por supuesto en Argentina)entre el 75 y el 90% de la población activa y abarca, junto al proletariado de las grandes concentraciones industriales, a los obreros del transporte, de la construcción, a los empleados de oficinas, de comercio, a los trabajadores desocupados, a los trabajadores que trabajan precariamente y en la propia economía sumergida incluidos sectores inscritos legalmente como autónomos y considerados por las estadísticas oficiales capas medias que, por procedencia, condiciones de vida, conciencia e incluso tipo de trabajo, son trabajadores. También son clase obrera los empleados públicos (maestros, funcionarios, etc.) e incluso otros sectores que hace décadas se situaban dentro de la clase media como técnicos, bancarios, etc y que desde el punto de vista de sus condiciones materiales, se proletarizaron.
A propósito, también los acontecimientos de Argentina contestan a los que hablan de la desaparición de la clase obrera o a la pérdida de su papel revolucionario por la desestructuración que provocan la precariedad laboral y la temporalidad. La clase obrera argentina ha sufrido una precarización altísima (alta eventualidad, desocupación altísima, economía sumergida…); sin embargo, como explicamos los marxistas, después de los efectos iniciales de dispersión y confusión que producen la desocupación o la precariedad, las condiciones objetivas de vida empujan a los trabajadores inevitablemente a la lucha.
Incluso este tipo de organización se ha dado entre un sector significativo de los trabajadores desocupados, dando lugar al surgimiento del movimiento piquetero.
A pesar de la profundidad de la crisis económica en Argentina, los trabajadores asalariados, la clase obrera, sigue siendo el sector de la población sobre el que descansa el funcionamiento diario de la sociedad. Es fácil de ver esto si nos imaginamos qué pasaría en el país si no funcionaran los colectivos, ni el subte, ni volaran los aviones, ni se abrieran las oficinas, ni funcionaran las fábricas ni el resto de instalaciones industriales, ni se abrieran las escuelas, ni se atendieran las centrales telefónicas, ni se trabajaran los campos ni se recolectaran las cosechas. Sin la voluntad de la clase obrera no funciona nada.
Este poder latente sobre la sociedad, independientemente de que la clase obrera represente numéricamente en un país la mayoría o no de la sociedad, hace que el peso específico social y económico de los trabajadores sea infinitamente mayor al de cualquier otra clase en el sistema capitalista.
Lamentablemente, durante la mayor parte de sus vidas los trabajadores no son conscientes del enorme poder que descansa en sus manos y su cerebro. Pero hay momentos excepcionales en la vida de un país y en la vida de los individuos en que las cosas se desarrollan de una manera diferente. Esos momentos excepcionales son los procesos revolucionarios, donde la mayoría de la gente es capaz de experimentar el gran engaño sobre el que está organizada la sociedad capitalista, su podredumbre y su irracionalidad. Precisamente, la virtud de una revolución es que hace consciente a la clase obrera de su poder y fuerza, catapultándola hacia adelante a la lucha por la transformación socialista de la sociedad. Esta es la etapa en la que hemos entrado.
Embriones de poder obrero
Las masas buscan una salida a la crisis a través de la acción directa. Casi diariamente se producen huelgas, manifestaciones,cacerolazos, ocupaciones de fábrica y bloqueos de carreteras. En la escuela de la acción directa las masas están descubriendo su fuerza y el poder de la acción colectiva. Es similar a los ejercicios de calentamiento de un atleta que prepara toda su fuerza para la prueba final de fuerza. Pero la prueba decisiva todavía no llegó.
La expresión más elevada del movimiento son las asambleas populares, los comités locales y de fábrica, las organizaciones de piqueteros y otras formas de autoorganización de las masas. La celebración de la Asamblea Nacional de Trabajadores el 16 y 17 de febrero del 2002, de las asambleas nacionales interbarriales y de los encuentros nacionales de fábricas ocupadas y gestionadas bajo control obrero son pasos adelante importantes. En todos estos encuentros estuvieron presentes el movimiento piquetero, representantes de las asambleas populares, de sindicatos y de comités de fábricas. Fueron una oportunidad para que los representantes de las diferentes regiones, distritos y fábricas comprendieran la necesidad de realizar una acción coordinada a escala nacional, y también una oportunidad para debatir las consignas, las tácticas de la lucha y establecer las prioridades del período inmediato.
En esas organizaciones ya es posible ver el débil perfil de un nuevo poder en la sociedad, que está surgiendo por todas partes, afirmando su derecho a controlar la sociedad, dando empujones al poder existente y desafiando su autoridad. No es casualidad que diarios como La Nación bramen contra las asambleas y que las miren con temor y estremecimiento. No es casualidad que las comparen con los oscuros y siniestros soviets en Rusia. La clase dominante ha comprendido el verdadero significado de las asambleas populares y las otras formas de poder popular. Son embriones de soviets.
Los soviets en Rusia aparecieron en 1905 y volvieron a resurgir en marzo de 1917. En esencia eran formas embrionarias de poder obrero. Pero primero surgieron como comités de lucha, comités de huelga ampliados. Su objetivo era organizar y generalizar la lucha contra el régimen zarista. Ellos reunían a los representantes electos de los trabajadores en las fábricas con los representantes de las otras capas de la sociedad: desocupados, mujeres, jóvenes, capas oprimidas de la pequeña burguesía, en algunos casos a los campesinos, y en 1917 a los soldados. Sin embargo la fuerza motriz siempre fue el proletariado, los trabajadores industriales.
Existen muchos puntos de similitud entre este fenómeno y lo que vemos en Argentina. Parte de la razón por la que el movimiento ha adquirido este empuje tan amplio e irresistible, fue por la participación de las capas oprimidas no proletarias: trabajadores desocupados (principalmente a través del movimiento de los piqueteros), pequeña burguesía, jubilados y ahorristas (que han visto desaparecer sus pensiones y ahorros), amas de casa (que tienen que pagar las facturas), jóvenes y pobres urbanos.
La profundidad de la crisis, que arruinó a un gran sector de la clase media, ha dado al movimiento este carácter masivo. La explosión de furia entre las clases medias y otros elementos no proletarios priva a la clase dominante de su base de masas y le corta el terreno a la reacción, que temporalmente ha quedado paralizada. Esto crea un balance de fuerzas de clase excepcionalmente favorable. Pero esta situación no puede durar. Si la clase trabajadora no toma el poder en sus manos y le enseña a la clase media una salida en líneas revolucionarias, el ambiente entre ésta puede cambiar y la iniciativa puede pasar a las fuerzas de la reacción.
Ya lo vimos antes. En 1968 el régimen capitalista en Francia fue sacudido en sus cimientos por la mayor huelga general revolucionaria de la historia. Diez millones de trabajadores ocuparon las fábricas. El poder estaba en manos de la clase obrera. Pero los trabajadores estaban bloqueados por la dirección estalinista PCF y la CGT. Podían haber tomado el poder sin una guerra civil, pero se negaron a hacerlo. Entonces la iniciativa pasó De Gaulle quién organizó una manifestación de masas y un referéndum que ganó. De esta forma abortaron la revolución.
En Argentina el movimiento no ha alcanzado todavía la misma etapa que Francia en 1968. La principal debilidad de la situación es la ausencia de un movimiento generalizado de la clase obrera. A pesar de ocho huelgas generales muy militantes en los últimos tres años, la clase obrera todavía no ha participado como una fuerza independiente en los acontecimientos revolucionarios que se iniciaron los días 19 y 20 de diciembre. La mayoría de los trabajadores organizados están bajo el control de la CGT oficial. La burocracia sindical está haciendo todo posible para controlar a los trabajadores. El aparato de la CGT tiene un poder considerable y enormes recursos. Cuenta con el respaldo de la burguesía y el estado. En realidad, la burguesía argentina no podría mantener su dominio durante 24 horas sin su apoyo. Pero no hay que olvidar ni por un instante que las presiones sobre la dirección de la CGT no vienen sólo de la burguesía. La dirección va a estar expuesta también bajo la creciente presión de la clase obrera. Como tantas veces ocurrió en la historia del movimiento obrero de nuestro país, cuando la clase obrera empiece a moverse inevitablemente tendrá efectos dentro de la CGT, dando lugar a una crisis interna y a una polarización hacia la derecha y hacia la izquierda.
Ningún proceso revolucionario es lineal, gradual y automático. La incorporación de las diferentes capas de los trabajadores y la juventud se desarrolla por oleadas, sacudidas con cada nuevo acontecimiento importante. Se puede asemejar a la crecida de la marea. Incluso cuando la marea sube observamos cómo algunas olas retroceden durante un breve período de tiempo para volver a ser impelidas hacia adelante por un nuevo impulso de la corriente general. Lo mismo que la subida de la marea alcanza su clímax, así una revolución alcanza también su punto culminante, que se produce cuando los sectores decisivos de la clase obrera llegan comprender la necesidad de la toma del poder. Pero si en ese momento no existe un partido revolucionario con una dirección firme y resolutiva que organice a la clase para dar el impulso definitivo, la ocasión se pierde, las energías se disipan, las dudas comienzan a cundir entre las capas más activas, lo cual arrastra hacia atrás a los sectores más vacilantes, y al igual que la marea empieza a retroceder después de haber alcanzado su momento de mayor extensión, así el movimiento revolucionario corre el peligro de ser derrotado.