La pandemia está fuera de control en Brasil. Según datos oficiales, en este momento (21 de marzo) ya ha habido más de 294.000 muertes por la COVID-19 y todos los días se registra una media de aproximadamente 2 mil nuevas muertes. Teniendo en cuenta que no se registran todos los casos, es probable que estas cifras sean significativamente más altas.
En enero, decenas de pacientes fallecieron por falta de oxígeno en los hospitales del estado de Amazonas. Ahora, se está produciendo un colapso generalizado en el país. Prácticamente en todas las regiones, las UCI están llenas y los pacientes mueren esperando una cama, tanto en la red sanitaria pública como en la privada. ¡Los hospitales están instalando cámaras frigoríficas para almacenar cuerpos!
El gobierno de Jair Bolsonaro es el principal responsable de esta situación. Bolsonaro siempre ha tratado de minimizar la pandemia refiriéndose a la COVID-19 una “gripezinha”. En marzo de 2020, presentó la previsión de que el coronavirus causaría menos muertes que la pandemia de gripe A (H1N1), que fue responsable de aproximadamente 2000 fallecimientos en el país entre 2009 y 2010. Promocionó medicamentos ineficaces como cura para la enfermedad, como la cloroquina y la ivermectina. Estuvo en aglomeraciones sin mascarilla. Recientemente, cuando se le preguntó sobre el último aumento de casos y muertes, respondió “Basta de quejas y lloriqueos. ¿Hasta cuándo van a llorar por esto?”.
Pero Bolsonaro no es el único responsable de esta situación. Sus acciones están al servicio de los intereses económicos de los grandes empresarios. Gobernadores y alcaldes también tomaron medidas tardías e insuficientes para contener la pandemia, porque ante todo buscaban preservar las ganancias de la burguesía. El gobernador de São Paulo, João Doria, se erige como un anti-Bolsonaro apuntando a la carrera presidencial. Sin embargo, cuando la ocupación de camas de la UCI en el estado ya se acercaba al 100%, decretó medidas de cierre, pero mantuvo abiertas industrias no esenciales, escuelas e iglesias. En otras regiones donde la salud ha colapsado, negocios no esenciales, restaurantes y bares permanecen abiertos al público, solo con horarios reducidos. En las grandes ciudades, el transporte público sigue siendo un lugar de aglomeración en las horas punta.
Esta situación descontrolada propició la aparición de una nueva cepa del virus en Brasil, que es más contagiosa y que aparentemente afecta más gravemente a los más jóvenes.
Mientras tanto, el PIB brasileño cayó un 4,1% en 2020. Según las cifras oficiales, hay aproximadamente 14 millones de desempleados, entre los que no se incluyen los que dejaron de buscar un empleo o los trabajadores informales que trabajan menos horas de las que les gustaría. La miseria crece. Hay 10 millones de brasileños que sufren de “inseguridad alimentaria”, es decir, que pasan hambre.
Una encuesta reciente (XP/Ipesp publicada el 12 de marzo) indica que el rechazo al gobierno de Bolsonaro crece y llega al 45% (los que consideran al gobierno malo o muy malo) y la aprobación es del 30% (los que lo consideran bueno o excelente). En cuanto al desempeño en el combate a la pandemia, el 61% considera que la actuación del presidente es mala o muy mala.
En cuanto a la vacunación, solo el 5,54% de la población ha recibido una dosis, y solo el 1,96% ambas dosis. Hay un retraso mundial en la vacunación, resultado de la anarquía capitalista, con los cuellos de botella existentes en la producción debido a los intereses privados de las empresas farmacéuticas. Pero en Brasil, el gobierno de Bolsonaro muestra su negligencia e incompetencia con el retraso en la compra de vacunas. Incluso desdeñó la vacuna de un laboratorio chino (Sinovac), que actualmente es la más utilizada en el programa nacional de inmunización. Un informe del gobierno de EE. UU. elaborado bajo la administración Trump afirma haber actuado para “combatir las influencias malignas en las Américas”, incluida la persuasión de Brasil “para que rechace la vacuna rusa contra la COVID-19”, la Sputnik V. Pfizer ofreció vacunas al gobierno brasileño en 2020, pero el gobierno rechazó la oferta y luego argumentó que bajo las condiciones de Pfizer “si [quien recibe la vacuna] se convierte en un caimán, es su problema”.
La propia burguesía está cada vez más impaciente con el negacionismo y la incompetencia del gobierno. Ante la crisis y el retraso en la vacunación, se produjo otro cambio de mando en el Ministerio de Salud, lo que convierte al nuevo ministro en el cuarto desde el inicio de la pandemia. La vacunación masiva es esencial para permitir una cierta recuperación de la economía. La burguesía también es consciente de lo que está sucediendo en Paraguay, donde la mala gestión de la pandemia ha provocado movilizaciones masivas a favor del derrocamiento del gobierno de Mario Abdo Benítez, aliado de Bolsonaro.
Lula vuelve al juego
En este contexto, un juez de la Corte Suprema de Justicia del país (STF), Edson Fachin, decidió el 8 de marzo anular las condenas del expresidente Lula, del Partido de los Trabajadores (PT), que le impedían ser candidato en las próximas elecciones de 2022. El motivo que adujeron para la anulación fue un error en la ciudad en la que se debió tramitar el caso, algo que la defensa de Lula llevaba reclamando desde 2016. Edson Fachin, de hecho, actuó como lo hizo para intentar evitar otro juicio en curso en el Supremo Tribunal Federal, ya que volvería a poner sobre la mesa las sospechas hacia el exjuez que condenó a Lula, Sergio Moro, símbolo de la operación Lava Jato (Operación Autolavado). Este juicio contra Sergio Moro, suspendido temporalmente, debería reafirmar la nulidad de las condenas de Lula por la parcialidad y los abusos cometidos por el exjuez y la operación Lava Jato.
La Lava Jato apareció en 2014 tras las grandes manifestaciones de junio de 2013 en el país, que evidenciaron el descrédito de las instituciones burguesas y la incapacidad del PT, bajo el gobierno de Dilma Roussef, para controlar a las masas. La Lava Jato, con el apoyo abrumador de la burguesía y sus medios de comunicación, encabezó un proceso destinado a renovar los cuadros políticos burgueses desmoralizados, algo similar a la operación “Manos Limpias” de Italia en los años noventa.
En relación al PT, que ya no le era de utilidad a la burguesía, la Lava Jato trató de acusar del supuesto mayor caso de corrupción en la historia de Brasil a un partido construido por la lucha independiente de los trabajadores a finales de los 70 y principios de los 80, aunque más tarde su dirección haya destruido su carácter de partido obrero independiente y lo haya sometido a los intereses de la burguesía. El objetivo siempre ha sido algo más allá del propio PT: desmoralizar y criminalizar a las organizaciones obreras en su conjunto.
Esquerda Marxista, la sección brasileña de la Corriente Marxista Internacional (CMI), identificó los objetivos políticos y económicos proburgueses de la Lava Jato y se opuso desde el principio a esta operación, a sus abusos y ataques a las libertades democráticas. Condenas sin pruebas, recompensas por chivatazos, detenciones cinematográficas, filtraciones de testimonios a los medios de comunicación; todo ello formaba parte de un espectáculo creado para dar la impresión de que los poderosos estaban pagando ahora por sus crímenes, de que el país iba camino de acabar con la corrupción con una depuración en las instituciones.
Sin embargo, el resultado político de Lava Jato fue la elección de Bolsonaro en 2018. La operación jugó un papel central en el fraude electoral que impidió a Lula, el primero en las encuestas, presentarse a las elecciones o incluso dar entrevistas durante el período electoral, para no favorecer al candidato que lo reemplazó.
Sergio Moro, el juez que condenó a Lula, se incorporó al gobierno de Bolsonaro como su ministro de justicia, lo que evidenció aún más el sesgo político de la operación. A mediados de 2019, el sitio web The Intercept Brasil, con reportajes del periodista Glenn Greenwald, difundió intercambios de mensajes en Telegram entre integrantes de la operación que evidenciaron la parcialidad, el abuso y la intención de influir en el rumbo político del país. La Lava Jato, antes útil para la burguesía, se fue desechando gradualmente. Anteriormente exaltada por los principales medios de comunicación, pasó a ser criticada. De contar con el apoyo de la mayoría del Tribunal Supremo Federal, pasó a sufrir derrotas con la anulación de sus decisiones.
Lula, tras ser liberado en noviembre de 2019 cuando una ola revolucionaria barrió América Latina y tras la anulación de sus condenas, puede volver a presentarse a las elecciones. Lo haría en medio de una profunda crisis económica, política y de salud en el país. Como candidato, Lula le es útil a la burguesía para tranquilizar a las masas ante la tragedia en la que está sumido el país, ya que presentaría la perspectiva de que las cosas pueden cambiar en 2022, en las elecciones. Las últimas encuestas apuntan a que Lula podría recibir el 50% de los votos, una tasa más alta que la de Bolsonaro y la de todos los demás candidatos.
El 10 de marzo, Lula pronunció un discurso sobre la anulación de sus condenas. Después de toda la humillación que sufrió, ¿volvería ahora para vengarse de la burguesía? Tranquilizó a todos cuando dijo: “Si hay un ciudadano que tiene derecho a sentirse ofendido, ese soy yo. Pero no lo estoy.”. Tranquilizó, sobre todo, al mercado financiero:
“¿Por qué me tiene miedo el mercado? Este mercado ya convivió ocho años con el PT y conmigo y seis más con Dilma Rousseff. ¿Cuál es la lógica? No entiendo ese miedo, a mí me llamaron conciliador cuando era presidente. ¿Cuántas reuniones tuve con empresarios? Les decía: ‘¿Qué quieren? Construyamos juntos’”.
Dispuesto a construir un “frente amplio” con sectores de la burguesía, Lula respondió:
“Veo a mucha gente hablando de un frente amplio, con el PCdoB, el PT, el PSOL y el PSB. Eso sería un frente de la izquierda, no tendría nada de amplio. Es lo que llevamos haciendo desde 1989. Será un frente amplio conseguimos hablar con otras fuerzas que no están en el espectro de la izquierda, lo cual es posible”.
Para enfatizar esta disposición, Lula recordó en diferentes momentos la elección de José de Alencar, gran empresario y de un partido burgués, para ser su vicepresidente en las elecciones en las que fue elegido por primera vez, en 2002:
“Se puede construir un programa que involucre a sectores conservadores, por ejemplo, para la vacunación y ayuda de emergencia. En 2002, con José Alencar como mi vicepresidente, fue la primera vez que hicimos una alianza entre capital y trabajo”.
Lula intenta, una vez más, presentarse como alternativa a la burguesía ante el descontento con el gobierno de Bolsonaro. Busca retomar la alianza entre capital y trabajo, es decir, la conciliación de clases, que brindó grandes ganancias a la burguesía durante los gobiernos del PT, y ataques a los derechos y conquistas de los trabajadores, con privatizaciones, la retirada de los derechos a la seguridad social, la continuación del pago de la deuda pública fraudulenta a banqueros y especuladores, e incluso la aprobación de leyes que criminalizan las movilizaciones populares. Dilma fue destituida en 2016 no por defender a los trabajadores en medio de la crisis, sino por su incapacidad para conseguir que se aprobaran las medidas que quería en el Congreso Nacional: ajuste fiscal, retirada de derechos laborales y nuevos ataques a la seguridad social.
¡Abajo el gobierno de Bolsonaro!
Las direcciones de los partidos de izquierda y la mayoría de los sindicatos (PT, PCdoB, PSOL, CUT, etc.) han bloqueado la lucha para derrocar al gobierno con la movilización masiva e independiente de los trabajadores. Durante 2020 adoptaron la consigna “Fora Bolsonaro”, que Esquerda Marxista lanzó a principios de 2019 contra prácticamente todas las organizaciones y sus dirigentes, pero desvirtuaron su significado, afirmando que el “Fora Bolsonaro” podría ser su eslogan para elecciones de 2022, para las que posiblemente se aliarán con la burguesía, como desea Lula. Incluso el PSOL, partido que experimentó un relativo crecimiento electoral, se adapta cada vez más al sistema y ya se plantea no presentar una candidatura propia en las próximas elecciones para apoyar a Lula.
Ante la insuficiencia de las medidas del gobierno para proteger la vida de los trabajadores, la Central Única dos Trabalhadores (CUT), la mayor confederación sindical del país, y los sindicatos, deben convocar una huelga general para exigir el cierre patronal, el mantenimiento de salarios, vacunas para todos y la consigna “Fora Bolsonaro”. Pero los burócratas sindicales conciliadores no están dispuestos a organizar huelgas reales en sus sectores, e incluso boicotean las huelgas que ellos mismos aprueban. Esto, en la práctica, los convierte en cómplices de Bolsonaro y de la política asesina del gobierno en medio de la pandemia.
Pese al bloqueo de la dirección de los trabajadores, la crisis (el desempleo, la tragedia que afecta al país con más de 2000 muertes al día, el colapso del sistema de salud) ha profundizado la rabia en la base y ha provocado saltos en la conciencia de la juventud y los trabajadores. Brasil se encuentra en el centro de la convulsa situación internacional. No se puede descartar una explosión que arrolle a los dirigentes burocráticos y conciliadores, a Lula, a Bolsonaro y a los poderes podridos de la Nueva República.