Las divisiones religiosas, tribales y políticas, avivadas durante muchos años por el imperialismo en Libia, están deflagrando en una guerra civil aún más feroz y más llena de callejones sin salida de lo visto hasta ahora. Hoy en Libia hay dos gobiernos rivales, uno en Trípoli y otro en Tobruk, y una tercera zona del país en manos de la alianza inestable entre los fundamentalistas del Estado Islámico (EI), los salafistas y los de Ansar al-Sharia (Los partisanos de la Sharía).
La guerra civil que sacude Libia tiene responsables precisos. Estos son las principales potencias occidentales, Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos (con la ayuda de Italia), que promovieron la intervención militar en el país, con el objetivo de derrocar a Gadafi. Todo ello con la bendición de las Naciones Unidas que, con la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad, autorizó el bombardeo.
El fin de Gadafi
El derrocamiento y asesinato del coronel, demasiado independiente de los intereses de Occidente, no ha pacificado la situación, por cierto.
El Consejo Nacional de Transición, sobre el cual los imperialistas confiaban para una transición a la “democracia”, era débil y dividido y, sobre todo, totalmente carente de fuerza militar. Quién había “liberado” el país y conquistado Trípoli definitivamente no estaba bajo el control de las potencias occidentales: las tribus de árabes y bereberes de las montañas de Nafusa, los rebeldes de Misrata, las fuerzas islámicas con sede en Bengasi. Los Estados Unidos se dieron cuenta de esto en la forma más brutal, cuando su embajador en Libia, Chris Stevens, fue asesinado en Bengasi durante el asalto al consulado de Estados Unidos, en septiembre de 2011.
En septiembre de 2011 escribimos: “Una posibilidad es que en el vacío de poder que existe hoy en Libia se vaya generando un conflicto continuo entre estos grupos. Las diversas potencias occidentales y árabes podrían aprovechar este o aquel cacique local, en una situación de total inestabilidad, donde la separación del país en más entidades se convertiría en una eventualidad que de ninguna manera puede ser descartada”.
Y eso es lo que está pasando. La perspectiva de una nueva Somalia, donde ya no existe un Estado central y las milicias locales se dividen el territorio, es ahora la más probable.
La mayor parte de las tribus tuareg del interior desértico, rico en pozos de petróleo y gas, lucha contra las milicias islamistas en alianza temporal con el general Khalifa Haftar, ex gadafiano pasado hace tiempo al servicio de la CIA y leal al gobierno filo-occidental de Tobruk armado por Egipto, del cual, sin embargo, hasta hace unos meses quería destituir el primer ministro al-Thinni. El gobierno de Tobruk es tan débil que por un período de otoño pasado se reunió a bordo de un barco griego, amarrado en la costa de Libia, ¡por razones de seguridad!
El gobierno en Trípoli, gobernado por la coalición electoral islamista “Alba Líbica”, está respaldado por Turquía, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos y tiene como base la Hermandad Musulmana. En este auténtico campo minado, las potencias imperialistas proceden en orden casual, acumulando contradicciones entre ellas y luchando por encontrar la palanca política para estabilizar el país y definir la división de sus recursos naturales.
El papel de Egipto
“Menos mal que hay el general egipcio Al-Sisi” deben haber pensado en estos días los gobiernos occidentales. Los bombardeos de la aviación egipcia sobre las ciudades en el este de Libia controladas por el EI y la Ansar al-Sharía alimentan en Washington y Bruselas la idea que el Egipto del reaccionario Al-Sisi, criticado en occidente en 2013 como antidemocrático por su golpe de Estado contra la Hermandad Musulmana, pueda ahora sacarles las castañas del fuego tal vez incluso con una intervención militar con tropas terrestres.
Al-Sisi sin embargo persigue sus propios objetivos y sus proclamas para presentarse como el único baluarte de la civilización contra el EI son pura propaganda. Después de la caída de Gadafi, los generales egipcios consideran la Cirenaica (región riquísima en petróleo) como propia zona natural de influencia. Se dirigen a la comunidad internacional invocando su apoyo porque al interior de Libia tienen muy pocos aliados.
¿Intervención de tierra?
Al mismo tiempo, frente a la avanzada del EI en la región de la Cirenaica – particularmente en Sirte – y a la debilidad política del agente de los EEUU en el tablero político líbico, el general Khalifa Haftar, la perspectiva de una intervención armada del imperialismo parece tan necesaria como sombría y llena de interrogantes. Los bombardeos del ejército egipcio pueden temporalmente frenar al Estado Islámico, pero una guerra civil se vence so9bre el terreno, no en los cielos.
Como explica el general retirado italiano Fabio Mini a la revista “Espresso”: “Es una guerra y no una misión de paz. Una guerra para la cual se necesitarían como mínimo 50 mil hombres para controlar el territorio, detener autos, vigilar movimientos, fichar las personas”. Es evidente que ninguna potencia militar en el mundo está en condición, hoy, de armar semejante intervención.
Por esto Italia, después de las fanfarronadas del ministro “guerrero” Pinotti sobre 5 mil soldados listos para (re)partir hacia Trípoli, espera ahora la sempervirente resolución de las Naciones Unidas y propone el ex primer ministro Prodi para mediar en el conflicto. Quienes en la izquierda invocan la conformación de una fuerza de interposición de cascos azules de las Naciones Unidas, deberían de preguntarse: ¿interponerse entre quienes? ¿Cómo distinguir los “buenos” de los “malos”? Además los antecedentes de las Naciones Unidas no son tan inmaculados, como vimos durante los bombardeos de 2011.
A derecha [en Italia], partidos como la Liga Norte conducen la fracción reaccionaria de quienes agitan la guerra civil en Libia para alimentar temores de nuevas “invasiones” de inmigrados en las costas sicilianas y lamentan de haber perdido con Gadafi al que ejercía, por cuenta de la Unión Europea, el papel de eficaz carcelero de centenares de miles de africanos que buscaban a través de la emigración clandestina por las costas líbicas una posibilidad mínima de porvenir.
Cualquiera intervención militar, con o sin el beneplácito de las Naciones Unidas, será el enésimo eslabón de la injerencia imperialista en la historia de un país, la Libia, al cual también Italia, desde la agresión militar de 1911, ha siempre negado el derecho a la autodeterminación.
Mientras nos oponemos a cualquier intervención imperialista reiteramos que incluso en las más obscuras tinieblas que hoy envuelven Trípoli, la solución reside en la ayuda que, a través de la lucha de masas, los proletarios egipcios, tunecinos y de los demás países del Magreb pueden proporcionar a sus hermanos líbicos, a través del derrocamiento de sus respectivos gobiernos. Defendemos una política internacionalista y de clases que hoy es más que nunca necesaria, en Italia y no sólo.